Religión en Libertad

Guadalupe y el milagro de México: el abrazo que enseña a resistir

Llegué buscando sentido y encontré un abrazo que restaura el alma, más allá de la injusticia y el miedo

Las Mañanitas a la Virgen de Guadalupe

Las Mañanitas a la Virgen de Guadalupe

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 Llegué a México con algunas heridas abiertas en el alma, buscando una misión que diera sentido a un presente que se me escapaba como arena entre los dedos. Era una llegada más interior que geográfica, como un Navy Seal que acepta la misión sin preguntar, confiando en que lo que parecía una huida se convertiría en la experiencia que daría sentido absoluto a mi fe adulta. México, vasto y complejo, me recibió como quien recibe a un peregrino antiguo: con un abrazo áspero y luminoso, con calles llenas de vida y un trasfondo de sufrimiento que latía en silencio. Siempre había sido mariana, pero la Virgen de Guadalupe ocupaba en mi vida un lugar difuso, casi simbólico, hasta ahora, sólo era el día del cumpleaños de mi padre, pero fue aquel 12 de diciembre en el Tepeyac, donde sin buscarlo, mi historia se reescribió desde la raíz.

La multitud que ascendía hacia la Basílica era como un cántico viviente: un río humano que llevaba consigo cansancio, promesas, gratitud y súplicas. Peregrinos que habían caminado días enteros desde poblaciones olvidadas, madres cargando a sus hijos como si fuesen tesoros inviolables, ancianos cuyos ojos, aun fatigados, conservaban una luz indomable. Todo estaba impregnado de una mezcla de velas, flores, incienso y tierra húmeda que elevaba el espíritu. Y allí, en medio de aquel pueblo que conoce la precariedad, la violencia y la injusticia, sentí por primera vez que la dignidad no se quiebra cuando todo falta, sino cuando falta la esperanza. México, aun herido, no había dejado de esperar.

Fue entonces cuando comprendí lo que Guadalupe significa en una dimensión teológica que nunca antes había alcanzado. No es únicamente madre de los momentos serenos, ni un icono piadoso que adorna los rincones de la tradición. Es Madre en medio del miedo, Consuelo en medio de la violencia, Refugio allí donde las amenazas humanas no pueden llegar. En un país donde la crueldad de los cárteles ha sembrado desamparo y las desigualdades han herido generaciones enteras, millones de miradas se elevan hacia el Tepeyac con la certeza de que existe un abrazo que trasciende la historia, una presencia que no abandona. Aquel día entendí que no solo regresaría con un recuerdo: regresaría con una Virgen y una patria, con un hogar espiritual que se había injertado en lo más hondo de mi ser.

Entre lágrimas silenciosas, descubrí algo que no esperaba: la Virgen de Guadalupe no exige, no pesa, no condiciona. Solo está. Está como están las madres verdaderas: abrazando lo incomprensible, sosteniendo lo que duele, aquietando los temores, ofreciendo un refugio que ningún poder humano puede destruir. Su milagro —lo comprendí con claridad absoluta— no es solo sobrenatural; es profundamente humano y restaurador: devuelve dignidad al que teme, esperanza al que desespera y valor al que cree que ya no puede resistir.

Recordé entonces a Juan Diego y a su tilma, aquel signo humilde que cambió la historia espiritual de un continente. Lo pequeño, lo frágil, lo improbable… allí es donde Dios acostumbra a manifestarse. Y aquel día lo veía repetirse ante mis ojos: miles de personas con cicatrices de violencia, de migración, de pobreza estructural, encontrándose en un mismo lugar, un mismo latido, un mismo cobijo maternal. Allí, entre plegarias murmuradas y cantos antiguos, el pueblo mexicano me enseñaba que la fe no es evasión, sino resistencia; que la esperanza no es ingenuidad, sino una forma superior de coraje.

Desde ese primer 12 de diciembre, peregriné durante todos mis años en México, y cuando finalmente me fui de allí de todas las maneras posibles, me quedo siempre con las peregrinaciones con los Mazahuas, esas mujeres duras y dignas, a imagen y semejanza de la Virgen, que llevan el cansancio y la alegría como un estandarte y enseñan que la fe se hace en la vida cotidiana, en la lucha y en la entrega silenciosa.

Me arrodillé. No sé cuánto tiempo permanecí así. Solo sé que algo en mí se quebró para poder recomponerse después. Sentí en el corazón aquellas palabras que han atravesado siglos: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?” Y entendí que Guadalupe no viene para imponerse, sino para sanar; no para exigir, sino para reconstruir; no para juzgar, sino para transformar lo que había quedado en ruinas dentro de nosotros.

Desde ese día, Guadalupe dejó de ser una figura distante. Se convirtió en compañera de camino, refugio silencioso, abrazo incesante. Cada 12 de diciembre, al escuchar los cantos que ascienden como incienso vivo y al contemplar la Basílica colmada hasta desbordarse, revivo el impacto de aquel encuentro: la certeza inexplicable y serena de que hay una Madre que sostiene incluso cuando el mundo se oscurece, incluso cuando los poderosos aplastan, incluso cuando la injusticia parece definitiva.

Entendí también algo que nadie me había dicho: la devoción verdadera no se decide; se recibe. Irrumpe sin aviso, se instala sin ruido y transforma para siempre. Es un don que rehace lo que creíamos irrecuperable, un gesto de un amor maternal que no entiende de fronteras, indiferencias o violencia.

Porque ese día comprendí de manera irrebatible que la Virgen no pide nada. Solo ofrece. Ofrece sanación, compañía, amparo, y una ternura que atraviesa incluso los lugares donde la vida parece haberse cerrado. Su mirada, su tilma y su abrazo invisible permanecen, recordándonos que siempre hay un refugio, un camino y un hogar donde volver.

Guadalupe me encontró cuando más la necesitaba. Desde entonces, su presencia no ha dejado de acompañarme. Es un amor que trasciende los rituales y las palabras, un amor que restaura lo que se había perdido. Ese es el milagro de Guadalupe. Ese es su don. Ese, también, es México.

Y mientras el viento mueve las velas en el Tepeyac y la multitud canta su fe, resuena en mi corazón su mensaje en náhuatl, como un susurro eterno: “Nican mopohua, nican tlen nimitstlatlauhca: nehuatl nitlatlaz, nochi tlen miac” —Aquí estoy, aquí donde me necesitan: yo los amo, a todos y cada uno de ustedes.

Porque en esa promesa silenciosa, comprendí que ninguna distancia, ninguna injusticia ni miedo, puede separarnos del abrazo maternal que todo lo sostiene. Y comprendí, al fin, que tener a Guadalupe es tener un hogar eterno, un refugio que nunca falla y un corazón que siempre nos espera.

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