Algunas pinceladas, centradas en la cuestión educativa, en torno a la conferencia del Cardenal Robert Sarah pronunciada ayer en la apertura del Congreso de Católicos y Vida Pública de la Universidad CEU San Pablo, titulada: La importancia de la educación en la misión de la Iglesia hoy.

“¿Qué importa, en última instancia, que los jóvenes estén altamente educados si no tienen razón para vivir? ¿Qué importa que estén informados de todo si no se forman su juicio y su conciencia, si no saben discernir lo que es sano para el hombre de lo que no lo es, si no han aprendido a ser hombres plenamente libres, leales y conscientes, a controlar sus apetitos, a renunciar a su egoísmo, a reaccionar contra el mal del siglo que es el consumo desenfrenado de todos sus deseos, de cualquier apetito en libertad absoluta y desenfrenada?”.

El Cardenal Sarah habló ayer en el CEU sobre la importancia de la educación en la misión evangelizadora de la Iglesia, y destacó que “más que nunca, los bautizados deben ser conscientes de que la educación está en el corazón de la nueva evangelización”. Sarah transmitió al auditorio un mensaje de certera esperanza en Cristo, a la vez que desgranaba la profunda crisis que azota a Occidente, y recordaba, en referencia a los miles de mártires de Oriente y África, que más peligrosa es la persecución Occidental, puesto que no hay que temer lo que mata el cuerpo sino el alma, el corazón. “Se puede morir interiormente con la asfixia, la anestesia del mundo occidental”. Y recordó que la contaminación no solo está en el aire que respiramos, sino “también en el ambiente cultural, en lo que dejamos que los niños vean y oigan, en las exigencias escolares y a veces en los mandatos de los padres, que hacen que los niños no anden por el camino de la realización de sus dones naturales y sobrenaturales, sino que estén bloqueados en callejones sin salida que los alienan dolorosamente”. 

Como padres, por lo tanto, tenemos una misión no solo vital, sino también trascendental. “¡El educador no educa a un niño en sí! Educa a aquel que le ha sido confiado por Dios para que se convierta en sujeto pleno de sus actos”. Esta es nuestra principal misión no solo como padres, también como cristianos. Nuestros hijos son nada menos que ¡un encargo de Dios! Su educación es nuestra mayor aportación a la misión evangelizadora de la Iglesia.

“La educación, decía Sarah, solo es adecuada a su misión si se centra en ese niño en concreto. Hay que estar atentos a su carácter, a sus dones, a los talentos que le son propios. En definitiva, el educador ha de estar al servicio de la vocación de ese niño; como tal, es el propio mediador de Dios. (…) Por lo tanto, la verdadera educación es siempre «a medida», lo que no significa que sea relativista, sino todo lo contrario. La medida del acto educativo es el verdadero bien de este niño, percibido en su doble dimensión humana y personal”.

En referencia a este tema, el Cardenal Sarah recordó que “el eje central de toda educación es que el educado adquiera virtudes morales e intelectuales que le permitan alcanzar su verdadero bien” y concretó dos obstáculos que debemos evitar: la laxitud y el paternalismo.

“En el primer caso, el educador desea tanto respetar la «libertad» del niño que termina por no educarlo, sino solo acompañarlo y caminar con él en el descubrimiento y la realización más o menos anárquicos de sus propios deseos. Esta educación «rousseauniana» se basa en una visión ingenua y falsa del ser humano, según la cual éste no estaría herido por las consecuencias del pecado original. Así, al niño se le deja solo frente a las influencias a menudo nocivas de la sociedad, que entra en contacto con sus propias heridas y debilidades. El educador no asume su misión de protector y tutor.

El otro extremo es cuando el educador, preocupado por el verdadero bienestar del niño, olvida que el propósito de la educación es que el niño, una vez que se ha convertido en adulto, elija por sí mismo su verdadero bienestar. Este es un objetivo eminentemente práctico que debe estar atento a los peligros de las circunstancias y de los condicionamientos. Esta actitud, que podría llamarse paternalismo, no percibe que la educación no consiste en dar forma a un niño como un artista da forma a su trabajo. La escultura no es una persona humana. Es el resultado del trabajo del artista, que impone una forma a un material. El niño no es un material indeterminado, maleable ante cualquier proyecto del educador. El paternalismo olvida que el niño no pertenece a quien lo educa. Los padres reciben a su hijo de Dios y cualquier otro educador recibe al hijo de sus padres y, en última instancia, de Dios. ¡A Él es a quien todo educador deberá responder de sus actitudes y de sus elecciones!

Para escapar del laxismo y el paternalismo, debe entenderse que el núcleo del acto educativo es que la persona educada adquiera las virtudes que le permitan desplegar y estructurar su humanidad y su personalidad de acuerdo con la verdad que les es intrínseca. Una educación lograda es aquella en la que el educador, iluminado por la virtud de la prudencia, confía gradualmente la dirección del crecimiento y la maduración humana e interna al educando, de tal manera que este se convierte verdaderamente en actor de su propia realización. Aquí verdad y libertad están íntimamente ligadas en la libre realización del verdadero bien. La meta es, por tanto, lo que Karol Wojtyla (¡san Juan Pablo II!) llama en su gran libro de filosofía Persona y acción (1969) «la adecuada subjetivación». Esta es la apropiación plena por parte del sujeto actuante de la verdad objetiva de su ser cuando lo recibe de Dios”.

En nuestra cabeza de padres, por lo tanto, deben figurar siempre estas dos preguntas: «¿qué soy yo?» y «¿quién soy yo?», porque toda la vida de nuestros hijos consistirá “en responder de manera práctica a estas dos preguntas”.

“¿Qué soy yo, si no una persona humana con una dignidad a la que debo ser fiel, a la que debo elevarme en mis acciones? Por eso, la educación para la libertad no puede prescindir de la formación de la conciencia moral, que debe basarse en la objetividad del bien moral (cf. Veritatis splendor)”. “Autonomía significa, por tanto, irreductibilidad a cualquier influencia cultural y social que pueda distorsionar la percepción del bien”.

“El educador debe asegurarse que el niño entre en un círculo virtuoso mediante el cual se actualicen sus inclinaciones naturales a lo bueno, a lo justo y a lo verdadero. (…) Como dice Aristóteles, es haciendo actos justos como uno se vuelve justo, y haciendo cosas valientes como uno se vuelve valiente. Los primeros actos justos o valientes solo los hace el niño porque la orientación que le dan sus maestros le anima a hacerlos”.

“El educador tiene el noble e importante papel de ser el mediador entre la verdad (universal y objetiva) del ser humano inmanente a este niño y el niño mismo como ser singular. Es el papel por el cual la atracción hacia lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo bello puede resonar efectivamente en la subjetividad del niño, de manera que pueda hacerlos suyos”.

“Es obvio, remarca Sarah, que esta educación en virtudes intelectuales y morales se hace particularmente delicada cuando la sociedad no desempeña su papel como causa primera. (…) La crisis antropológica y moral sin precedentes que atraviesa nuestro tiempo exige que la Iglesia asuma una mayor responsabilidad y compromiso para proponer su enseñanza doctrinal y moral de modo claro, preciso y firme. (…) «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana»”. Ahí es donde los padres cristianos debemos acudir en la formación de la misión más importante de nuestras vidas, unidos a ese gran compromiso de la Iglesia de nuestros días de promover la verdad de la persona, conscientes de que, cuando educamos de esta manera a nuestros hijos, estamos siendo evangelizadores del mundo.

“La Iglesia, terminaba Sarah, posee tesoros sobre el arte de educar. ¿Nos atrevemos a recurrir a Ella para responder a los desafíos de nuestro tiempo y, sobre todo, para responder a las llamadas de Dios?”

Este es, como padres y como cristianos, atendiendo a las afirmaciones de Sarah, nuestro gran reto, nuestra gran misión, nuestro principal encargo divino y, además, el modo que tenemos de cambiar la cultura y el ambiente dominantes, de formar personas íntegras, no solo grandes profesionales; de elevar la mirada de nuestros hijos al Cielo y dejar que caminen con los pies bien firmes en la tierra. Sin miedo, sin paternalismo, poniendo en ello todo nuestro empeño y dedicando todo el tiempo que podamos: en el campo teórico, a nuestra formación, y en el práctico, a nuestra dedicación personal, particular con cada hijo y con nuestra familia como base del amor y el respeto mutuos. Recordando, siempre, que es lo más grande que hacemos en nuestro paso por esta vida.