A primera hora de la mañana
Dios mío, el desayuno
se me ha quedado frío, y te busco mientras indago en la nevera (vaya, no hay
fruta) y me vuelvo a dar cuenta de que el microondas no funciona. La colcha
bien recta, que no arrastre, y acaricio su tejido, y te miro. O eso creo. Tu
presencia junto a mí, por estas habitaciones, recogiendo toallas, pijamas y
papeles. Ya ves lo que hago, ya ves lo que son mis mañanas. El día está triste, y te lo digo como si hubiera
alguna posibilidad de que lo mejores, de que despejes todas esas nubes del
cielo. ¡Cómo se va gastando la pasta de dientes! ¿Ves, Dios mío? Y esas manchas
del techo. Nos hemos quedado solos en la casa. Ay, las almohadas, y me quedo
contemplando el suelo durante unos minutos, con la cabeza en alguna nostalgia o
quizá pensando en el dinero (o, peor, en el no dinero). Ya me conoces. ¡Qué
poco caso te hago y que fe tan escuálida! ¿Te agrada el perfume de mango, o te
gusta más el de mora? Mi corazón te lo sabes de memoria. No te pido nada. ¿Qué
ocurrirá durante el día? De momento dudo: no sé si ponerme un jersey o una
cazadora. Y me preocupa España, toda esta constante tergiversación de la
verdad, toda esta desidia y pandereta. Y este calculado alejamiento de ti, Dios
mío. Cada vez te quiere menos gente. ¿Nos vamos? Espera que cierre aquella
ventana, ya, me santiguo y a la calle. Y me vas contando todo lo que nos amas.