El hijo que no nació, la herida que no se cierra
Perder un hijo es un dolor que nunca se olvida. En una época donde se habla del aborto con aparente normalidad, la experiencia del duelo nos recuerda que cada vida humana, por pequeña que sea, tiene un valor absoluto e irrepetible.

Ecografía
Hay heridas que el tiempo no cura. Enterrar a un hijo es una de ellas. Quienes hemos pasado por esa experiencia sabemos que no hay consuelo posible, en mi caso la fe: se puede aprender a vivir con la ausencia, pero nunca se logra borrar el vacío. Las fechas que vuelven, los sueños que se quedaron sin cumplir, los objetos que permanecen... todo habla de lo que pudo ser y no fue.
Por eso, resulta desconcertante la facilidad con que se habla del aborto en el debate público. Se pronuncian palabras como “derecho”, “decisión” o “interrupción”, sin reparar en la realidad profunda que se esconde detrás: la pérdida de una vida humana. Quien ha sentido el peso del silencio después de un funeral sabe que ninguna existencia es prescindible.
Desde la ciencia, el dato es claro: desde el momento de la concepción existe un nuevo ser humano, con un ADN propio, distinto del de la madre y el del padre. A las seis semanas, su corazón ya late. A las ocho, se mueven sus pequeños miembros. No se trata de una “posibilidad de vida”, sino de una vida que se desarrolla. La biología no habla de fe ni de moral, pero confirma lo que la conciencia humana siempre ha intuido: la vida comienza mucho antes de lo visible.
Y cuando esa vida se interrumpe, no sólo desaparece un cuerpo en formación; también se produce una herida en quien lo llevó dentro. Diversos estudios médicos y psicológicos —publicados en universidades de Estados Unidos, Reino Unido y España— revelan que entre un 30 y un 50 % de las mujeres que se someten a un aborto presentan posteriormente síntomas de ansiedad, tristeza profunda o sentimientos de culpa. Una de cada cinco desarrolla depresión prolongada, y muchas refieren sueños recurrentes, insomnio y una sensación persistente de vacío. No todas lo reconocen en voz alta, pero muchas lo sienten en silencio.
No se trata de juzgar, sino de comprender. El sufrimiento posterior al aborto no siempre se puede hablar, porque la sociedad ha convertido el tema en una bandera ideológica. Pero el dolor no entiende de consignas. El cuerpo se recupera, sí, pero el alma guarda memoria. Quien ha perdido a un hijo —por destino o por decisión— sabe que hay una voz interior que sigue preguntando “¿y si...?”.
Desde la mirada cristiana, esa voz tiene sentido: cada vida, incluso la más breve, es un don de Dios. “Antes de formarte en el vientre, ya te conocía”, dice la Escritura. No es una metáfora: es la expresión más radical del amor incondicional. La fe enseña que la vida no se posee, se custodia; no se administra, se acoge. Y que el perdón y la misericordia están siempre al alcance de quien se atreve a mirar su historia con verdad y esperanza.
Pero la reflexión no debe quedarse en lo moral o espiritual. También interpela a la sociedad entera. No basta con hablar del valor de la vida: hay que sostenerla. Hay que acompañar a las mujeres que enfrentan embarazos difíciles, ofrecer alternativas reales, redes de apoyo, seguridad económica, asistencia psicológica y espacios donde puedan elegir la vida sin sentirse solas. Una civilización que se llame humana no puede reducir la maternidad a una carga ni el aborto a una salida.
Enterrar a un hijo es mirar el límite de la existencia. Es sentir, en carne viva, el precio de la ausencia. Quien ha pasado por ello no puede mirar la vida con los mismos ojos. Por eso, antes de hablar del aborto como un derecho, deberíamos hablar de lo que se pierde: una historia que no llegó a ser, una posibilidad de amor que se apagó demasiado pronto.
Porque al final, toda sociedad se mide por la forma en que protege a los más indefensos. Y toda madre —también la que sufre, también la que duda— merece un entorno que le diga: no estás sola, tu vida y la de tu hijo importan.
La memoria de quienes hemos enterrado a un hijo nos lo recuerda cada día: la vida, por breve o imperfecta que sea, siempre tiene un valor infinito.