La corona de Adviento con sus cuatro velas encendidas nos recuerda, desde el domingo pasado, qué cerca está ya el que ha de venir. Bien sabemos, sin embargo, que la cosa, en realidad, comenzó ocultamente nueve meses antes, el 25 de marzo, día de la Encarnación y gran fiesta, hoy semiclandestina, de la cristiandad durante siglos. Lo que fue secreto exclusivo de María y Gabriel, abierto sólo a muy pocos, se convertirá en Belén, entre pastores, magos y malos posaderos en esa "fuerza de salvación" que había sido predicha "desde antiguo por boca de sus santos profetas". La mayor sencillez posible para la obtención del mayor logro imaginable: concedernos la vida nueva que nos permite vivir, si no nos empeñamos en lo contrario, "en su presencia, todos nuestros días". ¿Es posible mayor gozo aún?

Pues sí. Habrá lectores que se apresurarán a darme la razón si en sus familias ha acontecido alguna vez la doble dicha que supone vivir el Adviento a la espera de un niño propio, y que su nacimiento venga a coincidir con estos días en los que, tras la festividad de la Expectación o de la Esperanza, tomamos la recta final hacia una Navidad que, desde ese momento, nos parece, en su plenitud doméstica, un belén viviente. Así ha sucedido en mi casa, que naturalmente es la de ustedes, bendecida con la llegada de Rafael, puntualísimo a su cita con un mundo que a todos nos parece como más limpio y recién estrenado desde que él lo habita. La llegada de un hijo o de un nieto, como en mi caso, en estas circunstancias no sólo nos hace mucho más felices, también nos ayuda a reconocer más fácilmente de dónde procede y a quién debemos todo lo que es capaz de llenar nuestro corazón.


Mínimo San Juanito, Rafael ha llegado justo a tiempo para anunciarnos que pronto "nos visitará el sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven tinieblas y en sombra de muerte", y ojalá que esta coincidencia le ayude a él a vivir siempre la Navidad de un modo más profundo e intenso. Y en cuanto a quienes le hemos esperado con tanta alegría, encendiendo semana tras semana una vela que, como nunca antes, nos permitía entender la inefable unión de lo humano y lo divino en la Navidad, que el Señor nos permita celebrarla junto a él durante muchos años y verle crecer, hermoso y libre, sin apartarse nunca del "camino de la paz" que en estos días quedó establecido para los hombres de buena voluntad.

Publicado en Diario de Sevilla.