Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

La madre de todas las crisis

'Las siete virtudes', tabla de Francesco Pesellino (c. 1450).
'Las siete virtudes', de Francesco Pesellino (c. 1450), Museo de Arte de Birmingham (Alabama, EE.UU). Delante de la representación de cada virtud aparece un eximio representante de ella. Las tres virtudes teologales ocupan el centro y son flanqueadas por las virtudes cardinales. De izquierda a derecha: Prudencia (Solón), Justicia (Salomón), Fe (San Pedro), Caridad (San Juan Evangelista), Esperanza (Santiago el Mayor), Fortaleza (Sansón) y Templanza (Escipión el Africano).

por Josep Miró i Ardèvol

Opinión

C.S. Lewis publicó La abolición del hombre en 1943. Este libro, uno de los más valorados del siglo XX según National Review, recogía una serie de conferencias que tenían como común denominador las razones de por qué es dañina la actitud de desvincularse de la ley natural y cómo resulta imposible crear un nuevo sistema de valores.

Para Lewis, los principios de la razón práctica son inherentes a la naturaleza humana. Por tanto son universales. Es posible apreciar su presencia en las grandes corrientes culturales a lo largo de la historia, como la griega y la latina, la judía, la cristiana, la musulmana, la hindú y las culturas sínicas. Expresan los fundamentos últimos del obrar humano y presentan ese denominador común que calificamos de ley natural y al que Lewis bautiza como “Tao”.

Hoy este concepto, que los medios de comunicación llaman, normalmente en sentido peyorativo, “moral tradicional”, es menospreciado y considerado un enemigo del progreso. Sin saberlo, son genealogistas, esto es, nietzscheanos, porque Nietzsche decía que “la moral tradicional [la moral cristiana] es 'antinatural' pues presenta leyes que van en contra de las tendencias primordiales de la vida, es una moral de resentimiento contra los instintos y el mundo biológico y natural”.  De lo que deducía una  obsesión de la moral occidental por limitar el papel del cuerpo y la sexualidad. ¿Qué diría hoy de nuestra sociedad postcristiana y a la vez de un moralismo radical y asimétrico , como muestra el escarmiento del feminismo de la guerra de género con Rubiales y su beso?

Lewis señala una evidencia que hoy es una provocación. Afirma que el esfuerzo por proponer valores absolutamente nuevos para la humanidad tiene tantas posibilidades como postular que has descubierto  un nuevo color primario. En realidad, lo único que hacen las ideologías del poder es aislar y deformar algunos principios de la ley natural.

Bastantes años después, en 1981, un grande de la filosofía actual, Alasdair MacIntyre, publicó la primera edición de Tras la virtud, que puede leerse también como una constatación filosófica de que Lewis tenía razón. MacIntyre escribe: “La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden… Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones clave. Pero hemos perdido -en gran parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral”.

Es el fracaso de intentar regirnos al margen del marco de razón objetiva, en el que nuestras vidas alcanzaban sentido y trascendían en todos los órdenes. El motivo es que existía una razón superior a ellas mismas generadora de las razones fundamentales del vivir como horizonte de sentido, que ha sido progresivamente substituida por una razón instrumental, construida a partir de los respectivos subjetivismos, que por su propia lógica de subjetividad ha terminado siendo devorada por el mal de nuestro tiempo, el emotivismo. Ha establecido el principio de que lo humano solo se realiza por la satisfacción del deseo y la pasión sin restricciones de ningún tipo. A partir de ahí, todo tipo de razón , incluida la ilustrada, ha resultado marginada, kaput. El resultado es la sociedad actual. La sociedad desvinculada, la de las doctrinas woke y del feminismo de la guerra de género.

Lewis estructura toda su reflexión desde un hecho aparentemente menor: de un libro de aprendizaje de gramática que señala que predicar la belleza de un objeto no dice realmente nada sobre cómo es el objeto en cuestión, sino que es una mera manifestación de los propios sentimientos; del maestro, en este caso, que así se infiltra en la mente del niño y condiciona  su futura comprensión de la vida humana sin que ni él ni sus padres lo adviertan.

¿Dónde está el problema? Pues que cuando la educación deja de consistir en enseñar a los niños (tal y como postulaban pensadores como Platón, Aristóteles y San Agustín) a amar lo que es amable y a desaprobar lo que es reprobable en sí mismo en el sistema de valores objetivos, entonces los educadores procuran impregnar una nueva ideología. Como sucede ahora a manos llenas en la escuela. Cada uno, el poder normalmente, acaba decidiendo cuáles serán los nuevos valores que transmitirán a sus alumnos, valores que, por supuesto, no someten al mismo examen crítico al que sometieron a los valores tradicionales.

Porque la transmisión tradicional no era acrítica. Al contrario, la tradición estaba sometida a la doble crítica de sus propios miembros, y la de otras tradiciones rivales, como sucedió en el duro conflicto que estuvo a punto de liquidar la joven formación de Europa en el siglo XII, entre los partidarios de la teología  agustiniana y los averroístas, portadores de una determinada interpretación de la filosofía aristotélica.

El resultado final de la exclusión de la ley natural y la existencia de una razón objetiva es una sociedad y un poder cultural y político instalados en las crisis permanentes, que se acumulan sin solución alguna. Donde lo único que cambia es nuestra percepción sobre ellas , porque los efectos de la última nos hace olvidar a todas las demás, que se mantienen vivas y actuantes. Una sociedad en la que la cultura dominante y el poder resuelven los problemas creando  otros mayores, y tiene la pretensión de superar las contradicciones a base de abandonarse en ellas.

La “ley del sí es sí” es el ejemplo más caricaturesco, pero ni mucho menos es lo más grave. Es un sistema que vive instalado en la anomia porque sus instituciones proponen fines que ellas mismas se encargan de hacer imposible realizar, donde casi todo funciona mal o a destiempo. Que impulsa a la alienación por cualquier medio para soportar la vida cotidiana. Que se fundamenta en la polarización y el conflicto, pero no de clases -por las desigualdades económicas-, sino por el modo de vida. 

La cuestión última es si una sociedad, una cultura y un poder de este tipo pueden sostenerse a sí mismas.

Publicado en La Vanguardia.

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