Como un suspiro de alivio tras un inmenso esfuerzo podría representarse la fiesta de la Pascua que acaba de iniciar la Iglesia. La Cuaresma, esa llamada a la conversión, desemboca en una especie azote de las conciencias que recibe el nombre de ‘Semana Santa’. La muerte de Cristo, ese Redentor que nació “en el corazón de los hombres” en Belén, o que caminó sobre el mar, o que multiplicó panes y curó enfermos y resucitó muertos, lo vimos camino del Calvario y morir hace tres días. Pareciera que todo acababa ahí, pero afortunadamente Él ha resucitado. He ahí la razón del suspiro. Ya pasó todo.

Pero si Cristo ha resucitado, ahora es tarea de los cristianos vivir con esa alegría de la Resurrección. Una de las grandes acusaciones de Nietzsche contra los cristianos fue, precisamente, que no tenían cara de resucitados. Podrá ser muy discutido como filósofo, pero en esto, todo hay que decirlo, sí tenía razón.

Jesús murió, y murió por nuestros pecados. Pero si Cristo ha resucitado, la muerte y el pecado pierden todo su poder. La resurrección se presenta, por tanto, como la gran victoria de Dios contra todas las desesperanzas, fracasos, desilusiones...

Gracias a la resurrección de Cristo, la vida se convierte como un gran encuentro entre dos enamorados que sueñan ilusiones y proyectos de futuro. La muerte ha sido vencida por la esperanza y las ganas de seguir viviendo. Si la sangre de cordero nos ha redimido, ¿de qué habremos de tener miedo?

Tras la resurrección, el mundo ya no se presenta como un desierto infinito que tenemos que atravesar, sino como nuestro hogar, nuestra casa; los hombres, como nuestros hermanos, igualmente redimidos; y nuestra existencia, no como una llamada a sobrevivir, sino una invitación a mostrar la verdad del cristianismo con todo su carga de amor, de respeto, de esperanza.

Con la resurrección de Cristo, ya no valen esos falsos los estereotipos de tristeza, pesadez, cansancio, automartirio, de vida arrastrada, de obligaciones y moralina... sino que impera una ley de libertad, que dice san Pablo. No la de los siervos que hacen las cosas sin preguntar, sino la de los hijos y herederos felices de ser protagonistas de esa historia de amor de Cristo por mí.

En otras palabras: tener cara de resucitados… o como la de dos enamorados.