Viernes, 04 de octubre de 2024

Religión en Libertad

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Este es el primer capítulo de la última y trepidante novela de Victor Hugo

Noventa y tres de Victor Hugo (primera parte)

por Victor in vínculis

Noventa y tres es la última novela de Victor Hugo. Publicada en 1874, está ambientada en una de las fases más terribles de la Revolución francesa: el Terror en 1793. Hugo tenía la intención de realizar una trilogía novelesca dedicada a la Revolución, de la que ésta sería el primer volumen. Sin embargo, no pudo terminar su proyecto. Noventa y tres representa su oportunidad de exponer los frutos de su profunda reflexión sobre los hechos revolucionarios y la legitimidad de la Revolución, a la vez que hacía referencia a la Comuna de París de 1871.

[El texto aparece traducido en esta interesante página ¿Quiénes somos? – Rebelion]

El noventa y tres. Libro Primero. Capítulo Primero

En los últimos días de mayo de 1793, uno de los batallones parisienses enviados a Bretaña por Santerre registraba el temible bosque de la Saudraie, en Astillé. El batallón se componía ya solo de unos trescientos hombres, porque había sido diezmado en aquella dura guerra. Era la época en que después de los combates de Argonne, Jemmapes y Valmy, el primer batallón de París, que tenía seiscientos voluntarios, había quedado reducido a veintisiete hombres, el segundo a veintitrés, y el tercero a cincuenta y siete. Tiempo fue aquél de luchas épicas.

Los batallones enviados desde París a la Vendée constaban de novecientos doce hombres. Cada batallón llevaba tres piezas de artillería. Habían sido organizados rápidamente. El 25 de abril, siendo Gohier ministro de Justicia y Bouchotto ministro de la Guerra, la sección de Bon-Conseil propuso enviar batallones de voluntarios a la Vendée. Lubin, miembro de la Municipalidad, presentó su dictamen sobre este asunto, y el 10 de mayo Santerre se hallaba en disposición de enviar doce mil soldados, treinta piezas de artillería y un batallón de artilleros. Aun que estos batallones se organizaron apresuradamente, resultaron tan perfectos que sirven aún hoy de modelo, y con arreglo a su organización se han formado las compañías de línea; debido a estos batallones se ha cambiado la antigua proporción entre el número de soldados y el de sub oficiales.

El 28 de abril, el municipio de París había dado a los voluntarios de Santerre esta consigna: No hay perdón ni cuartel. A fines de mayo, de los doce mil hombres que habían partido de París, ocho mil habían muerto.

El batallón que había penetrado en el bosque de la Saudraie marchaba con gran precaución. Sin precipitarse, miraba al mismo tiempo a derecha e izquierda, delante y detrás. Kléber había dicho: El soldado debe tener un ojo en la espalda.

Hacía largo tiempo que marchaban. ¿Qué hora sería? ¿En qué instante del día estaban? Hubiera sido difícil decirlo, porque siempre hay una especie de crepúsculo en tan silvestres espesuras, y nunca es de día en semejantes bosques.

El bosque de la Saudraie era trágico. Fue en él donde los crímenes de la guerra civil comenzaron, en diciembre de 1792. Mousqueton, el cojo feroz, había salido de aquellas espesuras funestas, y el número de asesinatos cometidos en ellas hacía erizar los cabellos.

Era aquel bosque espantoso, y los soldados se internaban en él con suma cautela. Todo estaba florecido; en torno se veía una temblorosa muralla de ramajes, de los que se derramaba la deliciosa frescura de las hojas. Los rayos del sol penetraban aquí y allá las verdes tinieblas; en el suelo, la correhuela, el junco de los pantanos, el narciso de los prados, la mar garita, que anuncian la primavera, bordaban y festoneaban una tupida alfombra de vegetación, en la que hormigueaban todas las formas del musgo, desde la que asemeja una oruga hasta la que imita a las estrellas. Los soldados se adelantaban paso a paso y en silencio, apartando suavemente la maleza. Los pájaros gorjeaban por encima de las bayonetas.

La Saudraie era uno de esos sotos donde antiguamente, en tiempos más tranquilos, se cazaban pájaros en la noche. Pero ahora solo se cazaban hombres.

El bosque se componía de abedules, hayas y encinas. El terreno era llano, y el musgo y la hierba espesa amortiguaban el ruido de los pasos; no había ningún sendero o, por mejor decirlo, los senderos se borraban al momento; los robles, las citrinas, la maleza y las zarzas imposibilitaban ver a un hombre a diez pasos de distancia.

De cuando en cuando pasaba por entre el ramaje una ardilla o una gallineta de agua, indicando la proximidad del pantano.

Los soldados caminaban a la aventura, inquietos y temerosos de encontrar lo que buscaban.

A veces hallaban señales de campamentos, de un fuego, hierbas pisadas, palos en cruz, ramas ensangrentadas; allá se había cocinado el rancho, aquí se había dicho misa, en aquel lugar se había curado a los heridos. Pero los que habían pasado por esos lugares ya no estaban en ellos. ¿A dónde se habían dirigido? Quizá estaban lejos, o quizá cerca, ocultos con el trabuco en la mano. El bosque parecía estar desierto; pero el batallón redoblaba su prudencia, porque la soledad inspiraba desconfianza.

No ver a nadie era una razón más para temer que hubiese alguien; el bosque tenía mala fama y una emboscada era lo más probable.

Mandados por un sargento, treinta granaderos, destacados como exploradores, marchaban por delante, a gran distancia del grueso de las fuerzas; la cantinera del batallón los acompañaba. Las cantineras se incorporan de buen grado a la vanguardia; allí se corre peligro, pero se ve algo, y la curiosidad es una de las formas que adopta el valor femenino. De repente, los soldados del pequeño destacamento de vanguardia experimentaron aquella sensación conocida de los cazadores que indica la proximidad de la caza. Se había oído una especie de respiración en el centro de la espesura, y parecía que acababa de verse un movimiento de las hojas. Los soldados se hicieron una señal.

En las tareas confiadas a los exploradores, los jefes no necesitan mezclarse; lo que debe hacerse se hace por uno mismo.

En menos de un minuto, el punto en que se había advertido el movimiento fue cercado. Un círculo de fusiles apuntándolo lo rodeó. De todas partes, y a la vez, se orientaron las bocas de fuego hacia el centro oscuro de la maleza y los soldados con el dedo en el gatillo y la vista sobre el sitio sospechoso solo esperaban para disparar la voz de mando del sargento.

Entretanto, la cantinera se aventuró a mirar por entre las zarzas, y en el instante en que el sargento iba a gritar «¡fuego!», ella gritó:

-¡Alto! -se volvió después hacia los soldados y les dijo:

-No disparéis, camaradas -y se precipitó a la espesura, seguida de los exploradores.

En efecto, allí había alguien: en lo más intrincado del matorral, junto a una de esas pequeñas explanadas que forman en los bosques los hornos de carbón al quemarse las raíces de los árboles, y en un agujero formado por las ramas, especie de cueva de follaje entreabierta como una alcoba, estaba sentada una mujer sobre el musgo, dando el pecho a un niño, y teniendo en su regazo las cabecitas rubias de otros dos niños dormidos.

 

Aquella era la emboscada.

-¿Qué hacéis aquí? -gritó la cantinera.

La mujer levantó la cabeza.

La cantinera añadió furiosa:

-¡Estás loca para permanecer aquí! -continuó enfurecida la cantinera-. Un minuto más y todos estaríais muertos.

Luego se dirigió a los soldados.

-Es una mujer.

-¡Pardiez!, ya lo vemos -afirmó un granadero.

-¡Venir al bosque a que os fusilen! -prosiguió la cantinera-. Nunca he visto una idea más estúpida.

La mujer, estupefacta, petrificada, miraba a su alrededor como a través de un sueño, viendo aquellos fusiles, aquellos sables, aquellas bayonetas y aquellas caras feroces.

Los dos niños se despertaron y asustados se echaron a llorar.

-¡Tengo hambre! -dijo uno.

-¡Tengo miedo! -dijo el otro.

El menor continuaba mamando.

La cantinera se dirigió a él.

-Tú sí sabes lo que haces.

La madre estaba muda de espanto.

El sargento se dirigió a ella:

-No tengas miedo, somos del batallón del Gorro Rojo.

La mujer tembló de pies a cabeza. Miró al sargento, en cuyo duro semblante no se veían más que las cejas, las pestañas y los bigotes, aparte de las brasas de sus ojos.

-El batallón de la antigua Cruz Roja -añadió la cantinera.

El sargento continuó:

-¿Quién eres?

La mujer lo contemplaba muda de espanto. Era delgada, joven, pálida e iba vestida de harapos, con el grueso capuchón de las labradoras bretonas y la manta de lana sujeta al cuello con un bramante. Dejaba ver su seno desnudo con la indiferencia de una nodriza. Sus pies, sin medias ni calzado, estaban en sangrentados.

-Es una mendiga -dijo el sargento.

-¿Cómo te llamas? -preguntó la cantinera con una voz que estaba entre la del soldado y la femenina, pero en cualquier caso dulce.

-Michelle Fléchard -murmuró la mujer tartamudeando.

La cantinera, entre tanto, acariciaba con su ruda mano la cabecita del lactante.

-¿Cuánto tiempo tiene este muñeco? -preguntó.

La madre no comprendió. La cantinera insistió:

-¿Qué edad tiene este?

-¡Ah! Dieciocho meses -dijo la madre.

-Ya es mayor -dijo la cantinera-. No tienes que darle más de mamar. Será preciso destetarlo. Le daremos de nuestra sopa.

La madre comenzó a tranquilizarse. Los dos niños, ya completamente despiertos, se mostraban más curiosos que asustados.

Admiraban los plumeros de la tropa.

-¡Ah! -exclamó la madre-. Tienen mucha hambre.

Y añadió:

-Y ya no tengo leche.

-Les daremos de comer -dijo el sargento-, y también a ti. Pero antes dime: ¿cuáles son tus opiniones políticas?

La mujer miró al sargento sin responder.

-¿Entiendes mi pregunta?

Ella balbuceó:

-Me encerraron en un convento siendo muy joven, pero me casé, no soy religiosa. Las monjas me enseñaron a hablar francés. Mi aldea fue incendiada. Nos pusimos a salvo con tan tas prisas que no pude ni ponerme los zapatos.

-Te pregunto cuáles son tus opiniones políticas.

-De eso no entiendo.

-Es que hay espías -prosiguió el sargento-, y a los espías se les fusila. Vamos, habla, ¿no eres gitana?, ¿cuál es tu patria?

Ella continuó mirándolo sin comprender.

-¿Cuál es tu patria? -insistió el sargento.

-No lo sé.

-¡Cómo! ¿No sabes de qué país eres?

-Ah, sí, de mi país.

-¿Y cuál es tu país?

-La alquería de Siscoignard -respondió la mujer-, en la parroquia de Azé.

El sargento se quedó estupefacto.

-¿De dónde has dicho? -inquirió, tras meditar un momento.

-De Siscoignard.

-Eso no es una patria.

-Pero es mi país. Ya entiendo -agregó la mujer, tras reflexionar unos instantes-. Vos sois de Francia y yo de Bretaña.

-¿Y qué?

-Que no es el mismo país.

-¡Pero sí la misma patria! -proclamó el sargento.

-Yo soy de Siscoignard -se limitó a responder la mujer.

-Vaya por Siscoignard -repuso el sargento-. ¿Es de allí tu familia?

-Sí.

-¿Y qué hacen?

-Han muerto todos. Ya no tengo a nadie.

El sargento, al que se le daba bien el parloteo, continuó el interrogatorio.

-¡Diablo! Siempre hay o ha habido parientes. ¿Quién eres tú? Habla.

La mujer escuchaba aturdida los sonidos de aquellos acentos que más le parecían los rugidos de una fiera que palabras humanas.

La cantinera comprendió la necesidad de intervenir. Volvió a acariciar al bebé y golpeó cariñosamente las mejillas de sus hermanos.

-¿Cómo se llama la pequeña?, porque ya veo que es una niña.

-Georgette -respondió la madre.

-¿Y el mayor? Porque este bribón ya es un hombre.

-René-Jean.

-¿Y el pequeño, que también es todo un hombre, el mofletudo?

-Gros-Alain -repuso la madre.

-Estos niños son muy guapos -admitió la cantinera-, y ya se dan el aire de personas.

-Bien, ¿tienes casa? -intervino de nuevo el sargento.

-Tenía una.

-¿Dónde?

-En Azé.

-¿Por qué no estás en ella?

-Porque la han quemado.

-¿Quiénes?

-No lo sé. Hubo una batalla.

-¿De dónde vienes?

-De allí.

-¿Adónde vas?

-Lo ignoro.

-Veamos, ¿quién eres?

-No lo sé.

-¿No sabes quién eres?

-Somos fugitivos.

-¿A favor de quién estás?

-No lo sé.

-¿Estás a favor de los azules o de los blancos? ¿Con quién estás?

-Estoy con mis hijos.

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