En el Cenáculo con el Dr. Polo Benito
Publicado en Blanco y Negro, el 3 de mayo de 1936

El Cenáculo en el monte Sion de Jerusalén, foto de Luigi Fiorillo (1875).
EL NUEVO SANTUARIO FRANCISCANO DE MONTE SIÓN, JUNTO AL CENÁCULO, EN JERUSALÉN
Si en Jerusalén no quedara más que una piedra, en esa piedra deberían hallarse esculpidos los nombres de España y de sus reyes, ha dicho un escritor italiano. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios, dijo Menéndez y Pelayo, haciendo análisis y valoración de las gloriosas gestas, de las influencias profundas de que antaño gozó el nuestro en tierras palestinianas y de las que todavía restan algún que otro prestigio harto necesitado de avivación y fortalecimiento.
Constante preocupación española la reconquista espiritual y material de Tierra Santa, la frase del patriarca de Jerusalén, el famoso Gelmírez, arzobispo compostelano, ad hoc Deus suum negotium nobis reservavit explendum (para esta empresa nos designa Dios), resuena como el eco de una voz providencial en los oídos y en el alma de políticos y gobernantes.
El propio Colón, cuando arrodillado a los pies de los Reyes Católicos, les ofrecía las fantásticas y atrayentes riquezas de un Nuevo Mundo, lo hacía pensando en que sirvieran para rescate del sepulcro del Salvador; a lo cual, los magnánimos monarcas respondieron con plácida y leve sonrisa, diciéndole que sin esto también tenían aquella ansía. Años más tarde solicitaba Cisneros la formación de una liga entre Castilla, Aragón, Portugal e Inglaterra, habiendo aprobado el rey portugués los proyectos del inmortal franciscano con estas palabras: Yo juntaré muy gustosamente mis fuerzas con las del rey don Fernando, en la
confianza de que Dios bendecirá nuestras armas y que oirá nuestros deseos de tan grande arzobispo, para que los reyes cristianos logren, después de la victoria, recibir de vuestras manos el cuerpo y la sangre de Jesucristo sobre la misma ara del Santo Sepulcro.
A imitación del ínclito cardenal de Toledo, puso por obra Carlos V, reiteradamente, dar cima al pensamiento. Bendijo estos planes el papa Adriano VI en su bula Dum in nostrae y el emperador convocó de propósito unas cortes en Valladolid, en las que anunció a los representantes de la nación su intento de rescatar la Tierra Santa del dominio turco y lo hubiera, sin duda, ejecutado de no haberlo estorbado Francia, a la que valientemente acusa el emperador “de impedir con sus actos que la cristiandad emplee sus fuerzas en derrotar al turco y cobrar de su poder aquella tierra bendita que tiene ocupada.
Último argumento de tan grande amor al país de Jesús fue la reconstrucción del Santo Sepulcro, ya con proyecto y presupuesto en regla, poco tiempo antes de dejar cetro y corona en manos de su hijo Felipe II, el cual dio buen comienzo y feliz remate a las obras, inaugurando con ellas una etapa de religiosidad palestiniana y de política universalista, de la que es señaladísima etapa cabalmente, la que ahora hace al caso: las insistentes gestiones y cuantiosos ofrecimientos que el soberano hizo a los turcos para comprar, sin poner tasa al precio de venta el sagrado Cenáculo, del que habían sido inicuamente lanzados e injustamente desposeídos los frailes franciscanos en el año de 1551, a pretexto de unos derechos, todavía sin acreditar, por parte de los musulmanes y judíos, sobre el sepulcro de David, que según voz popular, mañosamente coreada por santones y rabinos, estaba enterrado en una de las salas del Cenáculo.
Posteriormente a la fecha mencionada, historiadores y arqueólogos han demostrado lo falso y lo burdo de la superchería, cuya paternidad se atribuye a un israelita: al viajero Benjamín de Tudela, que en el siglo XIII empezó a divulgarla por mezquitas y sinagogas. Pero valida y corriente en aquel entonces, sirvió de motivo más que sobrado para la expulsión, alegando ante el sultán, mahometanos y judíos, que hallándose profanado por los infieles el sepulcro del glorioso profeta, era forzoso que estos lo abandonaran para siempre y que entrasen en su posesión los dueños legítimos. Veintiocho años duró la contienda, de 1323 a 1551. A raíz del primer decreto que promulgó Solimán II, las gestiones del embajador francés lograron mitigar un tanto el rigor de la dura ley y los religiosos pudieron conservar una parte del convento que daba al Cenáculo y fue transformada en oratorio; pero no satisfecho el fanatismo musulmán que hábilmente atizaban los hebreos, con la solución, los motines y algaradas que a cuenta de esto se promovían amedrantaron al sultán, quien sin hacer caso a las quejas y reclamaciones de las embajadas de Francia y España, dio nuevo decreto en 2 de junio de 1551, ordenando a rajatabla que se expulsara a los religiosos del convento de monte Sion, y no se les consintiese entrada ni ejercicio de culto en las casas del Cenáculo.
Poco más de dos siglos, por consiguiente, estuvo en poder de la orden franciscana, que es decir la Iglesia, en cuyo nombre evangelizaban los hijos de Asís, este lugar que por el más sagrado del mundo tienen y venera la cristiandad. En él instituyó Jesucristo el sacramento de la eucaristía horas antes de su pasión y muerte, allí se les apareció ya resucitado a los apóstoles, allí también se hizo el gran milagro de Pentecostés; fue el Cenáculo la primera Iglesia y es todavía la madre de todas, a su sombra pasó la Santísima Virgen los postreros años de su vida mortal y de allí, finalmente, salieron en cruzada de misión a predicar la “buena nueva”.

"En este local, cuya autenticidad está perfectamente probada, instituyó Nuestro Señor Jesucristo el sacramento de la eucaristía".
Tan solo desde el año 1831 y eso por especialísima concesión, ha vuelto a resonar la voz del cristianismo contadas veces. Los peregrinos que van a visitarlo, tienen que pagar cinco piastras por entrada. No se permite orar de rodillas, ni en voz baja, ni permanece más de unos minutos. Cien ojos están de centinela a las puertas y solo un copioso bajxis ciega con su brillo la codicia de los porteros.
¿Se comprende ya el esfuerzo ardoroso y constante que han desplegado las naciones cristianas y aun muchas que oficialmente no lo son, para poner fin, en justicia y derecho, a este estado de cosas? Una reina española, doña Sancha de Aragón, la mujer tal vez que más ha amado y favorecido a los franciscanos, en frase del ilustre P. Eiján, compró en 35.000 ducados al sultán de Egipto, Naser Mohammed, “todo el terreno ocupado por las ruinas del santuario de Sion y de su monasterio, entregándolo luego a la Santa Sede, a condición de que los frailes menores debían ser a perpetuidad sus guardianes. El papa Clemente VI aceptó esta condición por la bula Nuper carissimi, fechada en Aviñón el 21 de noviembre de 1342. Entonces los franciscanos reconstruyeron la sala del Cenáculo, así como se halla hoy día. Poco duradera fue la posesión pacífica, pues rapacidad y violencia, haciendo de las suyas, invadieron aquel santo lugar. La enérgica protesta y la actitud del rey Enrique IV logró en 1468 que los frailes volviesen al Cenáculo. Nueva arremetida de los turcos, nuevas reclamaciones de los países cristianos, especialmente de Francia y de España, y un siglo después el acuerdo de expulsión definitiva. Ya se aludió antes a las generosas actuaciones y proyectos de Carlos V y Felipe II, y a no impedirlo los obligados límites de un artículo periodístico, podríamos añadir las que más tarde hubieron de realizarse en igual sentido por doña Isabel II, don Alfonso XII y de manera singularmente destacada por su hijo Alfonso XIII. El duque de Terranova, cónsul general de Palestina durante el agitadísimo periodo de la guerra europea, podría suministrar informes valiosísimos en este punto. Pero, valga, ante todo, la verdad: no ha sido la monarquía la exclusiva defensora de estos derechos ni tampoco el único gobierno que procuró mantener en Tierra Santa el prestigio nacional, ganando a fuerza de amor y generosidad. Cuando en días de la Primera República se pretendía despojar a los franciscanos de la Custodia de Jerusalén, con admirable energía y tesón salió Castelar a su defensa, consignando en el decreto de 9 de marzo de 1879 como fundamento de sus disposiciones, los títulos del protectorado de España sobre los Santos Lugares, añadiendo que el Gobierno de la República “no había de ser indiferente a una institución nacida de la piedad nacional y procuraría que los fondos que se dirigieran a aquellas apartadas regiones se invirtieran con el menor quebranto posible”. Análoga posición se ha adoptado, hasta ahora cuando menos, la Segunda República. Subsiste la Obra Pía: mermada y reducida, es verdad, por los regateos laicistas, pero sin haber vuelto por completo las espaldas a la exigencia de los postulados que emanan del imperativo histórico. Palestina, conviene no olvidarlo, es cuna del cristianismo y esto basta para los ojos y corazones de Estados y pueblos proyecten, hacia aquella región santificada por Jesucristo, afectos y corazones; pero es, además, una de las zonas más propicias del mundo para recoger e irradiar, en flujo y reflujo de razas y religiones que allí tienen su sede, influencias políticas y sociales de carácter internacional.
Otros países, ya quedó enunciado, trataron de rivalizar con el nuestro en interés y munificencia para conseguir el rescate y liberación del Cenáculo. Italia en primera línea. Desde los tiempos de Roberto de Anjou, marido de doña Sancha. Nunca creció la hierba en el camino de Roma a Jerusalén, pues sacerdotes y políticos lo hollaron sin descanso y promovieron peregrinaciones, abrieron escuelas, fomentaron el cultivo del idioma que es, actualmente, el oficial de la Custodia franciscana, no omitieron, en fin, trabajo por costoso que pareciera, con tal de arraigar primeramente influencia religiosa, y de añadidura prestigio del nombre nacional. Una de las últimas gestiones en orden al anhelo reconquistador hubo de efectuarse con ocasión del tratado de paz de la guerra europea. El Gobierno italiano reclamaba de las naciones victoriosas la restitución del Cenáculo. Se designó la consabida comisión para el examen de la propuesta, pero Inglaterra que la presidía no ha contestado a estas horas. Alemania también, a pesar del protestantismo oficial del Estado cooperó eficazmente al mismo deseo. El propio Guillermo II adquirió a su costa terrenos próximos al Cenáculo, dentro, quizá, del área de la primitiva basílica, de los que hizo generosa entrega a los católicos alemanes, los cuales a su vez construyeron el magnífico templo de la Dormición de la Virgen tan contiguo y lindero al Cenáculo que se diría posición de estrategia.
Los franciscanos, por su parte, a la par que mantenían vivo y centelleante el fuego de la reconquista, desde su convento de San Salvador, en sus escuelas y santuarios de Palestina, en todos los millares de monasterios del orbe católico, jamás dejaron de enardecer el sentimiento popular de protesta. Libros, periódicos, congresos y misiones rogaban fervorosos al cielo, acudían solícitos a los magnates de la tierra. ¡Era la más cruel amargura de estos heroicos cruzados presenciar a diario las profanaciones del lugar santo por excelencia! Jamás cedió un punto su tenacidad. Ni los agravios y menosprecios, ni siquiera la sangre de hermanos que por la noble causa vertieron, arredraba y detenía su celo. Defensores y guardianes del relicario de la cristiandad, la más valiosa de las reliquias, se hallaba en manos enemigas y había que luchar sin tregua ni descanso hasta recobrarla. ¡Malos tiempos los presentes para estas lides de pura espiritualidad! Dentro de los muros de Sion, el judaísmo boyante y andando en triunfo: soliviantados los árabes con el afán nacionalista por ideal y programa; la potencia mandataria luterana y antieucarística por consiguiente. Fuera de casa rencor de clases y vísperas de guerras. Las cancillerías de Europa no tenían tiempo de ocuparse de la que en términos diplomáticos se llamaba “ardua cuestión del Cenáculo”.
Pero, afortunadamente, la libertad no es palabra sin sentido en Palestina. Allí las religiones, por diferentes y contrarias que sean, conviven de ordinario en paz. Al ciudadano, aunque sea fraile se le respetan sus derechos. Con estas garantías y la gracia de Dios por delante, los franciscanos han llegado al principio del fin.
El día 26 del pasado mes de marzo se inauguró con toda solemnidad el santuario y convento del monte Sion, junto al Cenáculo. Ya ocupan de nuevo el solar de la eucaristía. Pocos metros más allá está la mansión sagrada que vio a Jesucristo convertir, por milagro de amor inefable, el pan de trigo en su cuerpo y el vino de vid en su sangre.
No olviden nuestros lectores la fecha que acabamos de escribir. Por ventura señala el principio de una era en el franciscanismo palestiniano y en la acción cristiana universal. Buena prueba de lo trascendental del acto fue la asistencia del delegado apostólico monseñor Nutti, que vino expresamente de El Cairo para presidir la ceremonia de inauguración. Predicó el patriarca de Jerusalén, monseñor Luis Barlassina, y asistieron, juntamente con el señor obispo auxiliar y un prelado benedictino alemán, el custodio, padre Nazareno Jacopozzi, el discretorio y todos los religiosos y elementos representativos de la ciudad santa. Dos frailes españoles, el padre Francisco Roque Martínez, procurador de la Custodia, y el padre Jainse, han tenido parte principalísima en la magna obra. Iniciativa y proyecto de la Custodia; las dificultades que forzosamente habrían de sobrevenir hasta su realización, requerían de un cerebro y un corazón como el del adre procurador. Nacido en Navarra, que es decir dos veces español, lleva más de treinta años ausente de la patria nativa y quizá la dilatada ausencia depuró y acrecentó el patriotismo. La vida del padre Roque, como allí le llaman familiarmente cristianos árabes, cismáticos y judíos, está consagrada a cuatro amores: la Iglesia, la orden franciscana, España y Palestina. Su laboriosidad y competencia, de antiguo acreditadas en Alejandría, le dieron más ancho campo cuando fue elegido para el importante cargo administrativo, ganaron relieve las excavaciones, descubrimientos y reconstrucciones efectuadas en Belén, en Cafarnaúm, en el monte Nebo de la Transjordania. Las obras ahora realizadas para el convento y la iglesia junto al Cenáculo, constituyen, a nuestro parecer, la corona y premio de sus actividades religiosas y patrióticas.

La Hormiga de Oro de Barcelona dio noticia, el 31 de diciembre de 1931, del nombramiento del padre Roque como procurador general de Tierra Santa.
Otro español, el padre Jaime Llull ha sido -nos dicen- el trazista, arquitecto y ejecutor. No podía ser otro. Durante los trabajos que recientemente se han practicado para localizar en Transjordania la basílica de Moisés en el monte Nebo, los planos y los dibujos del P. Jaime ayudaron de modo eficacísimo la labor. Temperamento auténtico de artista, en la traza y estilo del templo junto al Cenáculo, ha logrado enlazar modernidad y clasicismo, fundiendo también con acertado sentido de construcción los elementos de la arquitectura oriental y occidental.
España en Tierra Santa, decíamos en la cabecera de esta crónica y ya se ve después de su lectura, que no es inadecuado el epígrafe, pues con solo recordar que una reina española rescató lo mejor de ella a dinero y amor en el siglo XIII y dos frailes, españoles también, acometieron de igual reconquista en el siglo XX, secundando planes y directivas de la alta Custodia, sin más armas que su religiosidad y patriotismo, queda justificada la verdad del título.
Publicado en Blanco y Negro, el 3 de mayo de 1936.

En la actualidad, en el Cenáculo, solo hay un signo eucarístico casi imperceptible: el capitel de una columna con un pelícano alimentando de su propio pecho a sus crías.
En este Jueves Santo solo este breve último aporte al artículo del beato José Polo Benito.
El Cenáculo es un lugar simple pero extraordinario. No hay sillas, altar para la misa o siquiera una cruz. La oración discreta, la lectura del Evangelio y la imaginación permiten al peregrino revivir lo que aquí pasó. Solo hay un signo eucarístico casi imperceptible: el capitel de una columna. Tiene grabado un pelícano alimentando de su propio pecho a sus crías. Es un símbolo de Cristo que en su sacrificio se nos da él mismo como alimento, como lo había prometido en la última cena: Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros (Lc 22,19). Este capitel fue preservado por los musulmanes al desconocer su significado y por tratarse de figuras de animales.
En la actualidad no es posible el culto en el Cenáculo. San Juan Pablo II y el papa Francisco gozaron del privilegio, en 500 años, de celebrar la santa misa en esta sala, el 23 de marzo de 2000 y el 26 de mayo de 2014, respectivamente. Cuando Benedicto XVI viajó a Tierra Santa el 12 de mayo de 2009, rezó allí el Regina Coeli junto con los ordinarios del país