Religión en Libertad

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Yo estuve allí. Cristo

no sé si lo recordarás, pero estuve

justo allí, me salpicaba el martirio de Tu sangre, y el aliento

nauseabundo de aquellos animales (¡qué pestazo

desprende siempre el pecado!),

que se despachaban sádicamente sobre Ti,

sobre el mismo Dios desnudo y pingajo.

Estuve. Y sigo estando. Estoy

allí, entre curioso y pánfilo, como puedes comprobar

cuando me confieso,

allí, en el pretorio de la historia -de mi propia vida-,

en aquel infierno infectado de odio, aversión y rabia,

donde eres sistemáticamente vapuleado

por las hordas más siniestras de la infamia.

(O sencillamente por el sarcasmo o el desuso).

Y lo permito, y no digo nada (o casi),

o, lo que es peor, dejo de mirarte, me da vergüenza.

Aparto la vista de Ti, Cristo, y me fijo

en cualquier dislate, donde el alma

sea más llevadera, en unos versos primaverales

o en una mediocre novela.

Me callo como un muerto (“no te signifiques”,

seduce Lucifer), y no levanto el alma

ni un palmo del sofá o de la molicie,

para decir: “¡Ya basta! Dejad de hostigar a Dios,

dejadle de una puñetera vez, ¿quién os ha dado vela

en esta Misa? Apartaros de mi Amor, carroña. ¡Fuera

de este altar y de esta Sangre!”.

Pero vuelve a suceder: no digo nada, me escabullo

entre libros, y dejo que los sentidos caigan ensimismados

en extraordinarios sueños color cobalto

(la arena es fina y muy blanca y son muy hermosos

algunos cuerpos enjoyados de brillos).

Y mientras tanto sigue Cristo allí -aquí-, retorciéndose

de espanto por mí, y en cada trallazo abrazado ¡a mí! ¡¡A mí!!

Me dan ganas de llorar, de enjugar Su rostro

magullado, inflamado, irreconocible.

¡Cristo! Mírame, soy yo, este poeta mediocre

que Te quiere…

¿Quién es digno del amor de Dios?

¿Quién es digno de si mismo cuando se aleja de Dios?

(Pintura de Giovanni Battista Caracciolo).

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