La Iglesia en el Tiempo de la Confusión

Estamos trabajando en ello
A lo largo de la historia, los ataques contra la fe han tomado distintas formas.
- En algunos momentos han sido ataques cristológicos, es decir, dirigidos contra la persona misma de Cristo: negando su divinidad, cuestionando que sea la revelación plena de Dios o reduciéndolo a uno más entre tantos “maestros espirituales”.
- En otras épocas, el ataque ha sido teocéntrico, centrado en negar la existencia de Dios o en marginarlo de la vida pública, con el auge del ateísmo y el agnosticismo que pretendían construir un mundo sin referencia al Creador.
Hoy esos dos ataques se combinan con un tercero: el ataque eclesiológico. No basta con negar a Cristo o con negar a Dios; ahora se busca desacreditar su Cuerpo, que es la Iglesia. Se la presenta como una institución humana, llena de errores, de pecados, de intereses. Y, lamentablemente, hay motivos que alimentan esa percepción. Los escándalos de corrupción, los abusos y los encubrimientos que se han dado dentro de la Iglesia -no fuera de ella- han hecho un daño inmenso, no sólo a las víctimas, sino también a la credibilidad de la Iglesia ante el mundo. Y eso no se puede negar ni ocultar.
Sin embargo, el problema de fondo no es solo la existencia de esos pecados, sino el modo en que hoy el ataque a la Iglesia proviene también desde dentro. Existen lobbies, corrientes internas y sectores de poder que parecen actuar con una lógica más política que espiritual. Grupos que se protegen entre sí, que manipulan estructuras, que buscan imponer un modo de pensar contrario al Evangelio, y que además lo hacen desde puestos de autoridad. Esto hace que el problema ya no sea una oposición externa a la fe, sino una infiltración de criterios mundanos dentro del corazón mismo de la Iglesia.
Vivimos tiempos en los que se presiona a la Iglesia para que cambie su modo de pensar, para que se acomode a las modas ideológicas del momento. No sólo desde fuera -desde los medios, los gobiernos o los movimientos culturales-, sino también desde dentro, por parte de quienes han perdido el sentido de la verdad revelada y quieren adaptar la doctrina a sus propias vidas y convicciones. Se exige a la Iglesia que se alinee con la mentalidad progresista, con la cultura woke, con los criterios de la Agenda 2030, con una visión puramente sociológica de la realidad.
Y el riesgo es evidente: una Iglesia que olvida que su misión es anunciar a Cristo. Su lenguaje se va desplazando.
- Deja de hablar de conversión, de salvación, de gracia, de pecado, de vida eterna, de cruz.
- Empieza a hablar -y sólo hablar- de pobreza, de migraciones, de ecología, de inclusión.
Todos esos temas tienen su lugar y su valor, pero son consecuencia del Evangelio, no su núcleo. Cuando se convierten en el centro del mensaje, la Iglesia corre el peligro de transformarse en una ONG con alzacuellos -y a veces, ni siquiera eso-, en una institución meramente humana que ha perdido su alma.
El gran drama de nuestro tiempo es una Iglesia que busca agradar al mundo más que agradar a Dios. Que teme ser rechazada y, por miedo, diluye su mensaje. Que cambia la claridad de la verdad por la ambigüedad del consenso. Que prefiere ser aceptada antes que ser fiel.
Y mientras unos impulsan esta deriva, otros callan. El silencio de muchos pastores, la confusión en el lenguaje, la falta de firmeza doctrinal, la tibieza y la división interna, todo eso va desgastando la credibilidad y la fuerza espiritual de la Iglesia.
Pero Cristo no fundó su Iglesia para que fuera aplaudida, sino para que fuera luz en medio de las tinieblas, sal de la tierra, ciudad puesta en lo alto del monte. Su tarea no es encajar, sino evangelizar. No es ser popular, sino ser fiel. No es seguir la corriente del mundo, sino ofrecerle un rumbo nuevo.
La Iglesia debe volver una y otra vez a su centro: Jesucristo vivo y resucitado. Sólo desde Él podrá hablar de justicia, de caridad, de ecología, de paz o de pobreza. Porque todo eso brota del amor de Dios manifestado en Cristo. Sin Él, todo se vuelve ideología; con Él, todo se convierte en evangelio.
Jesús ya nos advirtió: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). No debemos tener miedo de ser una Iglesia perseguida, pero sí debemos temer ser una Iglesia irrelevante por haber dejado de ser fiel. Una Iglesia que renuncia a la verdad deja de ser signo de salvación para convertirse en simple reflejo del mundo que la rodea.
La hora que vivimos exige pastores firmes, fieles, valientes. Exige comunidades que no se avergüencen de Cristo, que no se rindan al pensamiento dominante. Exige una Iglesia que vuelva a ser profética, que anuncie la verdad completa, incluso cuando duela, incluso cuando eso signifique perder privilegios o simpatías.
Sólo así la Iglesia será verdaderamente Iglesia: madre y maestra, testigo del amor de Dios, servidora de la verdad, lámpara que no se apaga en medio de la noche del mundo.
- Antonio María Doménech Guillén
- Francisco Javier Bronchalo Serrano
- Jesús María Silva Castignani