Preparemos su venida
San Bernardo habla de tres venidas de Jesús: la Encarnación, la Gracia, el Juicio. Estamos en la segunda.

La primera venida de Cristo fue la Encarnación; la segunda, una llamada de amor a nuestro corazón; la tercera, como juez de nuestra correspondencia a ese amor.
El Adviento (del latín adventus, venida) es el tiempo litúrgico en el cual la Iglesia invita a los fieles a preparar mediante la penitencia, la oración y la limosna, la celebración del nacimiento de Cristo.
Desafortunadamente, este tiempo de conversión (durante el cual deberíamos preparar el camino del Señor rompiendo con las esclavizantes cadenas del pecado) ha sido alterado, desde hace décadas, por el hedonismo y el materialismo que imperan en nuestra sociedad:
- la penitencia, destinada a purificar nuestra alma y a enmendar nuestra vida, se ha trocado por todo tipo de excesos y compras superfluas;
- el espíritu de recogimiento y oración se ve debilitado por el ruido, las constantes distracciones y los oscuros placeres que el mundo tanto promueve:
- y la caridad ha sido deformada, pues se ha rebajado a un sentimentalismo infantil que tiene mucho de orgullo y amor propio y poco o nada de verdadero amor.
De esta manera, las cuatro semanas de preparación que preceden a la Navidad se han convertido, por obra y gracia de la mercadotecnia, en la popular “época prenavideña”, tan mundana y secularizada que más tiene de fiesta pagana que de cristiana.
Por ello es tan importante retomar el verdadero sentido del Adviento, el cual tiene un triple aspecto. Pues, como señala Dom Próspero Guéranger, este misterio de la venida de Jesús es a la vez sencillo y triple:
- es sencillo, porque es el mismo Hijo de Dios quien viene;
- es triple, porque viene en tres tiempos distintos y de tres maneras diferentes.
Como explica Pedro de Blois (1135-1203), la primera venida de nuestro Señor es en la carne, la segunda en el alma y la tercera en el juicio:
- la primera venida ya pasó, pues Cristo fue visto en la tierra y conversó entre los hombres.
- ahora estamos en la segunda venida, con tal de que seamos tales como para que Él pueda venir a nosotros; pues Él ha dicho que, si lo amamos, vendrá a nosotros y morará con nosotros.
- en cuanto a la tercera, sabemos que ocurrirá, pero no cuándo ocurrirá; pues nada es más seguro que la muerte, ni menos seguro que la hora de la muerte.
Por su parte, San Bernardo (Sermón 5 en el Adviento del Señor) afirma que tanto la primera como la última venida son visibles, mas no la intermedia:
- en la primera, Cristo vino en carne y debilidad, pues el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, varios de los cuales lo siguieron, mas muchos otros lo persiguieron;
- en la última, todos mirarán al que traspasaron, que esta vez vendrá en gloria y majestad;
- en cambio, en la intermedia, Cristo viene en espíritu y poder, por lo que es oculta, pues tiene lugar en el interior del hombre que, en lo más íntimo de sí mismo recibe o rechaza la gracia santificante; de que le abramos o no dependerá la sentencia que escucharemos en su último advenimiento.
De esta manera:
- El primer advenimiento corresponde al nacimiento de Cristo en Belén. Ahí Dios, siendo el Creador y Señor de todo, “yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es amamantado, pero adorado; no halla lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes” (San Agustín, Sermón 190). Por esta razón, el misterio de la Encarnación debemos contemplarlo con profunda gratitud. Pues Cristo, “que posee en todo la plenitud, se anonada a sí mismo, ya que por un tiempo se priva de su gloria para que nosotros podamos ser partícipes de su plenitud” (San Gregorio Nacianceno, Sermón 45). Así, Dios, que se hace hombre por amor al hombre, asume todo lo humano, excepto el pecado. Como señala San Agustín: “Dios que permanece en Dios, el eterno que vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores” (Sermón 215).
- En el segundo advenimiento Jesús llama, dulce e insistentemente, a la puerta de nuestro corazón. De nosotros depende si le dejamos fuera de nuestra vida o si le permitimos entrar y nos dejarnos transformar por Él. Pues solo su amor puede iluminar la oscuridad en la que nos hunden nuestra miseria e iniquidad; solo su misericordia puede perdonar y sanar nuestras heridas, ocasionadas por los pecados propios y ajenos; solo su gracia nos puede purificar y fortalecer. Por ello, no dejemos que nuestro egoísmo y nuestro orgullo nos hagan prescindir de Él. Recordemos que el Cristo que hoy se anuncia como el Niño que ha de nacer, como el Mesías por todos esperado, mañana será un juez temible para todos aquellos que desdeñaron su amors y su gracia. De ahí la advertencia de San Bernardo: “El Señor, que ahora es desconocido mientras busca misericordia, será conocido cuando haga justicia”.
- Pues si en las dos anteriores venidas Cristo llega con humildad y misericordia, en la tercera venida, la cual será su último advenimiento al final de los tiempos, vendrá con toda su gloria y majestad para juzgar a vivos y muertos.
Por esta razón San Agustín nos advierte: Cristo vino una primera vez, pero vendrá de nuevo. Por lo que, aconseja, no pongamos resistencia a su primera venida, y no temeremos la segunda. Sirvámonos de este mundo, no sirvámoslo a él, viviendo, los que tienen, como si no tuvieran; porque la representación de este mundo se termina. Odiemos el pecado, y amemos al que ha de venir a castigar el pecado. Y, si queremos alcanzar misericordia, seamos misericordiosos y perdonemos los agravios recibidos.
Vivamos el Adviento preparando, con la humildad y la pureza de un niño, la hora solemne en la cual el Sol Divino iluminará el oscuro y frío invierno alegrando a toda la tierra. Y, como nos sugiere Hilario de Poitiers, fijemos nuestros pensamientos en las cosas celestiales y mantengamos nuestra esperanza en Dios, para que podamos decir como el apóstol: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo” (Fil 3, 20).