Religión en Libertad
Pompeo Batoni, 'El retorno del hijo pródigo' (1773). El relato evangélico pone de manifiesto la importancia del amor y del arraigo y la locura de renunciar a ellos.

Pompeo Batoni, 'El retorno del hijo pródigo' (1773). El relato evangélico pone de manifiesto la importancia del amor y del arraigo y la locura de renunciar a ellos.Wikipedia - Museo de Historia del Arte de Viena.

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El evangelio de San Lucas, capítulo 15, nos ofrece un relato de gran valor literario y nos invita a profundizar en el proceso humano que narra. La figura del Padre se presenta, para los creyentes, como un paradigma del amor incondicional. Los dos hijos se mueven, más bien, en el nivel 1, por diversos caminos, pero instigados por una misma actitud egoísta.

La historia transcurre a través de seis fases, llenas de enseñanzas. Las seguiremos, una a una, con interés creciente.

I. El hijo menor habita en la casa paterna, pero no la habita

El hijo menor está habitando en la casa paterna. Pero ¿la habita de veras? Habita en ella, mora en ella, vive ahí, pero no parece que la habite en plan transitivo, porque esto significa crear vínculos valiosos. Esta forma de habitar se da en el nivel 2, el de la creatividad; no en el nivel 1, el del mero manejo de objetos.

Es de temer que este joven inquieto no creara muchos vínculos, porque dejarse llevar del tipo de vértigo que implica la ruptura abrupta y total con la familia no se realiza de golpe; viene preparado por una vida carente de amor mutuo, de trato cordial, y, por tanto, desquiciada, porque el amor es la base de los quicios que sostienen a la familia.

Como sabemos, el primer gran quicio que sostiene la familia es el encuentro. Todos y cada uno de nosotros venimos del encuentro amoroso que un día tuvo lugar entre nuestros padres, y en virtud del cual nos llamaron más tarde a la existencia. Por eso toda nuestra vida debe ser un acto de respuesta agradecida a esa llamada paterna. Ese tipo de respuesta da lugar a la relación de encuentro.

Por ley natural, el primer quicio de la familia, el básico, está constituido por el encuentro que engendra el amor entre los padres, y entre éstos y los hijos. Sin él, la unidad se debilita, y la familia pierde, a no tardar, su capacidad creativa.

El hermano mayor tampoco se muestra propicio a crear lazos familiares, porque actúa por motivos egoístas; se mueve por interés, sirve al padre esperando una gratificación; va a lo suyo, como su hermano pequeño, aunque guardando las formas. Obedece al padre y le permanece fiel, pero no tanto por amor personal, cuanto por la esperanza de que un día u otro le premie por ello. Se mueve en el nivel 1. Todo indica que el hermano pequeño apenas haya creado con él una auténtica relación de encuentro.

Con el padre era difícil que ambos hermanos consiguieran tejer relaciones de verdadero encuentro, ya que éstas se dan en el nivel 2, el de la creatividad y el amor generoso, al que sólo el padre había ascendido. Por eso, ambos hermanos carecían del sentido de pertenencia. En rigor, el sentido de pertenencia a un grupo social sólo brota cuando uno echa raíces en él, y esto supone sentirse personalmente implicado. Tal implicación puede ser más o menos profunda. Y lo mismo el grado de pertenencia que uno reconoce. Si perteneces a una gran orquesta, que no sólo te garantiza un tipo de vida gratificante y digna, sino te orla de prestigio como profesional, sientes dicha pertenencia como un timbre de gloria. La importancia de la pertenencia hemos de destacarla más de una vez en lo sucesivo.

Podemos colegir de lo dicho que el hijo menor apenas tenía configurado un sentido de pertenencia a la familia, porque no acababa de descubrir en qué aspecto podía facilitarle el triunfar en la vida, o al menos conseguir un estado de bienestar notable. Si a esto se añade que pasaban los años y no acababa de crear vínculos entrañables con los familiares, podemos suponer que su arraigo en la casa paterna era más bien superficial. Cualquier viento fuerte podía hacerlo volar por los aires. Lo constataremos en la próxima fase.

II. La decisión de marcharse

Este joven desarraigado no carecía de nada, en cuanto a bienes, a seguridad en la existencia, a confianza en un futuro confortable. Pero echaba de menos la independencia, la libertad de disposición de tales bienes y las posibilidades que podían otorgarle. Tenía una "libertad de maniobra" limitada, y su impaciencia juvenil ansiaba romper amarras con una situación que era tan cómoda como subordinada a decisiones ajenas.

Con los años, esta situación empezó a resultarle monótona y asfixiante. Disponía de cierta "libertad de maniobra", de moverse a su gusto. En su mente empezó a agitarse la idea de que no sería feliz hasta que tal libertad fuera "absoluta", es decir "ab-suelta", desligada de cualquier límite. Los límites lo enervaban, porque lo asfixiaban.

Esta es la reacción que cabe esperar de una persona egoísta que vincula la libertad con el mando, con la autonomía insolidaria y la capacidad de decisión absoluta.

Libertad de maniobra y libertad creativa

La libertad de maniobra -propia del nivel 1-, si ha de ser constructiva en nuestra vida, debemos articularla, complementarla con la libertad creativa -nivel 2-, la libertad que actúa solidariamente, que participa de la vida de los demás para actuar a una, como un buen coro, en el que todos quieren triunfar, pero nadie se empeña en sobresalir por encima de los demás.

El egoísta une la libertad con el mando, el poder, la autonomía absoluta... No sabe armonizar la autonomía propia de una persona libre con la colaboración en proyectos comunes. Por eso tiende hacia una autonomía desarraigada y, por tanto, des-equilibrada. El equilibrio nos lo facilita el vincular la libertad de maniobra con la libertad creativa. Sabemos que la libertad de maniobra -de actuar conforme al propio gusto- es uno de los grandes dones primarios que recibimos en la vida, pero hemos de descubrir pronto que está llamada por naturaleza a convertirse en "libertad creativa" en cuanto subamos al nivel 2, el de la creatividad y el encuentro con otras personas y con las obras culturales que ellas han generado.

La libertad creativa no quiere, ante todo, actuar conforme al propio arbitrio sino actuar bien, por ejemplo, tocar bien una obra musical, aunque esto suponga obedecer a la partitura, a las pautas del profesor, al espíritu propio del estilo estético que sigue el compositor.

El cantor que actúa con libertad creativa sigue dotado de libertad de maniobra, pero la pone al servicio de una forma superior de actividad, como es la de cantar solidariamente dentro de un coro, en el que todos colaboran para triunfar en común. La libertad creativa añade a la libertad de maniobra la apertura de espíritu necesaria para comprender que la forma mayor de autonomía consiste en saber colaborar en un proyecto comunitario. En cambio, pretender que la forma perfecta de libertad de maniobra es la "ab-soluta" -la desligada de todo vínculo o colaboración- no es optar por el triunfo comunitario, sino por el desenfreno.

En busca de la libertad de maniobra absoluta

Ésta fue, lamentablemente, la opción de nuestro joven aventurero: romper amarras con la familia, es decir, quebrar los lazos que lo unían a ella, por débiles que fueran, y precipitarse hacia los niveles negativos. No tuvo la flexibilidad mental necesaria para advertir que la manera justa de realizarse en la vida no es llevar al límite las potencias que nos ayudan en un determinado nivel a actuar de modo fecundo. El ancla para un barco es un seguro de vida frente a la violencia de los elementos: viento y mar. Pero, si un marino quiere navegar a su aire, leva anclas para navegar a su arbitrio, aun a costa de exponerse a los máximos riesgos.

Romper amarras con la familia es justo lo contrario de habitar la casa. Por eso este joven desorientado y frustrado se va fuera, incluso lejos, para distanciarse no sólo físicamente sino espiritualmente de cuanto significa la pertenencia a la casa paterna, y olvidar. Recuerden el diálogo de los protagonistas de la película El último tango en París, de Bertolucci y Marlon Brando. "Aquí venimos a olvidar, a olvidarlo todo", le dice Brando a la joven con quien vive (María Schneider).

Advirtamos que ciertos recuerdos tienen el poder de cobijarnos y vincularnos, despertar en nosotros en cierta medida la conciencia de pertenencia. Son recuerdos acogedores. Pero también los hay repulsivos. Estragón, uno de los protagonistas de la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot, olvidaba al momento todo aquello que no le había gustado, y se encolerizaba cuando alguien se lo recordaba.

Olvidar puede ser un acto de fuerte rebeldía ante un entorno ingrato. Por eso indica San Lucas que el Hijo Pródigo se fue lejos. Olvidar parece que nos deja en franquía para elegir el propio entorno: los amigos, los paisajes, las rutas que vamos a seguir. Los que hemos vivido en el extranjero cierto tiempo sabemos algo de esto. Elegir el entorno es escoger el "segundo mundo" en que vamos a vivir, el que va a modelar nuestra vida, nuestra forma de comportarnos. El Hijo Pródigo lo hizo de la mejor forma posible para engendrar una soledad destructiva; en vez de cultivar el mundo del valor y la virtud, se entregó al torbellino del vértigo.

Lo hizo, sin duda, con una gran ilusión, una ilusión irrefrenable, justo la que nos lleva al proceso de vértigo. Tiempo iba a tener sobrado en su nueva vida para descubrir, a diario, qué distinto es estar ilusionado y ser un iluso.

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