Religión en Libertad

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IX. ¡MILAGRO! ¡MILAGRO!

Al volverse a encontrar con el hermano claretiano que le había precedido en el banquillo, le preguntó éste cómo le había ido. El Hno. Jaime Hilario le contestó con pasmosa tranquilidad que le habían condenado a muerte. Permaneció luego sonriente y con una serenidad envidiable que dejó estupefacto al buen religioso del Corazón de María.

Tal era su virtud, añade otro testigo, que al serle comunicada la sentencia de muerte por el Tribunal Popular, no sólo no se inmutó, sino que manifestó anhelo de dar su sangre por Cristo, preguntando con ansiedad si le ejecutarían pronto, como temeroso de perder la palma.

Tres días después, el 18 de enero de 1937, a las tres de la tarde, condujeron al Hno. Jaime Hilario junto al cementerio, en el lugar llamado La Oliva.

El pelotón que le iba a ejecutar se colocó más abajo, en un pinar, a unos cuatro metros. El condenado, de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos fijos en el cielo, en actitud extática, gritó:

- ¡Amigos míos, morir por Cristo, es vivir!

De repente se oyó una orden seca, que dijo:

- ¡Fuego!

Una detonación de conjunto desgarró el aire y el eco la fue repitiendo. El hermano seguía pálido pero sonriente. No le había tocado ninguna bala. Los diez hombres que formaban el piquete seguían apuntando. El hermano los miraba plácidamente.

Nervioso, el jefe repitió:

- ¡Fuego!

Se oyó nueva descarga. La víctima continuó de pie, ligeramente herido en un brazo, y fijos sus ojos de cordero inocente sobre sus asesinos.

Los milicianos, amedrentados, tiraron las armas y echaron a huir gritando:

- ¡Milagro! ¡Milagro!

El jefe de la banda, desconcertado, se aproximó al hermano, le insultó groseramente y descargó sobre él, a quemarropa; temblando de miedo o de rabia, erró el tiro una, dos, tres veces, sin tocarle. Siguió disparándole hasta que, muy lentamente, cayó inanimado en tierra.

Un moro que presenció la ejecución dijo, indignado, en su lenguaje de infinitivos:

- Esto no ser un fusilamiento y sí un asesinato. Yo ser moro y el fraile cristiano; pero reconozco que él ser un gran valiente y los que le fusilaron unos cobardes. El hombre estar derecho y de cara al piquete, muy sereno y rezando, sin hacer ningún movimiento...

X. VENGANZA DE MÁRTIR

Mientras se desarrollaba tan horrible al par que sublime escena, el abogado señor Montañés, ignorándola, no perdía un minuto para conseguir que no se fusilara al hermano. El día 18 regresaba de Barcelona, a donde había ido a solicitar el indulto de la Generalidad. Se encontró en el mismo tren con el letrado señor Masó que le había condenado a muerte. Tras breves palabras de difícil saludo, dijo el presidente al abogado:

- Hoy te encontrarás fusilado a uno de los tuyos.

- ¿Quién es?

- Barbal.

- ¡Imposible! Acabo de pedir el indulto.

- Es tarde. Ya está listo.

Al llegar el señor Montañés, triste y preocupado, a su casa, su señora corrió a confirmarle la dolorosa noticia. No tuvo más respuesta que ésta:

- ¡Pobre Hermano! ¡Era un santo!

Desde aquel día, en aquel hogar, se le reza diariamente en familia.

El señor Montañés resumió así el concepto de santidad que tenía del Hno. Jaime Hilario:

- Fue mártir sólo porque no quiso disimular su condición de religioso.

Tras la victoria contra los sindiós, el referido letrado Masó corrió a refugiarse en Francia, con sus cómplices y amigos. Pero no esperaba la futura invasión alemana que le obligó a regresar a Tarragona, temiendo allí por su vida. Cual náufrago que se hunde, imploró la ayuda de un sacerdote que le librara de la justicia humana. Este, enterado de todo, le contestó:

- Sí, yo sé quien puede salvar a usted con absoluta seguridad. ¿No le conoce...? Se llama MANUEL BARBAL COSAN.

Ante tan inesperada alusión, el señor Masó bajó la cabeza y se alejó confuso...

El glorioso Mártir, a quien él había condenado a muerte, no le libró de la justicia humana, pero sí consiguió para él el perdón de la divina, pues murió plenamente arrepentido y reconciliado con Dios y con la Iglesia. ¡Venganza de Mártir!

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