En fechas recientes una persona me comentaba uno de los motivos por los que había realizado la separación de bienes. Los datos de divorcios están ahí: el año pasado hubo más de 96.000 divorcios. Un matrimonio dura, antes de llegar a un divorcio, poco más de 16 años de media, aunque más de una tercera parte no llegaron a los diez años. Y atendiendo a quién pide el divorcio, en 36 de cada 100 casos sólo lo pide uno de los cónyuges, aceptándolo o no la otra parte constitutiva del matrimonio.
 
También en fechas recientes he tenido la dicha de participar en una boda, el compromiso de dos personas que se entregan la una a la otra "del todo y para siempre", dos libertades que se comprometen en caminar juntas "en la alegría y en la tristeza, en la prosperidad y en la adversidad, todos los días de mi vida". Dos personas que no se entregan unos anillos en la ceremonia de la boda, sino unas alianzas, signo externo de la alianza hecha mutuamente, en ese camino de ida y vuelta que es la entrega matrimonial.
 
¿Qué hay entre estos dos momentos, estas dos imágenes, tan contradictorias pero a la vez demasiado frecuentes en nuestra sociedad actual? ¿Son tan distintos unos y otros? Más aún, ¿son tan distintos los dos miembros de esa misma pareja hoy y dentro de un año, o dos o cinco? ¿Qué hay entre el "te quiero para siempre" y el "no te aguanto más"?
 
La casuística individual es amplia, y no se me escapa la frágil realidad del matrimonio, compuesta por dos libertades, también frágiles. El ser humano es capaz de las mayores debilidades, como constatamos diariamente en los telediarios, en los que nos rodean, y aunque a veces no queramos verlo o admitirlo, también en nosotros mismos. Sin embargo, no todo es fragilidad y debilidad. Cuando damos un paseo en bici, no todo son las caídas, frecuentes quizás en el niño que empieza a pedalear. Más aún, si pensamos que nos vamos a caer, la posibilidad de terminar con la rodilla en el suelo aumenta exponencialmente. Hay fragilidad, pero existe porque el hombre es capaz de más, de mucho más. Y por eso la fragilidad nos inquieta, la rechazamos y la comentamos como algo negativo.
 
Nos falta, con demasiada frecuencia, fe en el hombre, en su palabra, llamada a ser eterna. Olvidamos con demasiada facilidad la sed eterna del hombre, su capacidad de comprometer toda su vida en una promesa conjunta, en un compromiso. Tal vez por eso se hable tanto de mi pareja y tan poco de mi prometido o prometida, en esa época crucial del noviazgo. Llama la atención, y es más frecuente de lo que pensamos, que un matrimonio consolidado, después de varios años, hable o discuta casi por primera vez de cuántos hijos les gustaría tener. ¿Qué han hecho durante el noviazgo, durante esos meses de conocimiento mutuo, con vistas a decir un sí o un no?
 
¿Tomamos en serio la palabra dada? Una decisión, sobre todo si abarca e implica mi presente y futuro, debe ser pensada, madurada y tomada muy en serio. No se trata de la ropa que me pongo hoy al salir de casa, una decisión que terminará a media tarde o por la noche, cuando vuelva a entrar en mi domicilio, sino de un camino que durará años, lustros, hasta la eternidad, igual que los hijos que nacerán, fruto de ese "sí quiero".
 
El comentario inicial de mi compañero terminaba con una constatación: no me creo mejor que los demás, y los datos están ahí. Que equivale a decir, más o menos, yo también puedo faltar a mi palabra dada porque hay muchos que no la cumplen. No pretendo ser un héroe.
 
Creo que ahí radica la diferencia, y la maravilla, del matrimonio cristiano. Como seres humanos somos conscientes de nuestra fragilidad, de la debilidad de nuestra palabra. Pero a la vez contamos con la fuerza de una Palabra que se compromete a colaborar, siempre y en cualquier circunstancia, para que cada cónyuge cumpla la alianza que ha hecho con el otro, y que además ha expresado públicamente. Es la Palabra encarnada, el Verbo de Dios, último garante del matrimonio cristiano. Perdónenme los no bautizados, pero ser bautizado también tiene sus ventajas.