Los Padres de la Iglesia, fruto de un método de lectura muy concreto y de una meditación sapiencial constantes de las Escrituras, ofrecen interpretaciones de los pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento realmente sabrosas. En todos los pasajes, en todos los acontecimientos, en todas las profecías, en todos los salmos, buscan a Cristo "escondido" bajo la letra.
 
Las Escrituras se interpretan cristológicamente: tienen por centro a Cristo y sólo hay que escarbar en la tierra del versículo para hallar los tesoros escondidos. Todo en la Escritura se refiere a Cristo, anuncia a Cristo, comunica a Cristo.
 
Los Padres toman, por ejemplo, la parábola del buen samaritano y la ven como una visión cristológica, una descripción de Cristo sobre sí mismo. Más allá de la letra de la parábola sobre hacerse prójimo, más allá de la lectura moralista (tan en boga hoy, tan cansina) del "compromiso y opción por los pobres", los Padres ven en el buen samaritano al mismo Señor.
 
Es de admirar el amor de Jesucristo al encarnarse. Vino del cielo a la tierra porque la humanidad estaba apaleada, herida, tirada en el camino. La cargó sobre su propia humanidad, la llevó a la Iglesia-posada, la curó con vino y aceite (sacramentos de la redención) y encomienda al posadero (el ministerio, el Espíritu) el cuidado del género humano convaleciente, hasta que Él vuelva a pagar todo. Mucho tiene que amar Jesucristo para obrar así con nosotros.
 
San Agustín aludía a esta parábola para explicar la grandeza de la Encarnación:
 
"Gran cosa es ésta: el mismo que asciende sobre todos los cielos está cercano a quienes se encuentran en la tierra. ¿Quién es éste, lejano y próximo, sino aquel que por su benignidad se ha hecho próximo a nosotros?
 
Aquel hombre que cayó en manos de unos bandidos, que fue abandonado medio muerto, que fue desatendido por el sacerdote y el levita y que fue recogido, curado y atendido por un samaritano que iba de paso, representa a todo el género humano. Así, pues, como el Justo e Inmortal estuviese lejos de nosotros, los pecadores y mortales, bajó hasta nosotros para hacerse cercano quien estaba lejos" (S. Agustín, Serm. 171,3).
 
También san Ambrosio:
 
"En fin, el Señor curó con aceite y vino al hombre que descendiendo desde Jerusalén cayó en poder de los ladrones, al que no habían curado con los más fuertes medicamentos de la ley ni con el rigor profético. Que acudan a Él todos los que deseen ser curados, que acepten la medicina que nos trajo de parte del Padre preparada en el cielo con extractos inmortales. Esta medicina no nace de la tierra; toda la naturaleza es desconocedora de este preparado" (De fide II, 89-90).