La verdadera tolerancia
Los límites del mal.

Al cardenal Louis-Édouard Pie (1815-1880) se debe uno de los textos clásicos para comprender el alcance lícito e ilícito de la tolerancia: 'La intolerancia doctrinal'.
Vivimos en un mundo donde, en nombre de la sacrosanta tolerancia, se promueve, al menos en apariencia, la aprobación de todo tipo de ideas, conductas y creencias. Pues nuestra progresista y pluralista sociedad ha hecho de la tolerancia su “valor” distintivo, olvidando que, dicho término significa soportar o sufrir algo que, aunque se reconoce como malo, se considera conveniente dejar sin castigo a fin de evitar males mayores.
De ahí que la verdadera tolerancia tenga como objetivo el bien común y nunca deba ser sinónimo de aprobación del error. Pues, como advirtiese el Papa León XIII, la propagación de las opiniones falsas y los vicios corrompe el espíritu y la moral pública a tal grado que ni siquiera se mantienen sagradas e inviolables las primeras verdades y los principios naturales. De ahí que afirmase: “Si la tolerancia daña al bien público o causa al Estado mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales circunstancias la tolerancia deja de ser un bien” (Libertas, 23).
De ahí que la Iglesia siempre haya procurado preservar el entendimiento del error. Pues, contrariamente a la creencia de que la verdad se defiende sola, la realidad es que, como afirmase Jaime Balmes: “Con la proclamación de una libertad de pensar ilimitada se ha concedido al entendimiento la impecabilidad; el error ha dejado de figurar entre las faltas de que puede el hombre hacerse culpable. Se ha olvidado que para querer es necesario conocer, y que, para querer bien, es indispensable conocer bien”.
Además, no debemos olvidar que el padre de las mentiras logra enmascarar el error con tan gran astucia que éste no solo desplaza a la verdad, sino que la obscurece hasta hacerla terriblemente desagradable al hombre. Dos emblemáticos ejemplos de esto los tenemos en San Juan Bautista y Santo Tomas Moro, quienes fueron ejecutados debido a que no aprobaron el divorcio de sus dirigentes, quienes no fueron capaces de tolerar que sus conductas pecaminosas fuesen condenadas como tales.
Actualmente, importantes representantes de la ONU han calificado la restricción del aborto como tortura, odio extremista y violencia de género contra las mujeres; en muchos lugares se prohíbe a los orfanatos “discriminar” a los “matrimonios homosexuales”; en algunos sitios se persigue la oración ante los abortorios, y en Escocia podría prohibirse rezar por la protección de la vida en el interior de las casas próximas a los centros de aborto; hay profesores que corren el riesgo de ser despedidos si rehúsan llamar a un hombre por el pronombre o nombre femenino de su elección y/o a una mujer por el pronombre o nombre masculino de su preferencia.
Como vemos, si algo no tolera la llamada tolerancia es la verdad.
Ya lo advirtió Chesterton: “La tolerancia moderna es en realidad una tiranía. Es una tiranía porque es silencio”. Y es silencio porque, precisamente en nombre de la tolerancia, hemos callado y transigido ante el error de ideologías que han ido extendiendo sus negras y perversas alas sobre nuestra sociedad. Así, en nombre de la tolerancia, hemos ido, casi sin darnos cuenta, aceptando conductas que, por dañinas, fueron reprobadas durante siglos por la mayor parte de la sociedad.
Como bien señalase Chesterton, la tolerancia es la virtud del hombre sin convicciones. De ahí que llamemos tolerancia a lo que en realidad es indulgencia ante todo tipo de conductas inmorales que envilecen y esclavizan al hombre dejándolo vulnerable ante perversas ideologías. Pues debido a nuestra inclinación a la concupiscencia, basta que nos abran un poco las puertas del pecado (las cuales el enemigo barniza con oro) para que nos apresuremos a entrar por sus anchas puertas.
De ahí que hoy en día se considere normal y por lo tanto moral:
- el que una pareja tenga relaciones antes de casarse, al grado que, son “raros” los novios que viven en castidad;
- el divorcio, que abre la puerta a nuevas relaciones sentimentales, se ha convertido en una conducta “familiar”;
- el aborto goza ya de tanta aceptación que casi nadie piensa factible prohibirlo en todas las circunstancias;
- la anticoncepción es lo “natural” y tener muchos hijos es signo de irresponsabilidad y estulticia, etc.
La tolerancia por todo tipo de conductas y pecados conduce, irremediablemente, a la decadencia moral de la sociedad. Pues donde la verdad no impera ni es defendida, el error es el que se impone. Y, como sabemos por Sodoma y Gomorra, pocos son los que, por la gracia de Dios, pueden vivir en medio de la iniquidad sin caer en ella. Pues, como afirmase el cardenal Louis -Édouard Pie: “No existe ningún daño, ninguna lesión en el orden intelectual que no tenga consecuencias funestas en el orden moral y aun en el orden material” (La intolerancia doctrinal).
Si bien la tolerancia es indispensable para mantener la armonía en una sociedad diversa, ésta no debe servir de excusa para difundir el error, ya que la tolerancia es para todas las personas, pero no para todas las ideas. “La doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no reside en la tolerancia de las opiniones erróneas, por sinceras que sean, ni en una indiferencia teórica o práctica ante el error o el vicio en que han caído nuestros hermanos o hermanas, sino en el celo por su perfeccionamiento intelectual y moral, no menos que en el celo por su bienestar material” (San Pío X, Notre charge apostolique, 22)
Por ello, como nos recuerda el cardenal Pie, la Iglesia “condena el error, pero sigue amando al hombre; al pecado lo denigra, pero al pecador lo persigue con su ternura, ambicionando volverlo mejor” (La intolerancia doctrinal).