Religión en Libertad
Josef Pieper, un filósofo que situó la cuestión de la verdad y de las virtudes en el centro de su reflexión. Foto: Fundación Josef Pieper.

Josef Pieper, un filósofo que situó la cuestión de la verdad y de las virtudes en el centro de su reflexión. Foto: Fundación Josef Pieper.

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La finalidad del lenguaje

El lenguaje no es solo un mero instrumento de comunicación, ni una construcción arbitraria surgida por conveniencia social. El lenguaje no es neutro. Y conviene usarlo civilizadamente pues tiene, de suyo, vocación de verdad para que todos los actores o hablantes sepan a qué atenerse y no queden confundidos. Si es así la cooperación será posible. Si es así crecerá la confianza, el capital moral (técnicamente el capital social) de las comunidades. El lenguaje conviene socialmente pero siempre que se use con criterios de verdad.

En su raíz más profunda, el lenguaje es un don divino, una participación del hombre en el Logos, que es tanto Razón como Palabra. Esta capacidad no es solo funcional: revela la dignidad del ser humano como criatura racional, capaz de acceder al ser y de transmitirlo a través de las palabras.

En el Nuevo Testamento, esta perspectiva se eleva al máximo: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). No es solo que el lenguaje pueda expresar la verdad: es que Dios mismo llega a nosotros en lenguaje humano. La Palabra eterna del Padre, el Logos, se encarna y nos habla. Como dice la Carta a los Hebreos, “Dios, que en muchas ocasiones y de muchas maneras habló en el pasado… ahora nos ha hablado por el Hijo” (Heb 1,1). El lenguaje, entonces, no es solo una herramienta cultural: es el lugar donde la realidad se da a conocer y donde el hombre responde a la llamada del ser. En el lenguaje encontramos a Dios dado que estamos hablando en términos realistas, no subjetivistas, ni escépticos.

El lenguaje no es un velo que oculta

Esta concepción clásica —metafísica y teológica— afirma que el lenguaje tiene una vocación ontológica: decir la verdad. Aristóteles lo expresó con su habitual claridad: “Decir del ser que es, y del no-ser que no es, eso es decir la verdad” (Metafísica, IV, 7). Tomás de Aquino retoma esta afirmación y la eleva a su máximo sentido al definir la verdad como “adaequatio rei et intellectus”, es decir, la adecuación del entendimiento a la cosa (Summa Theologiae, I, q.16, a.1). En esta tradición, el lenguaje es verdadero cuando media fielmente entre el intelecto que conoce y la realidad conocida. El lenguaje no es un velo, sino un puente. No es una imposición, sino un acto de humildad y de justicia hacia el ser. Es un bien ante el que nos hemos de asombrar y llenarnos de atención para que (Simone Weil) la verdad se haga presente.

La palabra falsa como corrupción de la verdad

Josef Pieper, en su ensayo cada vez más actual Abuse of Language, Abuse of Power (1974/1992), señala que el lenguaje está esencialmente ordenado a la verdad. Su corrupción comienza cuando se usa no para decir lo que es, sino para manipular, dominar o impresionar. Pieper advierte que “la palabra verdadera toca al ser; la palabra falsa lo encubre y rompe la comunión”. El lenguaje pierde su naturaleza cuando deja de servir al ser y se convierte en instrumento de poder. Poder económico, en la publicidad en la peor política, etc. Hoy la mentira campa a sus anchas.

La verdad ha entrado en descrédito

Frente a esta tradición realista, el pensamiento contemporáneo —especialmente en su vertiente constructivista o posmoderna— ha propuesto una ruptura entre el lenguaje y la verdad. En estas corrientes, no existe una verdad objetiva accesible al ser humano: toda realidad -que ya no es inteligible- es una construcción cultural, simbólica, lingüística. En lugar de reflejar el ser, el lenguaje lo “produce”. Según Michel Foucault (1971/1980), el discurso no describe verazmente el mundo, sino que lo configura desde relaciones de poder. Jacques Derrida (1967/1976) va más allá al afirmar que no existe una realidad estable a la que el lenguaje remita con fidelidad.

La corrosión del lenguaje

Esta disolución del lenguaje en la subjetividad tiene consecuencias radicales en el campo educativo y moral. John Milbank (Theology and Social Theory: Beyond Secular Reason,1990) observa que “la modernidad ha hecho del lenguaje un campo de poder, no de verdad”, y que, por eso, el único discurso creíble se ha vuelto la ironía o la deconstrucción. Entonces el cinismo avanza corrosivamente. Y los más jóvenes se hunden en este marasmo de los móviles y las redes sociales. Y la Inteligencia Artificial capacita técnicamente para subvertir la verdad sin límites.

La verdad ya no es lo que el lenguaje busca, sino lo que supuestamente oculta. El interés, la utilidad, la ganancia a toda costa, el dominio son los nuevos criterios perversos en el uso del lenguaje.

La pedagogía, en consecuencia, deja de ser el arte de conducir al alma hacia la realidad, para convertirse en el arte de empoderar al sujeto, al estudiante en concreto, en la construcción de “su propia saber”. Esta postura, presentada a menudo como liberadora, encierra en realidad una profunda desesperanza: si no hay verdad, tampoco hay conocimiento, ni bien común, ni justicia, ni amor auténtico. A veces la educación parece un caos simbólico-lingüístico de un todos contra todos. Un verdadero juego sin reglas.

Cuando desaparece la confianza 

Mentir, hacer trampas con las palabras —consciente o inconscientemente— es tergiversar el lenguaje y con ello la relación del alma con el ser. John Henry Newman (1852/2025), en La idea de la Universidad, lo expresó con fuerza: “Toda mentira es un veneno, un veneno que contamina al hablante, al oyente, y a la relación misma entre ambos” (p. 252). Quien usa el lenguaje para construir ficciones subjetivas o encubrir la realidad no solo destruye el vínculo con el mundo, sino también el tejido mismo de la confianza y la comunión humana. En muchos planos la confianza se ha disuelto y la sospecha se ha extendido. Se confía en poca gente y solo en los ámbitos más íntimos, en la amistad, en el amor, en la familia. La nueva morada del lenguaje veraz es el hogar. Y a veces tampoco.

Recuperar el lenguaje para reconstruir la comunidad

Recuperar el lenguaje como acto de verdad es una tarea urgente -en muy diversos planos- pero fundamentalmente para toda educación verdaderamente humana: familiar y escolar. Alasdair MacIntyre (1981/2013), en Tras la virtud, afirma que educar es “introducirse en una tradición racional en la que decir la verdad importa más que el éxito”. La verdad es un bien interno del lenguaje, del pensamiento y de la educación. El éxito, en cambio, es un bien externo (poder, influencia, reputación).

Educar no es ofrecer herramientas neutras para construir discursos imprecisos y erráticos, sino formar en la virtud del logos: enseñar a recibir la realidad con humildad, a nombrarla con precisión, y a comunicarla con fidelidad. El lenguaje, cuando dice la verdad, cumple su vocación más alta: une al ser humano con el mundo, con los otros y con Dios. Toda pedagogía [en definitiva, toda escuela, toda universidad] que lo reduzca a un instrumento subjetivo o ideológico, la pervierte y destruye. Toda cultura que pierde el sentido de la verdad, pierde también el alma del lenguaje y, con ella, la posibilidad de la comunión, es decir de vivir comunitariamente en cooperación y amistad, una vida buena.

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