Religión en Libertad

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Permanecer en adoración ante Cristo-eucaristía es algo cargado de consecuencias, situando de nuevo al orante ante el Misterio y ante sus propias decisiones y respuestas libres ante el Misterio. Ni es banal ni trivial ni devocionalismo la adoración eucarística, sino que ésta alcanza dimensiones grandes, capaces de tocar a la persona en su centro vital.

1) El hombre busca a Dios, lo necesita, lo reconoce, pero quien primero ha salido al encuentro del hombre ha sido Dios mismo. Sería imposible al hombre, criatura humana, llegar a reconocer todo lo que Dios es y abrazarlo en su Misterio. Si el alma busca a Dios, mucho más la busca Dios a ella, afirma taxativamente san Juan de la Cruz en Llama de amor viva (3,28).

No basta sólo el auxilio de la razón para encontrar a Dios, sino que es necesaria la fe que lo reconoce y se entrega a Él. Esta fe es la que nos permite escuchar a Cristo y sus palabras: "Esto es mi Cuerpo", permitiendo así que la Eucaristía sea la Presencia de Cristo, indudable, certera y amorosa.

Para encontrar a Dios y de verdad mantener un diálogo salvador con Él, porque Él lo quiere entablar con nosotros, nada mejor que la Eucaristía adorada, donde se puede penetrar en la revelación en una escucha humilde del Señor.

2) Su Presencia real provoca en los fieles, y en el alma de la Iglesia entera, un profundo estupor, por lo cual, se adora el Sacramento, se le rodea de veneración, del máximo respeto, de detalles de finura y delicadeza con el Señor.

Está el Señor, no como un objeto, sino como un Alguien, Él mismo vivo, y está para darse en Comunión, es decir, para provocar la unión más profunda entre Él y nosotros. Se nos da en Comunión sacramental para unirse a nosotros y nosotros con Él, y también se nos da en la adoración eucarística, para provocar la unión de afectos, mente y voluntad.

3) La Eucaristía, celebrada y luego prolongada en la adoración, desenmascara nuestras esclavitudes y logra que reconozcamos los ídolos y dioses falsos a los que nos hemos entregado.

La adoración reconoce a Cristo como el Único; su luz, en la oración sosegada ante su Presencia, permite que afloren las esclavitudes que nos retienen en el seguimiento de su Persona, descubriéndonos a nosotros mismos los ídolos a los que hemos sacrificado el corazón.

¿Qué ídolos y qué falsos dioses? Estarían los pequeños dioses que hemos colocado cada uno: una persona idolatrada y de la que se depende para todo y se mira con fascinación, incluso disfrazado todo de piedad, el dinero o una posición social, etc. A estos ídolos sumemos las ideologías dominantes que hacen mella en la mente cristiana y el autoendiosamiento con el que cada cual se establece a sí mismo como criterio último, lleno de relativismo, de la verdad, del bien, de lo moral.

Desenmascarar los ídolos no es tarea fácil ni grata: provoca rechazo y el menosprecio ante quien asume esa tarea:

Con una fuerza superior y una certeza interna indiscutible, es el mismo Señor quien en la Eucaristía y en la adoración eucarística nos sitúa ante el misterio de la verdadera libertad, la del amor y la del seguimiento, desnudando los ídolos de los ropajes con que, tal vez, los hemos ido disfrazando para engañarnos a nosotros mismos.

La libertad crece, fuerte y segura en la Verdad y el Amor, cuando la adoración eucarística es una práctica habitual, vivida con intensidad.

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