Religión en Libertad
Simone Weil, de origen judío y raíces agnósticas, se quedó a las puertas del bautismo, pero hizo profesión expresa de fe en la Trinidad y en la Eucaristía.

Simone Weil, de origen judío y raíces agnósticas, se quedó a las puertas del bautismo, pero hizo profesión expresa de fe en la Trinidad y en la Eucaristía.

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Corazones glotones

Señala Byung-Chul Han en su último libro, Sobre Dios. Pensar con Simone Weil (2025), que el corazón glotón del hombre de las últimas décadas impide que Dios entre en su interior. Él no habla del corazón como morada, se refiere más al alma, al espíritu (Geist): sin embargo, podemos entender que existe una correspondencia entre estos conceptos de Han y nuestra visión del corazón como morada interior. El corazón es una hospitalaria morada interior y, a la vez, el centro unificador de la persona —lugar donde convergen inteligencia, voluntad, memoria y afectividad—.

Considera Han que en estas últimas décadas hemos perdido la capacidad de albergar a en nuestro corazón el infinito porque nuestro interior está lleno de bagatelas, imágenes, relatos carentes de sentido que lo ocupan todo. Nuestro corazón está saturado de un ruidoso e inconexo exceso de contenidos que hemos ido devorando sin criterio aquí y allá. ¿Nuestro corazón ha dejado de ser capax Dei, capaz de Dios? Capax Dei: Esta expresión la utiliza san Agustín en De Trinitate (XIV, 8.11): “El alma racional, que según la mente fue hecha a imagen de Dios, no es igual a Dios; pero es capaz de Aquel cuya imagen porta, es decir, que puede ser partícipe de Él”.

Embotados

Según Han estamos embotados de autoexplotación (de rendimiento en todos los planos (ocio y trabajo), de angustias y desvaríos y en estas circunstancias Dios no cabe en nuestro interior. Es como si le hubiésemos cerrado la puerta. Es como si nos hubiésemos vuelto completamente sordos a sus llamadas. Simone Weil, su pensamiento, que es el eje del libro de Byung-Chul Han, habla de la necesidad de vaciar este corazón, entendido como morada, para dar paso, con sencillez, silencio y humildad a la llegada de Dios. Dios llega no para ser consumido o dominado como si fuera una cosa. Dios se acerca a nuestro corazón si este está vacío, si le ofrecemos una apertura que no quiere dominar, ni manejar: una apertura receptiva, que no está contaminada ni por la voracidad ni por la voluntad de someter todo lo que engulle.

Síndrome de Diógenes

La calle, el mundo, la hiper-conectividad digital, el consumismo son el origen de esta voracidad que nos han convertido metafóricamente en seres engordados hasta el límite. Todo lo que se empaqueta en nuestro corazón no solo no nos llena, sino que nos deja anestesiados para lo más Alto. Entonces hemos de proceder a una limpieza profunda que, en términos espirituales debe entenderse, como una purificación. Y la razón urgente es que estamos muy cerca de un Síndrome de Diógenes interior. No nos podemos mover en la morada de nuestro corazón pues allí, arrumbados tantos desperdicios, tropezamos una y otra vez. Este apelotonamiento de frivolidades nos ciega. Las montañas de basura que hemos ido acumulando desordenadamente, y a la vez codiciosamente, nos paralizan para la vida del espíritu, para la oración rendida, para la contemplación de Aquel que llama a nuestra puerta. Y el resultado es la tristeza y la necesidad de seguir llenando de inmundicia el corazón con más novedades en esa excitación contante que produce el sistema dopaminérgico. A más excitación, más dopamina. Y más ansiedad y más extravío.

Décréation, un concepto de Simone Weil

Para dejar entrar a Dios en nuestro corazón es necesaria una atención pura: mirar la realidad sin deformarla por el interés propio, descansadamente. Aminorar el activismo de una curiosidad malsana que todo lo husmea. Es la décréation de la que habla Simone Weil, el vaciamiento voluntario del yo para que Dios ocupe el centro. Implica renunciar a la autoafirmación y a la apropiación posesiva, de modo que el corazón quede libre para ser morada de Dios. No huir del dolor, no intentar tapar todos los huecos en los que el silencio clama para ser escuchado. Significa andar menos agitados y más contemplativos, ponerse a la espera (pero no desesperadamente tal como hoy se aguarda una novedad) sino desde la calma y la quietud.

Ahora mismo la morada de nuestro interior no invita a entrar y reposar. Allí no se está sosegado, nosotros allí no estamos bien, no se descansa, no es un refugio de paz, no podemos ser acariciados pues andamos a tientas, torpemente, sin un propósito concreto. Hay que arreglar la casa de nuestro corazón, encender la luz, ofrecer espacio abierto para que Dios se encuentre bien acomodado y pueda mirarnos a los ojos sin que tengamos que avergonzarnos. Es preciso que tengamos las velas encendidas y llenas de aceite para que cuando llegue el Esposo nos invite a acompañarle y entrar en el banquete (Mt 25, 1-13).

El dolor vacía un corazón engreído

El mundo moderno en las últimas décadas no soporta el dolor. Y el dolor tiene sentido pues nos habla de nuestra condición de criaturas limitadas, y dependientes, que solo en Dios pueden alcanzar su plenitud. El dolor nos sitúa ante Dios. El dolor nos convierte en criaturas que se saben en manos de Dios y nos habla de nuestra fragilidad. Con Weil el sufrimiento “descrea” al yo, porque lo vacía de poder, de orgullo, de autoafirmación. Si se acoge este dolor, con atención y pureza, se convierte en espacio donde Dios puede entrar. Simone Weil lo dice con enorme claridad. En Attente de Dieu (Esperando a Dios, 1959) escribe: “La atención, absolutamente pura y sin mezcla, es oración. La forma más pura de oración no es pedir, sino prestar atención.”

Si prestamos atención el dolor este nos habla. El dolor señala el sinsentido de un yo soberano y autocomplaciente. En el dolor, en nuestra morada interior, tomamos la mano de Dios para que nos levante ya que nuestras fuerzas se han agotado. El sufrimiento, la contradicción nos hacen reparar en que, con atención y pureza, podemos abrir las puertas a quien realmente nos salva. El dolor nos abre a la empatía y a la compasión hacia el otro: ahí palpita un corazón compasivo que entonces se desentiende de la egolatría consumista y ahí empieza a ver personas y la mano de Dios.

La belleza que purifica

La contemplación de lo bello educa la atención pura: nos enseña a mirar sin forzar, a acoger sin violentar, a admirar sin poseer. En ese sentido, la belleza es una escuela de déscréation, porque vacía al yo de su apropiación glotona. La belleza no se explica, se contempla. Al no poder poseerla como una mercancía, el alma aprende a consentir al ser de las cosas. Aprende a dejar que las cosas sean como son sin manipularlas utilitariamente para que satisfagan nuestros intereses, En ese consentimiento, se educa la capacidad del corazón de acoger a Dios. La belleza (diferente a la belleza como mercancía) es medicina para el corazón estragado: lo limpia de la apropiación glotona, lo educa en la atención y lo abre a un deseo más alto que anhela la presencia del Otro. En Weil, la belleza es un “puente de cristal” hacia Dios: transparente, frágil, pero luminoso.

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