Hijo pródigo - Cómo rehacer una vida disoluta

El hijo pródigo llegó a no poder comer ni de las sobras que dejaban los cerdos a quienes alimentaba. Es la despersonalización final de quien se deja arrastrar por el vértigo.
- Continuación de la serie del Hijo Pródigo, compuesta hasta el momento por los artículos La nueva vida del joven independizado, Una aventura arriesgada con final feliz, En marcha hacia la lejanía y La decisión de volver a casa.
VI. Como rehacer una vida disoluta
El hijo pródigo ha vuelto a casa, y su buen Padre lo elevó sin dilación a la dignidad de hijo de la familia. Ordenó, para ello, a los sirvientes que le cambiaran los vestidos. Esto fue relativamente fácil para el joven. Pero le quedaba una tarea sin duda más difícil: regenerar su vida.
La vida que llevó anteriormente estuvo determinada por el vértigo al que se entregó, y éste presenta seis fases: exaltación eufórica, decepción, tristeza, angustia, desesperación, soledad absoluta. Cuando las experiencias de exaltación, propias del vértigo, dejan de sucederse automáticamente y dar una falsa sensación de perennidad, el hombre de vértigo se siente desolado, no solamente solo, sino sin recursos para salir adelante. No sabe literalmente qué hacer.
Se lo había buscado, porque la vida de vértigo, de fascinación y seducción, es una vida disoluta, o sea: una vida desarraigada, sin lazos, sin vínculos, sin relación alguna que signifique estructura y, por tanto, un modo de ser y actuar estable y firme. El que busca una libertad de maniobra absoluta, intenta derruir las columnas que sostienen nuestra vida y los quicios en torno a los cuales gira. Estos quicios son las normas que regulan la vida. Al demolerlos, el hombre se desquicia a sí mismo.
Empieza, alocado, a disfrutar de los goces de los sentidos. Se embriaga con ellos, se empasta y se aleja de la realidad auténtica; de cuanto signifique encuentro, valores e ideales. No crea nada que pueda cobijarle como persona, darle amparo y fuerza: casa, amistades profundas, generosas, una profesión estable y fecunda. No se compromete con nada ni con nadie, apuesta por lo inmediato gratificante y se quema, porque esto es efímero, es decir, flor de un día.
Lo inmediato sensible no nos ampara. No nos sube al nivel 2. Por eso este joven iluso no se une a nada ni a nadie; sencillamente disfruta, derrocha bienes y salud; no habita en sentido transitivo, porque no crea vínculo alguno; se limita a dilapidar las posibilidades creativas que su herencia le había otorgado; ejemplo claro de quien no administra los bienes; los dilapida.
Sabemos que las personas se desarrollan y crecen en el nivel 2, creando diversos encuentros con distintas realidades, que nos ofrecen posibilidades creativas. Se comprende que el joven dilapidador, encerrado en su seductor nivel 1, queda cercado por la soledad más hosca. Soledad sin libertad auténtica, la libertad creativa, sino sometida a los instintos.
El relato evangélico nos dice que se quedó solo y hambriento, y tan poco libre que ni siquiera le permitían alimentarse con la comida que él debía facilitar a los cerdos. Decir que está solo y hambriento es pintar la imagen de la extrema desolación de un ser joven, pero sin recurso alguno. Se empeñó en tener libertad de maniobra absoluta, y se lanzó a ejercitarla sin advertir que ese tipo de libertad, vista por una mirada profunda, aparece como una desgracia para la persona humana. Por eso, cuando personas o pueblos piden que se les conceda tal género de libertad, urge hacerles ver que no saben lo que piden, y que el mayor favor que se les puede hacer es no concedérsela. No haría sino incrementar sus males. Es como dar a un niño enfurecido un arma de fuego.
Por su conducta desarreglada, el Hijo Pródigo cayó a niveles de envilecimiento personal, representados en la parábola por el hecho de ser destinado a cuidar cerdos, un oficio humillante para un ciudadano judío, pero tal humillación ni siquiera le sirvió para cubrir sus necesidades primarias. Aquí se hace patente hasta qué punto el vértigo, después de prometernos todo y no exigirnos nada, nos lo quita todo. El vértigo es temiblemente falaz, engañoso.
En vez de tener plena autonomía ‒como soñaba‒, se ve dominado por sus pasiones y por los poderes de su entorno. No tiene distancia de perspectiva para equilibrar su actividad y gobernarla con una forma de libertad creativa, que nos abre a crear encuentros que enriquecen nuestra personalidad. En vez de la plena independencia que buscaba a todo precio, queda sometido a una implacable esclavitud, por despersonalización. Fijémonos bien que nos constituimos como personas abriéndonos a los demás con una actitud de respeto, estima y colaboración, y para eso debemos coordinar la libertad con la obediencia, la estima con el respeto, la colaboración con el espíritu de servicio.
Pero el joven frustrado no tuvo equilibrio alguno ante la vida; se entregó al vértigo, que es supremo generador de extremismos. De ahí que lo peor para él no es que esté solo, falto de recursos económicos, de salud y de todo futuro; lo más grave es que se ha despersonalizado, por cuanto se ha des-quiciado, porque ha aborrecido los quicios que nos dan firmeza y nos orientan por el camino recto.
Es muy importante conocer los quicios de la vida personal, lo que nos da firmeza, dirección justa, seguridad, confianza en nosotros mismos. Nuestros quicios son la unión con los demás, el encuentro confiado y fecundo, la libertad vinculada a la obediencia -libertad creativa-, la independencia unida a la solidaridad, la búsqueda en común de la felicidad. Si estos quicios fallan, nos desquiciamos y todo se desmorona.
Fíjense lo que significa que una persona quiera ejercitar siempre su libertad sin obedecer a ninguna de las normas que nos permiten ser creativos, por ejemplo en arte. Quedará fuera del mundo de la creatividad, y no crecerá como persona. Vivirá eternamente frustrado.
Que una persona quiera ser independiente sin tender a la solidaridad. No logrará descubrir que la libertad bien entendida es complementaria de la obediencia , así como la independencia lo es de la solidaridad. Al no captar esto, que es básico para crecer como persona, considerará la sumisión a algo o alguien como un tormento y vivirá con espíritu fracasado.
Al no descubrir la posibilidad de ver estas realidades como complementarias, el hombre no encuentra más que dos posibilidades ante sí: o dominar o ser dominado. Ninguna de las cuales es creativa.
Al no crear ninguna relación verdaderamente personal, todo le es distinto, distante, externo y extraño. No consigue unir la libertad y la obediencia, y convertirlas en complementarias, como sucede en el nivel 2. Entonces la vida de dependencia resulta un tormento, y la tristeza provocada por la falta de verdadero encuentro se convierte en angustia, porque somos «seres de encuentro» y su situación no se ajusta a su verdadera condición. Todas las puertas le están cerradas, le falla el suelo bajo los pies, y le sobreviene la desesperación.
Es el espíritu con el que Norberto escribió su carta al padre Rahner [ver aquí].
Con ello queda cerrado el círculo siniestro del vértigo. Perdió todo, hasta lo que parecía tener más asegurado en su aventura: la total independencia. Lo dio todo por conseguir ese tipo de libertad, y lo pierde todo. De ahí la desesperación. ¿qué puede hacer un frustrado total?
Ahora tiene que pedir permiso para compartir con los cerdos la comida que yace en el suelo, y se lo niegan. Su estado de frustración es total, un puro sinsentido, porque tener sentido la vida es estar bien orientada, y aquí no le queda ni pasado -porque lo despreció-, ni futuro, porque no lo quiso crear, sino malgastar.
Tenía razón Albert Camus al afirmar que "el tema principal de la filosofía es llegar a saber si la vida tiene sentido o no".