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Jorge Freire, filósofo: «Si consagramos la vida a lo útil tendremos una gran sensación de vacío»

Jorge Freire ha escrito un libro centrado en la agitación del hombre de hoy.

Jorge Freire ha escrito un libro centrado en la agitación del hombre de hoy.Dani García / Revista Misión

Redacción REL
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El filósofo Jorge Freire, una figura emergente en el panorama intelectual español, reflexiona en una interesante entrevista con la revista Misión sobre una cuestión de gran trascendencia, pero apenas tratada: la sociedad de la inmediatez que está transformando por completo las vidas de las personas, también de los católicos. En sus argumentaciones durante la entrevista con esta revista católica y familiar de suscripción gratuita habla de la importancia del sosiego, de la renuncia y de la búsqueda de sentido. A continuación, y por su interés, reproducimos la entrevista de Freire con Misión.

- ¿Nos hemos vuelto adictos a la “inmediatez?

- Una de las ideas para escribir Agitación me vino leyendo un artículo que decía que la generación Z lo quería todo y lo quería ya. Esto que puede parecer muy seductor en realidad es terrorífico porque es un “hedonismo a corto plazo”, uno de los males de nuestro tiempo. El problema no es tanto que se cumplan tus deseos, sino pensar que es deseable que tus deseos se cumplan instantáneamente. Lo cual no significa que tengamos que deleitarnos en la renuncia, pero la educación del carácter consiste en aprender a renunciar.

- Esta idea es bastante impopular hoy.

- Siento ser aguafiestas, pero no es posible satisfacer todas las voliciones de forma instantánea. Flaco favor hacemos a los adolescentes si les hacemos creer esto. Los dichosos smartphones contribuyen a esta mentira.

- ¿Qué hay de bueno en la renuncia?

- La renuncia no es buena per se. Pero si tú te dominas, si te gobiernas, eres la persona más poderosa. Mucho más importante que gobernar a los demás o a un país es gobernarte a ti mismo. Y esto en el fondo es la templanza. El filósofo George Santayana decía que la libertad no era anarquía, sino autogobierno. Por eso yo defiendo que, en vez de tratar de cumplir todos los deseos, seamos capaces de gobernarnos a nosotros mismos.

- ¿Qué hay detrás de esta actitud de querer hacer muchas cosas, aunque no sean significativas?

- Huir de nosotros mismos por el ansia de no estar a solas. Hace cuatro siglos, Pascal dijo que la fuente de nuestras insatisfacciones surge de nuestra incapacidad de estar solos, quietecitos y calladitos en una habitación cerrada.

- ¿Hacer muchas cosas es malo?

- No. Lo que pasa es que hacer cosas muchas veces es lo contrario de hacer algo significativo. Propongo que hagamos menos cosas, pero que sean significativas.

- ¿Necesitamos aburrirnos?

- El aburrimiento es casi siempre la fuente de la lucidez, decía Walter Benjamin. El aburrimiento es condición sine qua non para la sabiduría, porque si tú no te detienes, si tú no estás a solas con tus pensamientos, nunca vas a poder reflexionar.

- ¿Tenemos también temor al tiempo?

- Sin duda tenemos una mala relación con el tiempo y muchas de nuestras preocupaciones tienen que ver con nuestra incapacidad de hacer las paces con el tiempo. Los latinos decían que la dicha estaba en el hic et nunc, el aquí y el ahora. La dicha nunca puede estar ni en el pasado ni en el futuro. Hay que vivir enraizados en el pasado, pero no anclados por él, al igual que hay que evitar anclarse en el futuro, que es lo que nos pasa hoy. Hoy vivimos en una época en la que hacemos oídos sordos al presente porque vivimos atemorizados por un futuro que nunca llega.

- ¿Qué papel juega la pérdida de la trascendencia?

- Tiene mucho que ver. A veces esta pérdida no es una elección personal, sino que hay una tendencia cultural que nos hace orillar la trascendencia, entre otras cosas porque se nos ha persuadido de que nuestra naturaleza es diferente a la que es. Una persona entre otras cosas es trascendente y eso es lo que muchas veces se nos va vedando cuando se reduce al individuo a un sujeto que compra y consume, y que está unido al yugo de los valores dominantes.

- ¿Falta también propósito vital?

- Si se consagra la vida a lo útil, que es a lo que además se nos conmina, podemos tener una casa bonita o un sueldazo y, sin embargo, una gran sensación de vacío. Toda persona tiene que tener una misión y una vocación. Si no, al final de sus días sentirá que le falta algo. Nadie en su lecho de muerte echa de menos haber echado más horas en la oficina. Pero sí puede echar de menos no haberse consagrado al sentido de su existencia. El consejo más perentorio es el de encontrar el sentido de nuestra existencia. El resto es secundario.

- Se presume de libertad, pero hoy muchas personas son “fotocopias”.

- El mundo se ha homogeneizado de una manera inaudita y hoy sólo hay una gran cultura, que es esa cultura de la agitación en la que todo el mundo hace lo mismo. Es muy difícil encontrar culturas que se sustraigan a esta homologación, donde dominan el consumismo y la inmediatez que lo asolan todo.

- ¿Y la superficialidad?

- Es otro factor importante. Un amigo profesor ha hecho una prueba con sus alumnos. Les pregunta cuánto tiempo están viendo reels de Instagram y les pide que digan uno solo de esos vídeos que vieron la tarde anterior y son incapaces de hacerlo. Nunca es significativo lo que están viendo. Esa es la imagen de la superficialidad. Pasan las horas moviendo el dedito y nada les ha dejado huella. Leer a Dostoievski, sin duda, te va a suponer más esfuerzo, pero siempre va a valer la pena. Una forma de atajar la superficialidad es exigirnos más.

- ¿Nos dominan nuestros instintos?

- No se trata de actuar como si fuéramos robots frente a nuestras inclinaciones, sino que debemos conseguir educar noblemente nuestros instintos y exponer esas inclinaciones a lo bueno, lo bello y lo justo. Tan importante como consagrar nuestra tarea profesional, algo elevado es consagrar los ratos de ocio a cosas que sean nobles. Por ejemplo, exponer a los niños a la belleza, que desde pequeños frecuenten los museos, aunque en ese momento no lo entiendan.

- Tenemos de todo, pero aun así somos una sociedad insatisfecha.

- El error ha sido pensar que supliendo las necesidades materiales se iba a contentar a una sociedad que en esencia es postmaterial, y olvidar que muchos de nuestros sinsabores no tienen una índole material.

- ¿Cuál es la explicación a esto?

- El destejimiento del lazo comunitario. Progresivamente, nos hemos ido convirtiendo en pequeñas islas. Podemos tener cubiertas nuestras necesidades materiales y, al mismo tiempo, sentimos que nos falta lo más importante. Los adolescentes han nacido sin las privaciones de aquellos que vivieron la posguerra y, sin embargo, sufren unas carencias afectivas que no tienen las generaciones precedentes. Como dice el Evanglio: “no solo de pan vive el hombre”.

- ¿Qué antídoto propone?

- Hay que dar la cara y no resguardarnos detrás de un burladero virtual. Volver a vernos y a encontrarnos en las plazas, en los bares o en aquellos lugares que han desaparecido porque nos hemos recluido en el pináculo de la torre de marfil y nos hemos enchiquerado en nuestras casas. Tenemos que volver a mirar a los ojos al otro.

- ¿Y volver a prestar atención a las cosas pequeñas?

- Las cosas pequeñas tienen un gran sentido. No significan algo menor. Es preguntar a la vecina de descansillo cómo se llama. Eso es importante.

- ¿Los católicos que pueden aportar?

- Lo importante del católico no es tanto lo que hace, que por supuesto es importante, sino cómo lo hace. Hoy acogemos a manos llenas la chatarra de ultramar, como la cultura woke, una corriente de índole calvinista innegable, que lo que hace es proscribir el perdón.

- ¿Por qué es tan importante?

- Porque el perdón es el puntal sobre el que se cimenta la cultura católica y, por tanto, la base de nuestra cultura. Si hablamos del ethos católico, seguimos siendo un país predominantemente católico, pues en un país católico no hay individuos, hay personas. Y viendo la forma en que tratamos a los demás se demuestra que todavía somos católicos.

- Para acabar. ¿Se puede salir de esta rueda de hámster?

- Por supuesto. El mayor gesto de desacato es detenernos, pararnos a pensar y mostrar la sencilla insinuación de no vernos obligados a hacer cosas constantemente.

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