Semana Santa con José Polo Benito
Meditaciones y artículos del deán mártir de la Primada para estos días

Ostensión de 1933. Varios obispos muestran la síndone a la multitud en la escalinata de la Catedral de Turín.
DELANTE DEL SUDARIO DE JESUCRISTO EN TURÍN
Da fin en estos días [artículo publicado en El Castellano, el 24 de octubre de 1933] la pública exposición de la adorada y preciosa reliquia que, ofrecida durante algunos días del pasado y del corriente mes, a la veneración de los fieles, ha congregado millares y millares de personas en torno a la augusta capilla, que, erigida para tan alto propósito, costeó la Real Casa de Saboya en la antigua capital de Italia.
Los argumentos en pro de la autenticidad de la gran reliquia, no han sido refutados, a pesar de las arremetidas que so capa de crítica histórica trataron de acabar con la creencia y sus fundamentos. Por primera vez se habla del santo sudario, en Occidente, a raíz de la conquista de Constantinopla por los cruzados, en 10 de julio 1203. La emperatriz Pulqueria había construido en Bizancio (399-453) una iglesia: Santa María de las Blanquernas, para la custodia y homenaje a las sagradas reliquias que heredó de su antecesora Eudosia, y esta a su vez de la familia de santa Elena, la cual personalmente las recogió en Jerusalén.
Desde aquella época a la actual, los historiadores precisan y documentan los lugares que el santo sudario hubo de recorrer para librarlo de rapiñas y profanaciones en aquellos siglos de persecución y guerra, así como fijan también el nombre de las personas que la defendieron y custodiaron. De la familia Charny, que por muchos años fue depositaria fidelísima del rico tesoro, pasó a manos del duque Luis de Saboya y Ana de Lusignan, su esposa, hija de Juan II, rey de Chipre, en 22 de mayo de 1425. Transcurre más de un siglo, lleno de peripecias y contrariedades, la más desgraciada, el incendio que en 1532 sufrió la santa reliquia, y del que milagrosamente salió casi indemne, hasta que Carlos III, obligado a abandonar las tierras de Saboya porque Ginebra le sustraía a su autoridad, tuvo que trasladarla a Turín. Todavía salió más de una vez de la ciudad del Piamonte, pero al cabo de algún tiempo, guardada en magnífica urna en la Catedral de San Juan y construida más tarde la capilla, halló definitiva instalación y segura custodia y devoción constante.

Estampa recordatorio de la ostensión de 1931
Un análisis minucioso de las diversas figuras que en el lienzo pueden verse, da por resultado que no se trata de obra manual. Ni grabado ni pintura. Es la imprenta natural o milagrosa de un cuerpo humano; es como una perfecta negativa fotográfica. A lo largo de la tela se extiende impresa una doble figura humana; los relieves del cuerpo resaltan sobre el fondo marcados en tinta oscura. La inversión fotográfica, es bien sabido, da a los relieves aquellos tonos proporcionalmente claros que debe de ofrecer un cuerpo humano normalmente iluminado, mientras que por el contrario, queda en tinta oscura el fondo claro del lienzo.
Cuando a la caída de la tarde del pasado día 5, llegamos a Turín un centenar de españoles cruzados del patronato “Pro Jerusalén”, ninguna hospedería y se habían improvisado muchas, tenía vacante. Millares de peregrinos de Francia, Alemania e Italia poblaban las calles. Por fortuna el problema de alojamiento lo teníamos de antemano resuelto en agradables condiciones, pero quedaba otro más difícil y más penoso, desde luego para nosotros. Desde la una y media de la madrugada, empezaban las misas en el altar del santo sudario y todas las horas estaban ya ofrecidas. A las dos daba principio el gran día de los enfermos y solo a los dolientes se concedía la gracia de acercarse a la reliquia. No habrá que ponderar lo triste de la situación. El comité directivo que no sabía a punto fijo cuál sería nuestra permanencia en Turín, había señalado hora para los españoles al día siguiente. La benevolencia italiana estimulada por gestiones de nuestro excelentísimo presidente, el obispo de Aretusa, allanó la dificultad. Fervorosa comunión y misa inolvidable aquella del 6 de octubre delante del santo sudario.
Como en el Santo Sepulcro de Jerusalén, mi palabra sacerdotal, temblorosa, sollozante, vencida por la emoción, no acertaba con el enlace de ideas, dolor de alma acongojada ante las señales de la pasión de nuestro Dios y Señor, contrición del pecado que hizo tales estragos en el bendito cuerpo; recuerdo de nuestros parientes lejanos, de nuestros amigos, de nuestra patria… La voz desgarrada de los peregrinos entonaba el canto español de penitencia: “¡Perdón, oh Dios mío!”
Resonante todavía el eco de la devoción española, otro bien distinto llenó el ámbito de la capilla. Suspiros de dolor físicos, ayes de enfermedad mortal. En camillas, en sillones, en carritos iban entrando los desgraciados que venían en busca de la salud. Hombres, mujeres y niños. Con todas las especies del mal, con todas las manifestaciones del sufrimiento. ¿Cuántos eran? Uno de los nuestros iba contando. Ya llegan a 500, me decía y aún estaba cuajada la gran plaza de la catedral y las gradas y el pórtico. Luego supimos que habían acudido 1.752 enfermos.
Como el leproso del Evangelio, la voz doliente y conmovida imploraba angustiosa: - ¡Señor, tú puedes curarnos! Haz que vea, decían los ciegos. Haz que oiga, exclamaban los sordos. Un sacerdote desde el púlpito iniciaba las súplicas y con acento entrecortado respondían los enfermos: ¡Una sola palabra tuya y quedaré sano! Santificación de los padecimientos, acrecentamiento de la fe, reavivación de la esperanza, aquella hora de Turín delante del santo sudario y frente al dolor humano se grabó con buril de fuego en el alma de los peregrinos.

El rostro de Cristo en la Sábana Santa