Escribir desde el tren
Necesitaba escribir desde el tren, porque hay momentos en los que el alma pide un lugar concreto para decir lo que lleva dentro.

Escribir en un tren
Necesitaba escribir desde el tren. No por romanticismo —o quizá sí—, sino porque hay momentos en los que el alma pide un lugar concreto para decir lo que lleva dentro. Y ese lugar, para mí, era un vagón en movimiento, una ventana abierta al ir y venir de las vidas ajenas, un tiempo suspendido entre el punto de partida y el destino.
Es posible que sea una romántica encubierta. Puede ser. Pero también sé que hay realidades que solo se comprenden cuando se las mira pasar. El tren tiene algo profundamente humano: nadie se queda, nadie se instala, todos están de paso. Y, sin embargo, durante unos kilómetros compartimos el mismo espacio, el mismo traqueteo, el mismo silencio lleno de pensamientos.
Escribir así —en tránsito— ha sido siempre mi manera más honesta de contar la realidad. Mis crónicas nacían de ahí: del momento real, no del escritorio ordenado ni del tiempo planificado, sino del instante vivido. De observar sin invadir. De escuchar sin preguntar. De dejar que la vida, tal como es, hiciera su trabajo interior antes de convertirse en palabras.
En este tren, como en tantos otros, hay personas que vuelven a casa por Navidad. Se nota en las miradas cansadas pero expectantes, en las maletas llenas de más cosas de las necesarias, en los mensajes escritos deprisa para avisar de la hora de llegada. Volver a casa tiene siempre algo de liturgia: es repetitivo y, a la vez, irrepetible. Nunca volvemos siendo los mismos, aunque el destino sea idéntico.
Mirarlos era gasolina para el alma. No porque sus historias fueran extraordinarias, sino precisamente porque no lo eran. En esa normalidad hay una verdad profunda que rara vez ocupa titulares: la vida sigue, la gente ama, espera, regresa, se cansa, persevera. Y Dios —aunque no siempre lo nombremos— camina discretamente entre los asientos.
Hay algo profundamente espiritual en escribir desde el tren. Porque el tren no permite controlar el ritmo. No se puede acelerar ni detener a voluntad. Obliga a aceptar el tiempo tal como viene. Y eso, para quien cree, es ya una escuela interior. El vagón se convierte en un pequeño desierto móvil donde uno aprende a mirar, a callar, a recibir.
Mientras escribo, pienso que quizá Dios se parece un poco a este viaje: no se deja fijar, no se queda quieto, no responde siempre cuando queremos. Pero acompaña. Está. Se hace presente en el trayecto, no solo en la llegada. Tal vez por eso escribir en movimiento me resulta tan natural: porque la fe, como la vida, no es un punto de llegada, sino un camino compartido.
En el tren nadie es protagonista absoluto. Todos somos personajes secundarios en la historia de los demás. Y eso libera. Nos devuelve a una humildad sana. Nos recuerda que no todo gira en torno a nosotros, que el mundo sigue su curso aunque estemos cansados o distraídos. Que hay belleza incluso cuando no estamos en el centro.
Escribir desde aquí no es nostalgia, es fidelidad. Fidelidad a una forma de mirar que no quiere domesticar la realidad, sino dejarse tocar por ella. A una manera de contar que nace del contacto directo con la vida y no de la abstracción. A una fe que no necesita escenarios grandiosos para reconocerse viva.
Quizá sí: soy una romántica empedernida. Pero también sé que hay romanticismos que no son evasión, sino resistencia. Resistirse a la prisa, al ruido, a la escritura sin alma. Elegir el tren, la gente que va y viene, el regreso a casa, como lugar desde el que pensar y creer.
Porque a veces —solo a veces— basta una ventana, un trayecto y un cuaderno abierto para que el corazón vuelva a su sitio. Y eso, en tiempos de tanta dispersión, también es una forma de oración.
Les deseo una feliz y santa Navidad. Vayamos o vengamos, es Navidad. Dios nace en lo pequeño. Y como me dijo ayer el padre Ignacio del Rey: «Nace lo más grande en lo más pequeño, bendito misterio». Y basta con eso.