Alfonso Ussía: ironía, libertad y la audacia de una infancia feliz
Decir que fue un niño feliz es prácticamente un acto de revolución: así fue la audacia de Alfonso Ussía.

Alfonso Ussía ha sido uno de los grandes columnistas del periodismo español en las últimas décadas, además de escritor de éxito de libros de humor.
Alfonso Ussía fue, hasta el último día, el gran outsider. No por vivir en los márgenes, sino por el pequeño detalle de no aceptar jamás las reglas no escritas del conformismo. Mientras el oficio periodístico se arrellanaba en el tibio consenso —esa temperatura agradable para las opiniones sin riesgo— Ussía seguía afilando la pluma como quien afila un estoque: con serenidad, precisión y una pizca de picardía. Su humor ácido —tan suyo, tan elegante, tan exacto— fue para muchos un arma de combate. Para mí, además, una escuela. No porque me enseñara a imitarlo (tarea suicida), sino porque me obligó a entender que la ironía, cuando es verdadera, no nace del cinismo, sino de una claridad moral tan luminosa que permite reírse incluso de lo serio… y de uno mismo.
Recordé todo eso viendo la magnífica entrevista de Ramón Pérez-Maura en El Debate, Capítulo 1 de “Ussía: su historia con sus palabras” —periódico que tuve el privilegio de compartir con él durante un año—. Allí, entre confidencias y anécdotas dichas con esa media sonrisa que era casi una firma, Ussía soltó una frase que a cualquiera le parecería menor, pero que en él sonó como una detonación cultural: confesó que había tenido una infancia feliz. Así, sin épica, sin trauma inaugural, sin la lágrima obligatoria que hoy sirve como salvoconducto emocional para ser tomado en serio. En una sociedad que valida a las personas por la cantidad de heridas que puedan exhibir —y exhibir bien, preferiblemente en horario de máxima audiencia— decir que uno fue un niño feliz es prácticamente un acto de terrorismo intelectual. Y ahí está la gracia: Ussía volvió a ser revolucionario sin levantar la voz, sólo levantando la verdad.
Porque la revolución de Ussía consistió en negarse a vivir del dolor prestado, ese accesorio tan de moda. No adoptó los tonos sombríos que hoy lucen tanto, ni se apuntó al catálogo de sufrimientos homologados. Su mirada era otra: la de quien sabe que la risa inteligente ilumina más que el discurso grave; la de quien prefiere desenmascarar sin destruir, señalar sin humillar, corregir sin moralinas. Leerlo era entrar en un territorio raro y bendito donde convivían la ironía y la ternura, la acidez y la gratitud, la sátira y un respeto casi artesanal por la tradición. Quizá por eso su muerte ha tenido esta repercusión: cuando un estilista auténtico se marcha, no se pierde sólo un columnista; se apaga una forma de mirar el mundo.
Pérez-Maura lo ha escrito hoy con precisión: “Ver la repercusión mediática de tu muerte ha sido un inmenso acicate para las generaciones de jóvenes periodistas.” Y no exagera. Ussía representa justo eso que tantos jóvenes buscan pero tan pocos encuentran: la libertad interior del que escribe sin pedir permiso, la valentía de sostener un criterio propio y la elegancia —tan escasa— de no caer en lo burdo para hacerse oír. Su obra recuerda que el periodismo no está para amplificar el ruido del mundo, sino para filtrarlo con inteligencia, humor y dignidad. Berrear lo hace cualquiera; hacer pensar sonriendo es cosa de maestros.
Hasta el cielo, Alfonso.
Con gratitud, con humor y con la certeza de que los outsiders verdaderos nunca se marchan del todo.
Y para cerrar, un guiño a La venganza de Don Mendo, que habría hecho sonreír a tu ironía fina:
“¡Yo, señor, soy tan discreto que hasta me hago notar!”
Porque tú, Alfonso, nunca buscaste protagonismo; simplemente escribiste, señalaste, criticaste y nos hiciste reír. Exactamente como un auténtico outsider debería hacerlo.