Martes, 19 de marzo de 2024

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Concilio Vaticano II. ¿Chivo expiatorio?

Concilio Vaticano II. ¿Chivo expiatorio?

por Duc in altum!

Es muy importante prestar atención a los problemas y retos que enfrenta la Iglesia en la actualidad para que, al asumirlos sin miedo o reduccionismos, podamos mejorar en todo sentido; sin embargo, casi siempre, cuando se lleva a cabo un análisis de la situación eclesial, se escuchan muchas voces que se lo atribuyen al Concilio Vaticano II. Parten de una premisa equivocada, al punto de convertirlo en un “chivo expiatorio”. ¿En qué sentido? En el de atribuirle una culpa o responsabilidad que no tiene. La crisis de fe que, efectivamente, venimos arrastrando desde el post concilio y que se nota en muchos aspectos como los abusos litúrgicos o la idea de organizar una misión católica sin hablar de Cristo para “evitar ofender”, no viene de los documentos conciliares (constituciones, declaraciones y decretos), sino de la interpretación equivocada que algunos autores hicieron de estos. Muchas personas nunca han leído lo que dicen los documentos oficiales, sino lo que se comenta acerca de ellos como nota de pie de página y eso es lo que, en efecto, ha contribuido a la crisis de fe que se experimenta en muchos lugares. No es el Concilio Vaticano II el problema, sino las interpretaciones que se han hecho sobre el mismo y que, muchas veces, han distorsionado su mensaje. Es el caso de los que confunden renovar la forma con cambiar el fondo. El Concilio pidió una renovación en cuanto a las vías de comunicar a Dios, pero nunca puso en tela de juicio los elementos de la teología dogmática como la presencia real de Jesús en la Eucaristía o la resurrección. Por tanto, ¿en dónde radica que haya católicos confundidos? En no haberlo entendido adecuadamente. Por eso, con justa razón, Benedicto XVI decía que no debíamos confundir el concilio real (el que, en efecto, se dio dentro de los muros del Vaticano) con el virtual (aquel que fue explicado parcialmente y según ciertos intereses ideológicos).

En cuanto a la forma extraordinaria y ordinaria de celebrar la Eucaristía, hay que subrayar que Jesús se hace presente en ambos ritos. El punto es que no se genere una lucha entre los que participan en uno u otro, sino que se alcance una mayor comprensión y coexistencia a fin de mantener la unidad.

Si no hubiéramos tenido el Concilio Vaticano II, muchas de las cosas que hoy hacemos no serían posibles. Por ejemplo, laicos cada vez más comprometidos con la Iglesia. Es verdad que ya los había desde antes, pero también es cierto que no se contaba con la comprensión teológica que hoy se tiene y que mira (e impulsa) con total normalidad que un laico casado o soltero se sienta parte de la tarea evangelizadora de la Iglesia. De ahí que el concilio sea una buena noticia y que debamos estudiarlo y contextualizarlo sin forzar su espíritu.

Juan XXXIII hizo bien. El mundo estaba cambiando y, de hecho, lo hizo con fuerza a partir de 1968. Si no se hubiera dado su iniciativa de convocar a los obispos del mundo la dificultad que ya de por si la Iglesia tiene con las nuevas preguntas se habría hecho imposible de llevar. El concilio, bien entendido, nos dotó de espacios nuevos como las Jornadas Mundiales de la Juventud cuyos frutos nadie, en su sano juicio, puede poner en duda.

Es verdad. Muchos han malinterpretado el concilio trayendo el cierre de seminarios, parroquias y un sinfín de espacios necesarios. Lo anterior, al restarle importancia a la espiritualidad, a la formación humano-cristiana; sin embargo, corrijamos la distorsión y no hagamos del texto original, bien elaborado y documentado, la causa.

La clave para dejar de malinterpretar al Concilio Vaticano II nos la dio el Papa Pablo VI. Estamos hablando de la hermenéutica de la continuidad; es decir, la renovación de la forma, cuidando el fondo, el depósito de la fe que es siempre actual y, por ende, no requiere de agregados. Lo que cambia, lo que varía, es el lenguaje, las formas, los modos, pero dentro de una lectura atenta del Evangelio y sin que se pretenda el nacimiento de una “nueva Iglesia” que rompa con todo lo anterior.

 El problema no es el concilio, sino aplicar criterios basados en algunos autores que lo transmitieron fuera del espíritu de los padres conciliares. El objetivo no es seguir buscando culpables, sino refrendar la relevancia del Vaticano II, desempolvándolo y aplicándolo desde su raíz para así evitar que se le siga usando como moneda de cambio para otros intereses sean de porte integrista o progresista. Los católicos, al aceptar plenamente el concilio antes citado, crecemos en nuestro compromiso bautismal. Por eso no hay que “descafeinarlo” con posturas ideológicas, sino a la luz del Evangelio como clave de nuestra vida y trabajo pastoral.

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