La sombra de unos pocos

Montgomery Clift es el injustamente acusado padre Logan en 'Yo confieso' (1953) de Alfred Hitchcock.
Cada vez que aparece una noticia sobre un sacerdote enredado en escándalos de drogas, homosexualidad o abusos —ya sean sexuales, de poder o de conciencia—, el golpe no cae solo sobre el implicado. Cae sobre todos. Cada titular manchado, cada caso de corrupción, cada imagen del clérigo esposado o degradado deja una huella que se proyecta sobre miles de sacerdotes que tratan de vivir su vocación con entrega, austeridad y amor sincero al pueblo de Dios.
Y duele. Duele profundamente. Porque detrás de cada uno de esos nombres hay comunidades enteras que sufren. Hay fieles que se sienten traicionados. Y hay muchos otros sacerdotes que, sin tener nada que ver, quedan marcados por una sospecha que no merecen.
Hoy basta con ponerse un alzacuellos para que algunos miren con recelo. Basta con hablar con afecto a un joven, acompañarlo, escucharlo o abrazarlo en un momento difícil, para que surja la pregunta: ¿qué habrá detrás? Basta con querer hacer el bien, para que el miedo a la mala interpretación condicione gestos, palabras y cercanías que antes nacían espontáneamente del amor pastoral.
Es una herida silenciosa que muchos sacerdotes llevamos dentro. Vivimos en un tiempo en el que la confianza ha sido gravemente erosionada. Los abusos cometidos —que son reales, gravísimos y deben ser denunciados y reparados— han causado un daño devastador. Pero lo que duele es ver cómo ese mal, cometido por una minoría, acaba contaminando la mirada hacia una mayoría que solo busca servir.
La gran injusticia es esa: que se ha instalado una sospecha generalizada. Como si el simple hecho de ser sacerdote bastara para ser considerado potencialmente peligroso. Como si cada gesto tuviera que ser explicado o justificado. Como si la inocencia, en nuestro caso, tuviera que demostrarse una y otra vez.
Y eso coarta la libertad. Porque el sacerdote que antes podía acompañar con cercanía a los jóvenes, hoy tiene miedo de hacerlo. Porque el cura que antes acogía sin reservas, hoy mide cada palabra. Porque aquel que antes podía ser un padre espiritual, hoy teme que su paternidad sea malinterpretada. El miedo a la sospecha ha levantado muros invisibles que enfrían el corazón del pastor.
Sin embargo, detrás de cada alzacuellos sigue habiendo miles de hombres buenos. Hombres que se levantan cada mañana, rezan, celebran, confiesan, escuchan, visitan enfermos, lloran con las familias que sufren y se alegran con los que encuentran la fe. Hombres que han dejado todo por servir a Cristo y a su Iglesia. Hombres que viven solos, que luchan, que se caen y se levantan, que piden perdón, que buscan la santidad entre las fragilidades humanas.
Ellos son la mayoría. Pero su bien apenas tiene titulares. Nadie abre un informativo para decir que un sacerdote ha reconciliado a un matrimonio roto, que ha acompañado a un joven que pensaba quitarse la vida, o que ha pasado la noche junto a un moribundo para que no muera solo. Eso no vende. La santidad no escandaliza. El amor oculto no llena periódicos.
Por eso, este es un clamor: no metamos a todos en el mismo saco. No dejemos que los pecados de algunos destruyan la credibilidad de todos. No permitamos que el mal de unos pocos robe la confianza que tantos otros se han ganado con años de fidelidad silenciosa.
La purificación de la Iglesia es necesaria y urgente. Que caiga todo lo que tenga que caer. Que se ilumine todo lo que deba salir a la luz. Pero que, en medio de esa necesaria limpieza, no perdamos la mirada justa. Que no olvidemos que el sacerdocio sigue siendo un don inmenso, que sigue habiendo pastores buenos, santos, de rodillas ante el Sagrario y con olor a oveja.
Quizá el mayor desafío hoy no sea solo combatir la corrupción, sino sanar la confianza. Recuperar la fe en que todavía hay hombres que viven el Evangelio con autenticidad, sin doblez. Recordar que Cristo sigue llamando y sigue sosteniendo. Que su gracia no ha desaparecido.
Y sí, seguiremos siendo sospechosos. Seguiremos bajo escrutinio. Pero más allá de las sombras, seguiremos sirviendo. Porque el bien que hacemos —aunque no salga en las noticias— sigue siendo más fuerte que todo el mal que se publique.
El mal hace ruido. El bien hace historia.