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León XIV está demostrando ser un hombre tranquilo, arcano e inequívoco.

León XIV está demostrando ser un hombre tranquilo, arcano e inequívoco.Vatican Media

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El teólogo jesuita Julio Lebreton en su obra La vida cristiana en el primer siglo de la Iglesia destacó cómo los primeros apologistas clamaban sin ambages que Jesucristo era el único Maestro y que no había necesidad de acudir a otra escuela que la del Verbo de Dios. Citaba para ello a Clemente de Alejandría: “Si no existiera el sol, estaríamos sumidos en tinieblas… Si Dios no nos iluminara, en nada nos diferenciaremos de las aves que se engordan en la oscuridad, destinadas a asador".

¡Qué alegoría tan explícita! En cuanto a la Iglesia católica, Lebreton tampoco escatimó en claridad al afirmar que no constituye “una creación nueva que existe desde fecha reciente, sino que es más bien una anciana y venerable abuela".

Por la misma vereda tránsito, otro coetáneo de Lebretón, Carl Pfleger, en su Elevación cristiana, nos ponía el ejemplo de la conversión de François Mauriac, quien confesaba vivir de, por y en Cristo. 

Tan solo se trata de una hipótesis, pero esas podrían ser las sencillas líneas maestras dibujadas en el corazón de León XIV para conducirse en su pontificado. El último de la dinastía de los Leones papales se enfrenta a un enorme desafío: ser el Santo Padre de la unidad, cada vez más maltrecha en el seno de la Iglesia.

Nada más ser elegido Papa, desde las diferentes terminales mediáticas León XIV fue una y otra vez impelido a hacer seguidismo de su predecesor en el cargo, como si en lugar de ser el sucesor de Pedro fuera simplemente “un hombre de Francisco". Como si la Iglesia fuera una institución humana pagada de sí misma. La diversidad de talentos en la Iglesia de Cristo siempre estuvo al servicio de la causa de su fundador y ascendente. Cada Papa ha dejado su sello al frente de la nave, lo cual no pretexta para soslayar los dos ascendientes que inexcusablemente tiene: uno divino, Cristo, y otro humano, Pedro. El resto son imposturas y compadreos corruptores del depósito de la Fe.

Desafortunadamente, del anterior papado la Iglesia católica salió en un claro estado prerrevolucionario, la antesala para un posible 1789 en la Iglesia. Estábamos a las puertas de una revolución metafísica, procedente de una modernidad infiltrada en las distintos estamentos eclesiásticos mediante el éxtasis asambleario, el sentimentalismo, la ideología y la ambivalencia doctrinal. En el periplo anterior afloraron brotes revolucionarios y cismáticos que han puesto en peligro la sana doctrina y el depósito de la Fe. Toda una clerigalla revolucionaria compuesta de monjas y curillas emotivistas que han ahondado en la confusión doctrinal de la grey de Dios. Ese plantel quiso conciliar el amor de lubricidad sentimental con el amor cristiano. No obstante, parece que León XIV sabe sobradamente que (tal como una vez dijo François Mauriac) Cristo es el único que rebosa una ternura distinta a la de todo hombre, el único con “una bondad a-sentimental, mayestática y a la par, un poder infinito como solo en un Dios puede darse”. Gran síntesis de Mauriac digna de figurar hasta en una encíclica.

En las manos de León XIV está el poner orden en la casa del Señor. Algunos ya apuntan a que será el Papa de la unidad. Ya su primera homilía tuvo un marcado carácter cristocéntrico, como si quisiera educar desde cero a sus cardenales. Lúcida idea para soldar a una curia disgregada en tradicionales y revolucionarios (los llamados “progresistas”). Ardua tarea le espera a León XIV: no puede parecer un Papa restaurador aunque deba restaurar, no puede ser revolucionario aunque esté obligado a engatusar con la dialéctica sinodal a la curia progresista, y el continuismo antesala de un 1789 tampoco es una opción. 

Para la unidad le queda el camino de la regeneración doctrinal en lugar de moldear la teología con el lenguaje de las creaturas ideológicas de los hombres y lanzarse a los brazos del mundo en busca de una nueva hermenéutica. Habrá de hacer el camino inverso: transgredir las tinieblas y tribulaciones de su tiempo con la Cruz y la Palabra que desarman

La templanza envuelve la astucia de los que saben que la calma es la virtud de los fuertes. Hasta la fecha León XIV ha denotado ser hombre tranquilo, arcano e inequívoco. La astucia y la santidad no se le antojan incompatibles. Un Papa que parece actuar como un rey a la vieja usanza; que sabe que su poder reside en hacer cumplir las leyes eternas, no en cambiarlas, en mantener el orden que se le encomendó, jamás en transgredirlo. En atender el sufrimiento de los hombres sin acoger sus principios mundanos.

El anterior León en el Vaticano (León XIII) tuvo una visión en la cual Satanás desafiaba a Dios asegurándole que iba a destruir la Iglesia desde dentro. Una visión mística a buen seguro conocida por el último miembro de la dinastía leonina. Nótese que de las poderosas maquinaciones del demonio se percató hasta un ateo degenerado como el Marqués de Sade cuando advirtió que podía “conseguir constantemente mediante sus seducciones corromper el rebaño destinado al Eterno”. 

Y he aquí una pregunta retórica : ¿a quién le confió Dios el rebaño? León XIV es consciente de que la situación de la Iglesia es crítica, como lo fue su ascendente leonino.

Tal como decía el jesuita Julio Lebreton, conocido el hijo de Dios ya “no necesitamos frecuentar otra escuela que la suya ni buscar otro maestro, que no sea Él… De Él recibiremos toda la verdad”. Parece ser el camino elegido por el arcano León XIV para restaurar la maltrecha unidad de la Iglesia. El que muchos se empeñaron en llamar “hombre de Francisco" se sabe ante todo sucesor de Pedro, servidor último de Dios. Consciente de la crisis que vive la Iglesia y del papel que le otorgó el Señor de la Historia. El último León en la encrucijada.

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