La dictadura de los pobrecitos
Se pretende que la Iglesia transforme la moral para no traumatizar a nadie.

Jesús predicó la conversión del pecado, no la resignación ante él.
Vivimos tiempos convulsos en los que algunas espiritualidades, algunas formas de concebir la Iglesia e, incluso, algunos miembros de la jerarquía, en su afán por mostrarse cercanos y acogedores, acordes con el mundo y las ideologías modernas, han caído en una poderosa trampa: la dictadura de los pobrecitos. No se me interprete mal. No me refiero a los bienaventurados pobres de espíritu que proclama el Evangelio, esos que reconocen su miseria y confían en Dios y en la gracia santificante como fuerza para ser sal y luz verdaderas. Me refiero a la proliferación de un victimismo buenista e inclusivo que, disfrazado de espiritualidad, ha convertido la Iglesia en un centro de terapia emocional o un coladero donde todo es posible, donde el pecado ya no se combate, sino que se pasa sobre él como sobre ascuas encendidas.
“Dios me ama, 'ergo' el mundo debe cambiar para mí”
El nuevo fariseísmo no viene, como antaño, de los rígidos legalismos del “cumplo y miento”, sino de los que han hecho del “Dios me ama como soy” un escudo protector contra la conversión y la acción de la gracia. De los que han hecho de su yo su única vocación. Se repite sin cesar que Dios ama a cada uno tal como es —cosa cierta—, pero se omite lo más importante: que también nos llama a la conversión y una conversión radical. ¿Cuántos sermones hemos oído últimamente cuyo tema de fondo es un “tranquilo, Dios te quiere como eres, sin límites y sin condiciones” y no un desafiante “conviértete, cambia, ten fe, ve y no peques más”?
La nueva espiritualidad de los pobrecitos ha dado un giro revolucionario: ya no es el hombre quien debe adaptarse a los planes de Dios, sino que Dios —y la Iglesia, y la sociedad— deben adaptarse al hombre, con todos sus vicios y pecados. Si uno no puede o no quiere cambiar, la solución no es dejarse transformar por la gracia santificante, sino la autoafirmación: “Soy así y Dios me ama… Por lo tanto, todos deben aceptarlo y cambiar su mentalidad para que yo me sienta bien”. Puro narcisismo neurótico, profundamente estéril y, además, una sutil y eficacísima artimaña del Enemigo. Cuadra con ese concepto que el Papa Francisco define como “autorreferencial” pero en este caso aplicado a mi propio yo, yo soy el centro de todo y todo debe cambiar para mi estabilidad emocional.
La pregunta es: ¿quieres curarte?
Este fenómeno es tan absurdo que, si aplicáramos la lógica de los pobrecitos al Evangelio, veríamos a Jesús diciendo algo como: “¡Oh! ¡Qué triste que estés paralítico! No te preocupes, no te esfuerces en caminar si no quieres. De hecho, vamos a construir un mundo nuevo que valore la parálisis de forma inclusiva e igualitaria”.
Pero no. Jesús nunca actuó así. Él preguntaba: “¿Quieres curarte?” (Jn 5, 6). Su poder estaba a disposición de todos, pero la condición era clara: fe, audacia, cambio interior radical, conversión, asumir y abrazar la cruz. Su misericordia no era un edredón esponjoso que nos acoge en nuestra miseria mientras chapoteamos en ella, sino un fuego que purifica y transforma.
Sin embargo, la mentalidad actual invierte el proceso: en lugar de dejar que la gracia transforme al pecador, se pretende que la Iglesia transforme la moral para no traumatizar a nadie. Como si un médico, en vez de curar, declarara saludable cualquier enfermedad con tal de no herir sensibilidades, cosa que, por cierto, ya ha sucedido.
El narcisismo de la debilidad
Hay un buenismo perverso que desencadena un extraño culto a la debilidad que confunde humildad con victimismo. Pero la humildad no es llorar por uno mismo, sino, desde mi verdad, olvidarme de mí para darme a los demás. Sin embargo, la falsa humildad es, en el fondo, una forma de soberbia. Lobos disfrazados de cordero. La santidad no consiste en regodearse en lo débil que soy para imponer mi ley, sino en decir, como San Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10). O asumir que “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se perfecciona en tu debilidad” (2 Cor 12, 9).
No se puede estar todo el día “me siento así” o “me siento asá”. ¿Te has planteado por un instante cómo se sienten los demás? Seguro que todos nos hemos cruzado en la vida con personas así, e incluso nosotros mismos hemos funcionado o funcionamos así, a veces sin darnos mucha cuenta, cuando empezamos con el “mira todo lo que he hecho por ti y ¿así me lo pagas?” o reflexiones similares. Pero este no es para nada el camino de santidad que propone el Evangelio.
Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola… Tras su conversión ninguno de ellos habría encajado en la dictadura de los pobrecitos. Eran personas con heridas, sí, pero que no se regodeaban en ellas. Las entregaban a Dios, recibían su gracia y se lanzaban a la batalla. Hoy, sin embargo, nos dicen que la debilidad y el pecado son como una suerte de derecho que obliga a todos a ser tolerantes y comprensivos. Y pobrecito del que no lo sea. Pura y refinada ideología woke.
Con esta forma de pensar se justifican muchas cosas: ¿Cómo puede ser que nunca se haya negado una absolución? ¿Cómo un cardenal de la Iglesia católica hablando de la JMJ puede decir “Nosotros no queremos convertir a los jóvenes a Cristo ni a la Iglesia católica ni nada de eso, en absoluto” para luego tener que recular y dar explicaciones? ¿Cómo se puede, con bendiciones candongas, “ensalzar” el adulterio o cualquier otro tipo de relación carnal? ¿Cómo se puede lisonjear a políticos perversos e incluso masones por muy católicos que digan ser sin clamar por su conversión? Y mil más.
¿Esperanza? ¡Sí, pero realista!
El problema con esta dictadura del victimismo es que no da esperanza, sino consuelo barato y, además, conduce a la perdición personal y social. La única forma de crecer en humildad es, al modo de las bienaventuranzas, asumir las paradojas cristianas: “Si quieres ser más, hazte menos”, “si quieres vivir, muere a ti”, “si quieres ser el primero, sé el último”, “si quieres ganarlo todo, despréndete de todo”, “si quieres subir, abájate”, “si quieres ser fuerte, sé manso y débil”… La esperanza cristiana no puede ser anestesia egoísta, la paz del diablo, sino espíritu de mejora, llamada a la grandeza, ansia de santidad. No se trata de condenar a nadie, sino de decir la verdad: Dios te ama, pero te quiere santo. Muy relacionado con esto está lo que San Josemaría llamaba “la mística ojalatera”. Ojalá mi vida fuera otra, ojalá hubiera nacido en otros tiempos, ojalá mi trabajo o mis compañeros fueran otros, ojalá mi familia fuera otra, ojalá mi estatus social fuera otro, ojalá tuviera salud, ojalá la sociopolítica actual fuera otra o mi carácter fueran otro… ¡Pues no, no va a ser así y te fastidias con “j”! Dios te quiere donde estás, siendo la mejor versión de ti mismo, por eso te ha puesto aquí y no en otro “multiverso” inexistente. Si quieres cambiar el mundo empieza cambiando tú y así podrás transformar tu entorno para bien, con generosa donación y no con tus normas histriónicas para defenderte y garantizar tu seguridad neurótica generando un infierno. Abraza tu cruz y síguele. No se trata de resignación, sino de transformación salvífica. Cristo flagelado y crucificado, y después resucitado es la respuesta.
Por eso, hay que resistir a la tentación del “pobrecito de mí” y optar por el “todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13). No tengamos miedo a hablar de conversión con alegría, con ternura, pero sin rebajar el Evangelio.
La santidad no es para los superhéroes, sino para los humildes. Y ser humilde no significa recrearse en las heridas, sino dejar que Dios las cure en lugar de exigir que el mundo las celebre. Porque al final, el único pobrecito que merece ser proclamado es el que dice: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador” y deja que Él haga el milagro.
Todo esto de lo que venimos hablando se debe a muchos factores concurrentes: ideológicos, donde la realidad es algo que está en mi cabeza y no fuera de ella y los sentimientos mandan sobre la razón, sociales, culturales, políticos e incluso tecnológicos. Pero en la Iglesia sobre todo creo que se debe a tres: a miedo al rechazo, a una progresiva pérdida de fe en la gracia santificante, y a un desprecio de la exigencia y de la ascética clásica como entrenamiento en la virtud. Nos entrenamos para todo, menos para la santidad. Y éste es el negocio más importante que tenemos entre manos.
La conversión radical no se trata de un neopelagianismo, una suerte de esforzado voluntarismo que quiere alcanzar el Cielo a base de dar saltos. Sino todo lo contrario, se trata de orientar el barco de nuestra vida en la buena dirección y dejar que el Espíritu sople. Matar el amor propio de hambre. Morir a mi “yo”, poner humildemente nuestro ser en manos de Dios y abrir de par en par las velas del corazón al soplo del Espíritu, dirigiendo nuestra voluntad hacia el Bien y nuestra inteligencia hacia la Verdad. Habrá caídas, habrá errores, habrá pecado, pero acudiendo a las fuentes de la gracia seremos consolados y, sobre todo, restaurados.
"No todo el que dice: 'Señor, Señor' se salvará, sino el que hace la voluntad de mi Padre" (Mt 7, 21).