Ideologías o Cristo: la Navidad obliga a elegir
Es un hecho que divide la historia: sin Jesús no hay reparación posible del corazón humano.

Todas las ideologías parten de la negación del pecado original, externalizando el mal del hombre. Pero solo Cristo puede sanarnos por dentro de sus efectos. A eso ha venido.
Vivimos en una cultura que confunde la visibilidad con la verdad. Todo se mide por el aplauso, por los resultados inmediatos, por la huella que se deja en los demás. Sin embargo, lo más decisivo en la historia humana suele gestarse en la penumbra del silencio. Allí donde nadie mira, donde no hay cámaras ni reconocimientos, es donde habitualmente germina la semilla del Reino de Dios.
Por eso, el alma, cuando aprende a actuar sin reclamar testigos, es cuando madura de verdad. Obrar el bien sin esperar recompensa es una forma de libertad interior, quizás la más grande: quien no necesita ser visto ha conquistado el dominio más difícil, el del propio ego. El amor auténtico no necesita escaparate, porque sabe que su fruto no pertenece a quien siembra. La gloria de la acción pertenece a Dios, y el alma que así lo vive se vuelve más ligera, más serena, más virtuosa, más fecunda, porque, por gracia, ha conseguido matar de hambre al hombre viejo, ese hombre que habita en nosotros henchido de amor propio.
Como en la Anunciación, la transformación del mundo no comienza con proyectos monumentales, planetarios, sino con corazones disponibles. Cada persona habita un pequeño territorio -el de su intimidad y sus relaciones- donde el bien puede hacerse carne. Allí se libra la verdadera batalla de la santidad: en el modo de quererse y de querer. De mil y un maneras se refleja ésta, en la forma de escuchar, en la manera de responder, en el hábito de disculpar, en el control del propio carácter, en la paciencia con que se afrontan los días comunes... Lo esencial nunca ocurre en público.
En la familia, el amor verdadero se mide cuando las palabras sobran. No hay pedagogía más poderosa que la del ejemplo callado: servir al que está cansado, perdonar sin condiciones, mantener la esperanza cuando otros la pierden, cuidar los vínculos con delicadeza y sin sofocarlos con el control… Un hogar donde se vuelve a empezar, donde se acoge sin exigir, es ya una predicación viva del Evangelio.
En el trabajo, la fidelidad a lo pequeño revela la grandeza del corazón. Son los detalles los que diferencian una seta deliciosa de una mortalmente venenosa. Cumplir lo prometido, respetar el tiempo y el esfuerzo de los demás, no aprovecharse de la debilidad ajena, decidir pensando en personas antes que en cifras… Son gestos que no llenan titulares, pero edifican el mundo invisible donde habita la justicia. Las palabras y discursos sobre ética valen poco si no se encarnan en actos reales. La coherencia silenciosa es una forma de evangelización sin discurso y, además, encarna el Reino de Dios.
También la amistad puede ser un ministerio. Hay presencias que no juzgan, que acompañan sin imponer, que consuelan sin grandes discursos. Quien ilumina de verdad no necesita gritar: basta con proyectar luz. Muchas veces, una vida habitada por la paz de Dios habla más que cualquier argumento teológico. No son los razonamientos los que atraen al Bien, sino la evidencia de una alegría profunda y absolutamente inexplicable también en las circunstancias más adversas.
Por supuesto, este camino no está exento de caídas. El barro de la tierra se adhiere a los pies y al alma; uno tropieza, se fatiga, se desanima. Pero la santidad no consiste en no caer, sino en volver a levantarse cada vez. La perseverancia humilde tiene más fuerza que la pureza impecable. Resiste más una vara flexible que siempre recupera la forma que un palo rígido que desespera y se quiebra ante la presión del momento. La persona que se deja moldear por Dios acepta su fragilidad como materia prima de la gracia. Sabe que el Espíritu trabaja en lo imperfecto, y que toda herida, si se entrega, puede volverse fuente de compasión. Los pluscuamperfectos no atraen porque, pagados de sí mismos, no reflejan en ellos ningún tipo de lucha ni, mucho menos, la acción de una gracia que “no necesitan”. De aquí que sea tan fructífero el leer vidas de santos y el apostolado de los testimonios. Todos estamos hechos con el mismo barro pringoso y sólo Dios puede divinizarlo.
Actuar y desaparecer no es desentenderse, sino purificar la intención. Significa hacer el bien porque es Bien, sin otra motivación que el Amor. El alma que ha aprendido esto no necesita ser recordada: le basta con haber servido. Y donde pasa deja una huella de luz que no reclama autoría. La bondad es contagiosa; se propaga sin ruido, como la levadura en la masa o la brisa que refresca sin ser vista.
Cada día ofrece oportunidades silenciosas para construir el Reino: escuchar sin interrumpir, hablar con respeto, guardar una confidencia, evitar la crítica fácil, alegrarse del bien ajeno, ofrecer una palabra que levante o un silencio que consuele, pedir perdón sin excusas, perdonar sin condiciones. Y, sobre todo, aceptar con serenidad el anonimato del bien hecho. Ahí se purifica el amor, que no es “amor propio” sino pura donación: cuando no busca verse recompensado en nada.
Cuando Dios ocupa el centro, todo se ordena. Desaparece la necesidad de figurar, de controlar, de calcular el fruto de lo que se hace. El alma comprende que sembrar es suficiente, porque la cosecha pertenece a Otro. En esa entrega silenciosa se encuentra la paz: la paz del que actúa sin temor, ama sin medida y deja en manos de Dios el brillo final de sus obras.
Al final de la vida, lo que permanecerá no será lo que mostramos, sino lo que ofrecimos en secreto, en secreto hasta para el propio ego. Las obras nacidas del amor puro son las únicas que el tiempo no puede borrar. Por eso, quien actúa en silencio participa ya de la eternidad: se une al modo de obrar de Dios, que crea y sostiene el mundo sin necesidad de ser aplaudido.
La Navidad viene a recordarnos todo esto de un modo definitivo. No es una idea ni un sentimiento, sino un hecho que divide la historia: sin Cristo no hay reparación posible del corazón humano. Todas las ideologías, desde las más antiguas a las más modernas, desde las más extremas a las más moderadas, se basan en negar el Pecado Original, porque según ellas son las estructuras externas al corazón del hombre el origen de todos los males. Sin embargo, el Rey del Universo no ha venido a mejorar la sociedad, ni tan siquiera al hombre, sino a salvarlo; no a inspirarlo desde fuera, sino a habitarlo desde dentro. En Belén se nos revela que el mal no se vence con propósitos ni con estructuras, sino con una Presencia. Cada Navidad renueva la misma pregunta, siempre actual y siempre decisiva: ¿dejaremos entrar a Cristo, le abriremos el corazón para que reine? Porque sin Él, todo esfuerzo humano acaba revolviéndose contra sí mismo con violencia; pero sólo cuando Cristo ocupe el centro de verdad, el hombre -y con él el mundo- empezará realmente a recobrar su sentido. Por delante nuestro va María, la mujer habitada.