Religión en Libertad

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El cultivo del silencio en la acción litúrgica favorece la sacralidad del rito, su profundidad y su verdadera participación plena, consciente, activa, interior y fructuosa.

“Pastoral” será también el trabajo educador en torno al silencio ya que muestra la Presencia de Cristo propiciando la respuesta de fe; en palabras de Juan Pablo II:

Los momentos de silencio prescritos -es decir, obligatorios- que el Misal romano señala son:

Son silencios de diversa naturaleza y, por tanto, dirigidos al interior de manera distinta. Sus claves son diferentes a la hora de vivirlos.

En el acto penitencial y tras el “Oremos” de la oración colecta, es un silencio de recogimiento. Entramos en lo interior para formular nuestra petición evitando dispersarnos, distraernos. En el acto penitencial, el recogimiento se vuelve una humilde súplica de perdón y de reconocimiento de la propia debilidad, para después, en común, pedir perdón al Señor. El “Oremos” de la oración colecta es una invitación para que, recogiéndonos, formulemos cada uno nuestra súplica personal al Señor, nuestras peticiones concretas, en el momento de celebrar la Santa Misa. La oración que el sacerdote pronuncia después de este silencio recoge o recolecta todas nuestras peticiones personales.

Un silencio de meditación, naturalmente breve para no desfigurar la naturaleza comunitaria de la liturgia y el ritmo mismo de la celebración es el silencio después de la lectura o después de la homilía. Aquí se medita lo escuchado, pasándolo al corazón y a la memoria, de manera que asimilemos cuanto la Palabra de Dios ha proclamado y se convierta en algo nuestro, se encarne en nuestro existir. En silencio ha de ser escuchada esta divina Palabra que desde los cielos sigue proclamando el Padre por su Hijo.

Un silencio orante, de adoración y de acción de gracias, se produce tras la comunión, es decir, tras la recepción del Cuerpo eucarístico del Señor. Es el momento personalísimo de encuentro con Cristo en el corazón, adorando su Presencia real, dándole gracias por su amor y misericordia, uniéndonos a Él para vivir en Él. Será, en proporción, un silencio que tampoco rompa el ritmo comunitario como una larguísima pausa, sino proporcionado, como el silencio después de la homilía.

Por último, un silencio de preparación, aquel que debe reinar tanto en la iglesia como en la misma sacristía y que dispone a la persona a pasar del trasiego de la actividad a centrarse sólo en la acción sagrada, con el suficiente sosiego, paz e intención clara de glorificar al Señor.

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