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Nietos por sorpresa: cómo la maternidad y la fe enseñan a acompañar la vida

Un hijo se convierte en padre y todo cambia. Consejos maternales desde la fe católica para acoger la vida inesperada como un verdadero milagro.

Vida.

Vida.Amr Taha / Unsplash

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Tal vez, en algún momento de la existencia, los padres podamos encontrarnos frente a una situación que no imaginamos, por más formación que hayamos dado, por más que nuestros hijos conozcan la Teología del Cuerpo, la educación afectivo-sexual católica o los valores que tantas veces repetimos en casa. La vida, con su capacidad desconcertante para irrumpir sin pedir permiso, puede colocar a un hijo o a una hija —todavía dependiente, todavía estudiante, todavía buscando su lugar en el mundo— ante la realidad de un embarazo inesperado. Y entonces, el corazón de una madre  se enfrenta a una prueba muy distinta a la teoría: la prueba de amar sin temblores, incluso temblando por dentro.

En ese instante, mientras la mente intenta ordenar la avalancha —los miedos, la incertidumbre, los “todavía no era el momento”, los sueños que parecían recién estrenados—, el alma comprende algo que la razón tarda siempre un poco más en aceptar: la vida, toda vida, llega con la fuerza de una bendición, incluso cuando se presenta envuelta en la sorpresa, el desconcierto y la fragilidad. Porque un hijo nunca es un error: es un misterio confiado, un tesoro que Dios coloca en el lugar más improbable y, precisamente por eso, más fecundo.

Lo primero que surge en el corazón materno es la certeza de que ese hijo o esa hija no están solos. Si ellos van a ser padres, tú vas a ser abuela, y ese nuevo ser que crece sin pedir permiso será tu nieto, un regalo inmenso, una responsabilidad que se comparte, una presencia que transforma. La maternidad —y la abuelidad— nunca se viven desde la distancia sino desde la fidelidad. Los brazos se abren antes que las preguntas y el amor llega antes que los reproches. Porque cuando la vida llama, lo cristiano es abrir la puerta.

Aparece también un sentimiento inesperado: el orgullo. No el orgullo superficial, sino el que nace de ver que dos jóvenes, inexpertos, a medio cocer todavía, con más temores que certezas, hayan tenido el coraje de abrazar la vida sin permitir que la sombra del aborto siquiera roce su conciencia. Es un acto de valentía en medio de un mundo que ofrece soluciones rápidas pero heridas profundas; un acto de fe sin saber aún que lo es; un acto de amor hacia un bebé al que ya han querido desde la concepción, aunque lo desconozcan, aunque tiemblen, aunque no sepan cómo será el mañana. Ese “sí” silencioso, previo incluso a toda conversación, ya es un milagro.

Como madre, el miedo también llega, inevitable, porque el amor no elimina la preocupación, pero sí la ilumina. Se teme por ellos, por su futuro, por su juventud que ahora tendrá que crecer a un ritmo distinto. Pero también aparece esa fuerza antigua y tierna, la de todas las madres que, desde Eva hasta hoy, descubren que la vida sacude, pero no destruye; sorprende, pero no derrota; exige, pero también multiplica. Y esa fuerza empuja a recordar que la Providencia nunca abandona cuando hay un sí generoso, aunque sea tembloroso.

El acompañamiento se vuelve entonces esencial. Guiar, sostener, enseñar, no desde el juicio sino desde la misericordia. Ayudarles a entender que una vida nueva no cancela la suya, sino que la transforma; que un hijo no roba futuro, sino que lo reescribe; que la responsabilidad no apaga la juventud, sino que la madura; que el amor —bien vivido— siempre agranda los horizontes. Y que Dios, que nunca irrumpe sin propósito, ha confiado en ellos incluso antes de que ellos confíen en sí mismos.

Para unos padres creyentes, este escenario no es una tragedia, sino una llamada. Una llamada a custodiar, a proteger, a reafirmar lo enseñado, y también a reconocer que la libertad del hijo se entrelaza con el misterio de la gracia. Porque la vida es siempre un bien, incluso cuando llega en medio de un temblor que nadie esperaba.

Y así, entre lágrimas de miedo y de ternura, entre dudas y certezas, entre el “¿cómo lo haremos?” y el “lo haremos juntos”, la familia se convierte una vez más en santuario de vida. En hogar. En cuna. En escuela de amor y de entrega.

Quizá esa sea la lección más profunda: que la maternidad —y la paternidad— no consiste en evitar que nuestros hijos caigan, sino en enseñarles a levantarse acompañados. Y que, cuando la vida se anuncia, incluso inesperada, incluso temblorosa, la única respuesta verdaderamente cristiana es esta: aquí estamos, contigo, con él, con ella; porque toda vida es un milagro, y todo milagro merece ser celebrado.

Y de pronto sonó el despertador, hoy ya es viernes, o al menos eso parece, porque mientras lo apago sigo preguntándome si lo que soñé fue un aviso, un susurro del cielo o simplemente el Señor recordándome que algunas bendiciones llegan sin pedir permiso.

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