“Dichosos los pobres porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan y os insulten a causa del hijo del hombre” (Lc 6,20-23)

 

Cristo sorprendió a sus contemporáneos con aquel sermón conocido como el de la montaña, en el que proclamó las bienaventuranzas. Ese mensaje sigue siendo hoy igual de sorprendente y, aparentemente, contradictorio. ¿Cómo voy a considerarme dichoso si paso hambre, si lloro o si soy perseguido? Lógicamente, no se trata de una invitación al masoquismo, como si la felicidad estuviera ligada a las desgracias. Se trata de una visión diferente de la vida y de los valores a los que damos importancia. Las bienaventuranzas se entienden desde el amor, porque son manifestaciones del amor.

 

Serían algo semejante a esto: “Dichoso tú que has dado limosna para que otros tuvieran algo de comer o con qué vestir. Dios te lo va a recompensar en el cielo y vas a encontrar una alegría y una paz inmensa en la tierra”. “Dichoso tú, que ahora estás aguantando las burlas de los que te rodean porque tienes principios morales y no quieres renunciar a ellos. Llegará un día en que te darás cuenta de que elegiste el camino correcto, mientras ves cómo lo pasan mal, víctimas de sus excesos, los que ahora se ríen de ti”. “Dichoso tú, si te critican por ser mi discípulo e incluso si por ese motivo pierdes algún buen negocio. No te quepa duda de que Dios te lo pagará con creces, tanto en el cielo como en la tierra”. En definitiva, lo que el Señor nos dice es esto: “Dichoso tú cuando amas, cuando compartes, cuando perdonas, cuando eres fiel a tu conciencia. Dichoso tú porque estás invirtiendo en alegría y en felicidad, tanto en la tierra como en el cielo. Y esta alegría no te la quitará nadie”.