Viernes, 19 de abril de 2024

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El beato José Polo Benito llevó a cientos de peregrinos a Tierra Santa

En el Monte de los Olivos por Polo Benito (en ABC)

por Victor in vínculis

DESDE EL MONTE DE LOS OLIVOS

(1935.04.14) 

Puede decirse que la Pasión empieza en un rellano de este monte, viejo de siglos, y termina en lo más empinado del montuoso peñascal. Los olivos rugosos, agrietados, encanecidos, que a trechos recuerdan la antigua vegetación frondosa y opulenta, son el más remoto vestigio de la inefable gesta. Árboles dos veces milenarios, acaso algunos de los pocos que quedan, vio al Maestro descender hacia el valle de Cedrón por un hondo sendero polvoriento, camino de Jerusalén, y días más tarde hubo de contemplarlo entre arreboles de nube camino del cielo.

Buen miradero el de este monte, situado a 818 metros sobre el Mediterráneo y a 50 de lo más alto de Jerusalén. Como en un mapa de enmarañadas superficies, la geografía palestiniana, compleja y varia, ofrécese desde allí en perspectivas de evocación y misterio, tanto o más impresionante que desde la cumbre del Tabor o del Carmelo. Por el lado norte sus rocosas mesetas de Ramallak y de En-Nebi-Samuel, estimaciones de la montaña de Efrain; por el sur los cerros azulados blancos de Belén, y sobre ellos, como gigantesco relieve de la tierra conmovida, la talla cónica del Herodium, el llamado monte de los Irancos. Casi a nuestro lado, entre anémonas, margaritas y clavellinas, que con las gracias de primavera vistieron el suelo de un tapiz rojo, las evangélicas aldeas de Altfagé y El-Azarie, que es Betania. En lejanía, la soledad desértica de Judá, calcinada, hundida en los cauces de una extraña y profunda depresión por donde corre el risueño Jordán, y más allá, cerrando el horizonte, los picachos de Galaad y del Moab bíblico. El Hebrón colgado de nieblas. Casi a nuestros pies Jerusalén. En el recinto sagrado que circundan altas murallas dominadas por almenas y torrecillas, resaltan agujas y cúpulas; palmeras y minaretes; iglesias cristianas y mezquitas árabes. Sobre la Ciudad Santa los tres lados de un triángulo; como puntos salientes de referencia urbana; la ciudadela de David; la mezquita de Omar, la imponente mole de la basílica del Santo Sepulcro.

La traza y encumbramiento de Sión eran otros en tiempo de Jesucristo. Donde ahora se levanta el santuario del Islam, erguíase majestuoso el segundo templo de Israel, que debía superar en magnificencia al primero. El Calvario hallábase emplazado fuera de la ciudad, en un cercano promontorio; el monte Olivete, ahora descarnado y casi yermo, era jardín y huerto juntamente, poblado de olivos, palmas e higueras.

​Venía Jesús de Betfage lseguido de sus discípulos y rodeado de una muchedumbre que a cada instante se acrecentaba con los que salían al paso de pueblos y casas de campo. Era un día después del sábado hebraico, en el mes de Nisan, de esplendores primaverales, cuando florecen los tallos de los lirios de Sarón. Ronca de júbilo y entusiasmo la multitud, el hurra resonaba pujante y brioso; Bendito sea el que viene en nombre del Señor. Ya estaba Jerusalén a vista de la caravana y en aquel preciso trance, “poniéndose a mirar esta ciudad, se lee, escribe el evangelista san Lucas, derramó lágrimas sobre ella diciendo: “¡Ah, si conociste también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz o felicidad! Mas ahora está todo oculto a tus ojos. La lástima es que vendrán unos días sobre ti, en que tus enemigos te circunvalarán y te rodearán de contra muro y te estrecharán por todas partes y te arrasarán, con los hijos tuyos que tendrás encerrados dentro de ti y no dejarán piedra sobre piedra, por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado”. El Señor lloró. Estas lágrimas de compasión, como las otras de afecto sobre el cadáver de su amigo Lázaro, segaron, fecundándolo, el surco de la redención. Aquel llanto fue el germen, la semilla de liberación que en la cruz se abrió en flor y fruto del que vive la humanidad.

Dominus flevit. La cristiandad primitiva grabó en su corazón esta escena y una pequeña capilla erigida en los primeros siglos en la bajada del monte Olivete, recordaba este paso de la vida de Jesucristo que más tarde había de ser grada y escalón de su gloriosa subida a los cielos.

JOSÉ POLO BENITO

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