Religión en Libertad

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Sin entrar en polémicas estériles, ni meras discusiones tan en boga hoy a veces en los medios católicos, vamos a limitarnos al campo propio de este blog, que es el de la formación catequética. En esta ocasión, para precisar algunos puntos o elementos sobre el Concilio ecuménico Vaticano II (19621965).

"Lo que fue": fue un Concilio y por tanto Magisterio de la Iglesia que pide el asentimiento religioso y obsequioso de la fe, la obediencia. Para ello, es imprescindible conocerlo, leer sus 4 Constituciones, sus decretos y declaraciones, porque son la enseñanza de la Iglesia y la ruta hoy para que la sigamos. Muchos sínodos después han ido perfilando y ahondando, desglosando la doctrina conciliar: laicado, presbíteros, religiosos, Palabra, etc., plasmados luego en exhortaciones apostólicas post-sinodales. "Lo que fue": un Concilio, y un Concilio es, al final, sus documentos. No son impresiones particulares ni la explosión afectiva e impactante del momento. El Concilio es aquello que hoy son sus documentos. ¿Leídos? Yo creo que no... simplemente aludidos, pero nunca trabajados a fondo. Hay un cuerpo doctrinal válido que necesitamos conocer y asimilar. Eso es "lo que fue". ¿Qué pretendía? ¿Cuál su objeto? Pablo VI dedicó muchos discursos y audiencias a expresar el fin y el puerto al que el Concilio llevaba a la Iglesia. Uno de esos discursos, por ejemplo, nos pueden permitir otear el horizonte conciliar:

Por tanto, un Concilio es un hecho extraordinario de la vida de la Iglesia, donde los sucesores de los Apóstoles con Pedro y bajo Pedro, oran al Espíritu Santo y deliberan como pastores y maestros del Pueblo cristiano. En este caso concreto, no para definir doctrina, formulada en dogmas -como en Nicea o Éfeso...- sino para reformar y revisar -como en algunos de los Concilios Lateranos o Trento, por ejemplo-. Esto es necesario. La fe es la misma, el sujeto-Iglesia es el mismo, pero las adherencias históricas innecesarias deben ser eliminadas y la Iglesia embellecida, rejuvenecida. Al mismo tiempo, afrontar y dar respuesta a los desafíos concretos de cada época. Evidentemente, y esto no admite discusión alguna, la adhesión a este Concilio debe ser firme y sin fisura, como firme y sin fisura será la adhesión a todos y cada uno de los Concilios de la Iglesia. "No somos del Vaticano II" rechazando los anteriores Concilios; ni tampoco rechazamos o rebajamos su importancia -como algunos se empeñan- argumentando que no definió dogma alguno y era "pastoral" (olvidando que también tiene Constituciones dogmáticas); ni soñamos con un Concilio Vaticano III ya, inmediato, transgresor, que hiciera un maridaje absoluto con la moda ideológica de esta post-modernidad. Y esta adhesión, reiteramos, pasa por la lectura y estudio, así como aplicación, de sus documentos magisteriales interpretados después por el Magisterio pontificio contemporáneo. Esto en cuanto a "lo que fue". "Lo que no fue" el Concilio Vaticano II es igualmente amplio para definir. Con muchísima frecuencia, en lugar de los documentos, el Concilio se ha identificado con un "espíritu" etéreo, un talante, que innovaba todo amparándose en el Concilio sin haber leído el Concilio. Amparados en ese "espíritu", muchos despropósitos se han cometido, una reinterpretación liberal y secularizadora de la fe que ha arrasado al pueblo cristiano y cuyas consecuencias hoy, tantos años después, están bien patentes. ¿Lo que se pretendía era innovar, es decir, destruir lo anterior en la vida de la Iglesia y realizar una acomodación a las modas ideológicas del momento, desplazar a Dios y situar al hombre y el horizonte social? ¡Evidentemente no! Pablo VI explicaba así estas tendencias:

Se intentó -se intenta aún hoy- una Nueva Iglesia, en clara ruptura con la identidad del sujeto-Iglesia. Un antropocentrismo devastador excluía a Dios y el sentimiento religioso, y desembocaba en tareas seculares, en un pragmatismo que buscaba sólo la transformación del orden temporal. La secularización campó a sus anchas y la Iglesia -la Nueva Iglesia- se reducía a la justicia social (como lenguaje demagógico), a los valores (la solidaridad, la justicia, la paz), a los pobres (recurso igualmente demagógico, cuando siempre asistió a los pobres sin secularización alguna). El dogma se vació de sí mismo para que entrase el discurso y la ideología.

Lo que no fue el Concilio Vaticano II es un apoyo al sociologismo en todo, ni al análisis marxista de la realidad: un materialismo dialéctico, favorecedor de la lucha de clases incluyendo la revolución y la lucha armada, de las bases contra el sistema opresor, negando lo sobrenatural y anclando el paraíso únicamente en la tierra. Y eso aun cuando, en el postconcilio, este análisis marxista campeó a sus anchas entre católicos y se vendía la falsa idea de que lo más cercano al cristianismo era la utopía comunista. El fin de la Iglesia ni es terreno ni es la búsqueda de la justicia social, implantando un orden nuevo mediante la revolución.

Lo que no fue el Concilio Vaticano II es la aprobación del disenso y del subjetivismo en virtud del cual cada uno hacía lo que pensaba mejor y, fruto del subjetivismo, se dejaba al lado a la misma Iglesia y cada comunidad se escindía en la práctica creando su liturgia, su moral, su espiritualidad, su doctrina. La relajación de la disciplina y del orden en la Iglesia, así como de la piedad y la espiritualidad, no encajan con el Concilio Vaticano II, sino más bien con otras corrientes culturales e ideológicas ajenas a la Iglesia. Es verdad que todo ese caos era el relativismo dentro de la Iglesia, y algunos lo justificaban con la pretenciosa frase del "espíritu del Concilio"; pero era imposible que esa desintegración eclesial pudiese aportar un documento o un párrafo que avalase esas conductas pastorales.

Pablo VI, recién acabado el Concilio, advertía de esa desintegración y esos gérmenes de disenso y ruptura, pidiendo la Comunión eclesial y la unidad en la fe.

En muy poco tiempo, menos de un año de la clausura en sesión solemne del Vaticano II, se vio una situación extraña: en vez de florecer la vida cristiana, cundía la apatía y el desencanto a la vez que florecían los gérmenes de subjetivismo que antes describíamos.

Todo esto ni mucho menos era el fruto del Concilio Vaticano II como algunos hoy, machaconamente, repiten. En un año -véase la fecha de los discursos aducidos aquí- afloró lo que ya previamente estaba introducido en la Iglesia. Las corrientes, que a principios del siglo XX se las denominó "modernismo", estaban agazapadas, no muertas, y afloraron con fuerza cuando en los años 60 -piénsese en el mayo del 68- el relativismo absoluto supuso una quiebra en la cultura y el pensamiento. La suciedad moral y la basura de tantas corrupciones no era de ayer; había comenzado en los años 40 y 50, como desgraciadamente podemos hoy saber. Tampoco esto es fruto del Concilio Vaticano II. Esto es lo que no fue el Vaticano II. Ahora, con simplismo histórico, todos los males actuales se le quieren atribuir a dicho Concilio. Creo que debemos situarnos. "Lo que fue" el Concilio ya lo vimos, y su deducción lógica es que hemos de retomarlo, leerlo, estudiarlo, trabajarlo así como el Magisterio pontificio que lo desarrolla y aplica, y luego tenerlo como una hoja de ruta clara. "Lo que no fue" el Concilio lo acabamos de describir someramente. No nos dejemos arrastrar por los análisis de un signo o de otro que destruyen finalmente el Concilio en aras de la ideología (tanto del progresismo que construye una "nueva Iglesia", como del integrismo que niega la validez al Concilio Vaticano II).

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