Religión en Libertad

Un café en Roma con el padre Álvaro: vivir la muerte de un papa y la fumata blanca desde dentro

Roma no se vive igual cuando la historia pasa por delante de ti.
Un tiempo que no se estudia en los libros.

El padre Álvaro Serrano, en una retransmisión durante el cónclave.

El padre Álvaro Serrano, en una retransmisión durante el cónclave.@alvaroserranobayan

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Roma no se vive igual cuando la historia pasa por delante de ti. Y menos aún cuando eres sacerdote, estudiante de Comunicación Social en la Santa Croce, llevas apenas unos meses en la ciudad… y te toca vivir algo que marcará a la Iglesia durante décadas: la enfermedad y muerte de un papa y la elección de su sucesor. En este segundo Café en Roma, el padre Álvaro Serrano, nos cuenta, con serenidad y verdad, cómo se vive desde dentro un tiempo que no se estudia en los libros.

—Padre Álvaro, cuando supiste que el papa Francisco había ingresado en el hospital, ¿Qué fue lo primero que se te pasó por la cabeza?

—Nunca piensas de entrada que un papa vaya a morir. Lo primero que piensas es: el papa está enfermo. Y entonces haces lo que te han enseñado desde niño: rezar. Rezar por él. En la Iglesia se reza por el papa, se pide por su recuperación. No hay dramatismos iniciales, hay fe sencilla. Además, fue un ingreso largo, con altibajos. Había días más intensos emocionalmente y otros más tranquilos. Cuando le dan el alta, cuando se le ve salir, uno piensa: ha pasado la prueba. Y lo vives también de una forma muy filial. No es alguien con quien hayas compartido mesa, pero es Pedro. Y a Pedro se le quiere.

—Durante esos días empezaron a llamarte muchos medios. ¿Fuiste consciente de que estabas viviendo un momento histórico?

—No, al principio no. Cuando se viven las cosas con normalidad, no siempre es consciente de su magnitud. Yo estaba en Roma, estudiando, con mi rutina. Pero cuando empiezan a llamarte cuatro o cinco medios al día, radios, televisiones, periódicos, y todos quieren conexiones en directo, ahí te das cuenta de que esto es serio. No porque no hubiera información —la información oficial estaba en la Sala Stampa—, sino porque querían algo que solo puede dar quien está aquí: el ambiente, el silencio, el nerviosismo, la gente rezando, los pasillos llenos, la plaza. Eso no se lee, eso se huele.

—Llegó el fallecimiento del papa Francisco y, después, el cónclave. ¿Cómo se viven esos desde dentro?

—Con una intensidad muy especial. Ahora, con el paso de los meses, lo puedo interpretar mejor. En aquel momento había una avalancha de información, pero también de silencios. Los gestos decían más que las palabras. Ver a los cardenales entrar y salir, observar cómo caminaban, cómo miraban, cómo evitaban hablar… todo eso hablaba. Y lo hacía mucho.

Además, fue impresionante ver la cantidad de medios acreditados: más de 5.500 solicitudes. Eso no ocurre si no hay interés real. Mandar a un periodista a Roma cuesta dinero, y solo se hace si hay audiencia. Detrás de eso hay algo claro: hay un interés real por la Iglesia, por el papa, por la fe.

—Viviste también el inicio del pontificado de León XIV. ¿Qué recuerdas del momento de la fumata blanca?

—Que queríamos al papa antes de saber quién era. Eso es lo más bonito. Cuando sale la fumata blanca, da igual el nombre. Queremos al papa. El Señor no abandona a su pueblo. Ver salir a los cardenales al balcón, las cortinas moverse, la plaza en silencio absoluto… es imposible explicarlo del todo. Tu lo sabes bien, eso hay que vivirlo.

Y hay una anécdota que para mí es muy personal. De niño veía por televisión la elección de Juan Pablo II. Aquellas imágenes nocturnas, la gente corriendo por las calles del Vaticano, las sirenas… me impresionaban profundamente. Y de repente, años después, estoy allí. En la plaza. Viendo salir el humo a pocos metros. Y pensé: esto que yo soñaba de niño, lo estoy viviendo. Es un regalo inmenso de Dios.

—En esos días eras sacerdote y periodista a la vez. ¿Cómo se maneja esa tensión?

—Sabiendo quién eres. Yo soy sacerdote. Y eso lo cambia todo. Hubo momentos de mucha presión, llamadas constantes, directos simultáneos… lo más duro era no poder atender a todos. Pero yo también tenía que rezar, celebrar la misa, cuidar mi vida espiritual. Eso era lo que sostenía todo.

Hubo una propuesta muy significativa: narrar la misa de inicio del pontificado para una gran televisión. Y dije que no. Porque yo quería celebrar la misa con el papa, no narrarla. Eso no lo puede hacer nadie por mí. Informar puede hacerlo otro profesional; ser sacerdote, no.

—Cuando un sacerdote habla en los medios sobre la Iglesia o la fe, ¿crees que lo hace desde un lugar distinto al del periodismo religioso profesional?

—Sí, desde un lugar distinto, pero no mejor. El periodismo religioso tiene una enorme dignidad y una función insustituible. Cuando un sacerdote interviene, no aporta solo información —que debe ser siempre rigurosa—, sino también su propio magisterio vital: su experiencia, su vida sacramental, su mirada creyente. Eso no reemplaza al periodista ni lo supera; simplemente es otra forma de contar lo mismo. Como cuando tienes una tarta buenísima: el periodista la describe con precisión; el sacerdote, además, te cuenta cómo sabe. Y ambas cosas son necesarias para comprenderla de verdad.

—Después de seis meses, ¿Cómo ves al papa León XIV?

—Con mucha prudencia. Es un papa discreto, reflexivo, que cuida cada palabra. Sus discursos están trabajados, medidos, buscan unidad. No hace grandes titulares, y eso es una virtud. Está escuchando mucho, caminando despacio. Y eso, en la Iglesia, es señal de sabiduría.

—Si tuvieras que quedarte con una sola imagen de todo este tiempo…

—La plaza esa tarde. La fumata blanca. Y ese pensamiento interior: “Esto lo he visto de niño por la tele… y ahora estoy aquí”. A veces no somos conscientes del regalo que se nos da. Yo lo fui entendiendo después. Y doy gracias.

Porque vivir la historia de la Iglesia desde dentro no es solo un privilegio profesional. Es, sobre todo, una gracia.

Y así cerramos este segundo Café en Roma. El próximo nos lo tomaremos, si Dios quiere, en 2026, de nuevo con el padre Álvaro Serrano, para mirar todavía más atrás y descubrir otro momento decisivo en el que la Iglesia entendió que comunicar también era una forma de evangelizar: el nacimiento de Radio Vaticano.

Porque fue Guglielmo Marconi quien, en 1931, inauguró la primera emisora del Vaticano por encargo de Pío XI.

De eso hablaremos la próxima vez: de micrófonos primitivos, de fe transmitida por el aire… y de cómo, incluso entonces, la Iglesia supo que el mensaje debía llegar lejos, sin dejar de tocar el corazón.

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