Desde los inicios del cristianismo, hay quien afirma que el fin de los tiempos -la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo- es inminente. Uno de los primeros en afirmar su proximidad fue San Pablo. En su época, muchos estaban convencidos de que iban a ver con sus propios ojos el regreso del Señor.

Después de San Pablo, casi siempre hubo personas o grupos religiosos que dijeron conocer el día y la hora del fin de los tiempos -algo muy distinto del fin del mundo, por cierto-. En torno al año 1000 y en torno al año 2000, los milenaristas se equivocaron. El fundador de los adventistas, William Miller, fijó la segunda venida de Cristo a la tierra para el 21 de marzo de 1843, pero no pasó nada y la cambió para el año siguiente. Tampoco ocurrió nada. Los Testigos de Jehová, por su parte, anunciaron que Cristo y su Reino vendrían en 1914, y al verificar su error, lo anunciaron para 1925. Al fallar todas esas profecías, unos y otros empezaron a decir que «pronto Cristo vendrá».

Hoy, a cada momento aparecen personas que afirman que ahora sí hay señales de la segunda venida: la apostasía, la crisis religiosa… Recuerdo que en torno al día 12 del mes 12 del año 2012, algunos conocidos acumulaban agua, porque afirmaban que se venían tres días de oscuridad completa…

En este caso, la única certeza que tenemos, es la falta de certeza. El Evangelio es claro: «En cuanto al día y la hora, nadie lo sabe ni los mismos ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo de Dios. Solamente el Padre lo sabe» (Mt 24, 36 y Mc 13, 32). A ustedes no les toca saber cuándo o en qué fecha el Padre va a hacer las cosas que solamente Él tiene autoridad para hacer» (Hch 1, 1-7).

Lo que sí sabemos los católicos es que la Trinidad Santísima inhabita en nuestra alma en gracia a partir del Bautismo, y que podemos recibir al mismísimo Jesucristo cada día en la Sagrada Eucaristía: allí está realmente presente en su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad.

Queda claro que no soy incrédulo; además, es obvio que cada minuto que pasa, estamos más cerca del fin de los tiempos anunciado en el Evangelio. Pero entiendo que la mejor forma de esperarlo -si llega mientras estoy vivo- es prepararme, un día sí y otro también, para el fin de mi tiempo: haciendo oración y obras de caridad, frecuentando los sacramentos, procurando vivir en gracia... Así, ya sea que llegue primero el fin de los tiempos o el fin de mi tiempo, no tendré nada que temer, ya que la preparación necesaria para enfrentar ambos momentos, es exactamente la misma.