Resucitó, ¡aleluya!

'La Resurrección de Cristo' de El Greco (c. 1597), Museo del Prado.
Con el Domingo de Resurrección comienza la Pascua, tiempo de gozo en el cual celebramos que Jesucristo (como lo declarase dogmáticamente, en el año 1215, el IV Concilio de Letrán) resucitó de entre los muertos y después de cuarenta días subió al cielo en cuerpo y alma.
La Pascua es, como lo señala Dom Guéranger, “la Fiesta de las fiestas, la Solemnidad de las solemnidades. Ciertamente, en el día de Pascua el género humano es levantado de su caída y entra en posesión de todo lo que había perdido por el pecado de Adán... En el día de la Pascua, Cristo es un vencedor que aniquila a la muerte, hija del pecado, y proclama la vida, la vida inmortal que nos ha conquistado... Así como por un hombre vino la muerte al mundo, nos dice el Apóstol, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos. Y así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados".
La Resurrección de Cristo es un hecho histórico relatado por diversos autores en las Escrituras. Mas también el reconocido historiador judío del siglo I Flavio Josefo afirma que Jesús fue crucificado por Pilato y que "quienes lo amaron perseveraron hasta el final, pues se les apareció vivo al tercer día" (Antigüedades XVIII, cap. III, 3).
Sin embargo, debido a su importancia y trascendencia, este hecho ha sido rechazado por los enemigos de Cristo desde que tuviese lugar tan extraordinario suceso. De ahí que los príncipes de los sacerdotes pagaran a los que habían guardado el sepulcro para que difundieran entre el pueblo la mentira de que, mientras ellos dormían, los discípulos de Cristo habían robado el cuerpo de su Maestro (Mt 28, 11-13). Mas, como señala San Agustín: “Si dormíais, ¿cómo sabéis que os robaron el cuerpo? Y si no dormíais, ¿cómo os lo dejasteis robar?” Además, a la muerte de Cristo, los apóstoles se dispersaron llenos de miedo y confusión manteniéndose lejos del sepulcro nuevo que José de Arimatea había dispuesto para que Jesús fuese enterrado.
A esto se suma que los príncipes de los sacerdotes y los fariseos pidieron a Pilato guardar el sepulcro hasta el día tercero, por lo que el sepulcro se hallaba sellado con una gran piedra que custodiaban los guardias (Mt 27, 62-66). Al respecto, el exégeta Cornelio a Lápide señala: “La Sabiduría Divina así lo dispuso, para que los judíos, después de la resurrección, no negaran el hecho y afirmaran que los Apóstoles, al robar el cuerpo, habían inventado audazmente la historia. Y por la misma razón Dios quiso que Su cuerpo fuera sepultado por aquellos, como José y Nicodemo, que eran dignos de crédito, y que fuera sellado y custodiado por los judíos, para que de esta manera Su Muerte y posterior Resurrección fueran claramente conocidas por todos”.
Asimismo, las Escrituras contienen varios aspectos que reafirman la resurrección de Cristo. Para empezar, los cuatro evangelistas narran la resurrección de manera muy diferente (lo cual elimina la teoría de que se hubiesen puesto de acuerdo). Además, los evangelios presentan a las mujeres como los primeros testigos de la resurrección a pesar de que, entre los judíos, el testimonio de una mujer carecía de valor.
También sabemos, por las Escrituras, que cuando Cristo se apareció por primera vez a sus discípulos, estos tenían las puertas cerradas por temor de los judíos y que Jesús les mostró sus manos, con las huellas de los clavos y la llaga en su costado (Jn 20, 19-20). Jesús se les presentó varias veces más e hizo muchas señales en presencia de sus discípulos (Jn 20, 30-31), quienes, después de esto, dedicaron su vida a dar testimonio de Cristo por cuya causa fueron martirizados.
Como explica San Juan Crisóstomo: “¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo? Y más si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos, lo cual constituye la mayor garantía de su veracidad. ¿Qué nos dice de ellos? Que, cuando Cristo fue apresado, unos huyeron y otro, el primero entre ellos, lo negó, a pesar de todos los milagros que habían presenciado. ¿Cómo se explica, pues, que aquellos que, mientras Cristo vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después, una vez muerto y sepultado, se enfrentaran al mundo entero, si no es por el hecho de su resurrección, que algunos niegan, y porque les habló y les infundió ánimos?”.
Otro valioso testigo de la Resurrección de Cristo es Pablo de Tarso, quien pasó de feroz perseguidor de los cristianos a ferviente testigo de Cristo después de que Jesús se le apareciese en el camino a Damasco (He 9, 1-9). San Pablo sostiene: "Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe. Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que reposan" (1 Cor 15, 17-20). San Pablo también narra que Cristo se apareció a más de quinientos seguidores (1 Cor 15, 6).
San Agustín nos dice que, “con su resurrección, nuestro Señor Jesucristo convirtió en glorioso el día que su muerte había hecho luctuoso... Si lloramos es sólo porque nos oprime el peso de nuestros pecados y si nos alegramos es porque nos ha justificado su gracia, pues fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Llorando lo primero y gozándonos de lo segundo, estamos llenos de alegría”.
Muchos de nosotros, como los apóstoles a la muerte de Cristo, vivimos, parafraseando a Pio XII, desorientados y temerosos, en un mundo trastornado y perturbador en el que el error, en sus formas casi innumerables, ha esclavizado las inteligencias de varios. La inmoralidad de toda clase ha llegado a tales grados de precocidad, de impudicia y de universalidad que la humanidad parece un cuerpo infecto y llagado, en el que la sangre circula con dificultad.
Sin embargo, la esperanza es virtud del cristiano, pues sabemos que Jesucristo ha vencido a la muerte y nos ha abierto las puertas a la vida eterna: “Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6, 40). Por ello, debemos luchar por acrecentar y restaurar la fe en Cristo con la confianza de que, a pesar del sufrimiento y, aun aparente derrota, la luz de la Verdad disipará la terrible oscuridad en la que se ve sumergida toda sociedad que da la espalda a Dios.
“Pasó la noche y con ella se acabó la angustia, se acabó el temor; desaparecieron las dudas; las tinieblas se iluminaron; ha vuelto la esperanza. De nuevo resplandece el sol. Se eleva un canto festivo: Resurrexit, alleluia” (Mensaje Pascual de Pio XII, 21 de abril de 1957).