Los cobardes
Dicen que los cobardes mueren, durante su vida, tres o cuatro veces antes del propio entierro.
O lo dicen con cierta prepotencia profesional: no tenga miedo, hombre.
Incluso con conmiseración psiquiátrica: no anticipe males futuros.
Hay quienes se ufanan, por otro lado, porque están agonizando toda la vida.
Se hacen llamar "atormentados", "deprimidos", "locos", etc.
Les encanta ser émulos de Dostoievski.
Presumen de sus delirios. Juegan a Bukowsky.
Y no se quieren curar.
Curarse es humillarse.
Y estos genios de pacotilla no se humillan. Y menos, ante Dios.
Piensan demasiado y, por eso, piensan mal.
Piensan peor.
Escriben, según ellos, con sangre.
Y no aceptan que es vino de marca.
Woody Allen ha vivido muy bien en este plan.
De vez en cuando, hace ver que se cree el absurdo.
Pero no acaba de pegarse el tiro en la sien.
Nadie lo hace si no es ruso.
Así que yo he muerto ya tres o cuatro veces.
Soy un cobarde. ¿Pasa algo?
Por lo menos he ofrecido, en serio, mi vida al buen Dios tres o cuatro veces.
Esto es más que la media, sin duda. Un récord Guinness.
Los cobardes y los débiles, ante Dios, tenemos estas ventajas.
Sabemos que ante la muerte no valen las genialidades.
Sabemos que se acaban las poesías y toda la literatura.
La filosofía se escabulle escurrida.
Y el estoicismo toma la forma de una botella de coñac.
Que ya me afeito, queridos héroes. Ya me afeito.
Ante la muerte, solo vale el "Jesusito de mi vida, eres niño como yo".
Y no me harán creer otra cosa.
Entonces ese vacío creado por el miedo mortal se llena de Dios.
El grito del pánico abre en canal nuestro corazón.
Rendidos y abandonados, la fuerza que viene de lo Alto nos hará ocupar
ese último puesto que nos espera Allí.