La Navidad no va de lágrimas: va de familia, fe y un Dios que nace
Me niego a una Navidad triste: nace Dios, seguimos juntos y, si miras bien, es imposible no reírse de lo que somos en familia.

Portal de Belén
Ah, la Navidad… esa época del año en que la familia se multiplica como panes y peces, el horno huele a milagro y a carbón quemado al mismo tiempo, y todo el mundo se cree un crítico gastronómico profesional. Es como vivir dentro de una comedia italiana: gestos exagerados, voces que se elevan hasta el techo, y miradas de desaprobación que atraviesan generaciones. Todo sucede mientras alguien —siempre alguien— intenta recordarte que el Niño Jesús nació en Belén, y que el Evangelio no dice absolutamente nada de que también le adorara la Patrulla Canina, por mucho que el belén familiar haya ido ampliando reparto con los años.
Y ahí estamos, todos: tíos que parecen actores de teatro mientras discuten con pasión casi litúrgica, primas que cruzan el salón con bandejas como si estuvieran en una película de acción, en plano secuencia, y sobrinas jóvenes que interrumpen la conversación para contar, con la urgencia de quien anuncia una revelación, lo último que ha pasado en Instagram, a la vez que alguien pregunta si eso “se puede comer”. Yo, mientras tanto, adopto mi papel favorito: el de espectadora. Porque basta con colocarse un poco al margen para que la escena sea absolutamente irresistible. Es imposible no reírse cuando ves a los sobrinos discutiendo con los padres, con una seriedad que solo da la Navidad, sobre si la música de los años 90 no tiene nada que envidiar a ese “temazo de 84” que alguien ha puesto a todo volumen como si fuera una revelación divina. Unos defienden Spotify, otros defienden el vinilo, y en medio alguien grita que “eso sí que era música de verdad”. Y yo pienso: bendito caos, bendita familia, bendita Navidad.
Y ahí, en medio de esa escena casi surrealista, alguien propone un villancico. Suena desafinado, entra a destiempo, y termina convirtiéndose en una mezcla imposible entre tradición y nostalgia pop. Y, sin embargo, todo funciona. Porque la Navidad no exige orden; exige presencia.
Confieso que echo muchísimo de menos a los que ya no están. Pero no como para convertir la noche en un velatorio encubierto. No. Los siento aquí, en la discusión absurda sobre canciones, en la forma de reírnos de nosotros mismos, en las frases que repetimos sin darnos cuenta porque las aprendimos de ellos. Están en el gesto del tío que defiende su canción como si fuera un dogma de fe, en la carcajada que se repite generación tras generación. No están ausentes: están integrados.
Y luego está lo verdaderamente importante. Porque entre risas, platos que vuelan, música a destiempo y debates imposibles, nace el Señor. Y eso lo cambia todo. Dios no eligió un salón ordenado ni una familia perfecta. Eligió el desorden, la sencillez, lo humano. Eligió entrar en la historia sin pedir silencio absoluto ni lágrimas obligatorias.
Por eso me niego a llorar. Me niego, sin dureza, pero con convicción. Llorar no es la única forma de amar ni de recordar. Mi Navidad fue, es y será feliz. Feliz porque seguimos juntos. Feliz porque reímos. Feliz porque Dios nace. Feliz porque la fe también se celebra con carcajadas, con discusiones absurdas y con música que unos consideran eterna y otros anticuada.
Al final, la Navidad es esto: una familia imperfecta, una casa llena, una mesa ruidosa, generaciones discutiendo sobre canciones de la movida viguesa… y un Niño que nace en medio de todo para recordarnos que la alegría no es frivolidad, es fe encarnada.
Y mientras alguien vuelve a subir el volumen, otro protesta y los sobrinos ponen los ojos en blanco, el pequeño de la familia se está comiendo el árbol, yo sonrío. Porque no hay nada más cristiano que esta escena. Y no hay milagro más grande que este: seguir riendo juntos, seguir creyendo, seguir celebrando, seguir rezando en familia. Sin lágrimas. Con fe. Con humor. Con algún orujo. Como debe ser.