Al escribir el otro día el artículo que titulé “Y Jesús, ¿existió Jesús de verdad?” una comentarista algo airada me espetaba:
 
            “Demuestra tu, que tanto sabes, que Jesús existió históricamente, porque aparte del Nuevo Testamento, no existe ninguna fuente que hable de él. Te recuerdo que yo no tengo que demostrar su no existencia (aunque está convencida de ello), sino que la carga de la prueba recae en quien afirma.”
 
            A lo que luego añadía:
 
            “Esperaré a leer sobre sus fuentes extracristianas, pero si va a referirse a Flavio Josefo, puede ahorrarse el trabajo”.
 
            El trabajo no me lo ahorraré, pues es mi firme deseo dedicar algún día a la fuente de las fuentes entre las extracristianas, la que se da en llamar el Testimonio Flaviano, Flavio Josefo en definitiva, aunque por ahora, dé cumplida cuenta a los deseos de la comentarista y hoy, para ella y para todos Vds., hablemos sólo de las que, dentro de las “fuentes extracristianas sobre Jesús”, se dan en llamar “las fuentes latinas”, sin entrar por lo tanto, ni en Flavio Josefo, ni en las que llamaríamos fuentes griegas u orientales.
 
            Las fuentes no cristianas latinas que se suelen citar a los efectos que nos ocupan, son tres: el gobernador de Trajano en Bitinia (Bizancio), Plinio el Joven (n.h.61114); el historiador romano Tácito (n.h.55-m.h.120); y el también historiador Suetonio (n.h.80), ninguno de ellos, como vemos, contemporáneo de Jesús.
 
            La más antigua de estas citas debería ser la que realiza el historiador y político Plinio llamado el Joven, el cual, en su
Epístola a Trajano enviada al Emperador en el año 111 desde Bitinia, cita las comunidades cristianas existentes en su provincia, sobre las que dice que “cantan himnos en los que apelan al Christus como Dios”.
 
            En cuanto a Tácito, el gran historiador romano recoge una brevísima cita sobre Jesucristo en su obra conocida como los Anales:
 
            “Fue condenado a muerte durante el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato”.
 
            La cual forma parte de una cita un poco más extensa sobre los cristianos, realizada al hilo del incendio de Roma ocurrido en el año 64 y del que Nerón, a modo de chivo expiatorio, culpa a los cristianos:

            “Y así Nerón, para divertir esta voz y descargarse, dio por culpados de él
[del incendio], y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos a unos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de Judea. Por entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición; pero tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma, donde llegan y se celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes.
            Fueron pues castigados al principio los que profesaban públicamente esta religión y después, por indicios de aquéllos, una multitud infinita, no tanto por el delito del incendio que se les impugnaba como por haberles convencido de general aborrecimiento al género humano. Añadiose a la justicia que se hizo de éstos la burla y escarnio con que se les daba muerte. A unos vestían de pellejos de fieras, para que de esta manera los despedazasen los perros; a otros ponían en cruces; a los otros echaban sobre grandes rimeros de leña, a los cuales, en faltando el día, pegaban fuego para que ardiendo ellos, sirviesen de luminarias en las tinieblas de la noche. Había Nerón diputado para este espectáculo sus huertos y él celebraba las fiestas circenses. Allí, en hábito de auriga, se mezclaba unas veces con el vulgo a mirar el regocijo, otras se ponía a guiar su coche, como acostumbraba. Y así, aunque culpables éstos y merecedores del último suplicio, movían con todo eso a compasión y lástima grande, como personas a quienes se quitaba miserablemente la vida, no por provecho público, sino para satisfacer la crueldad de uno solo”
 
            Sobre los
Anales de Tácito, se puede decir que esta obra debió de escribirse en torno al año 114, conclusión que cabe entresacar de la mención que hace su autor en el libro II de la misma cuando señala el imperio romano, el cual se extiende hoy hasta el mar Rojo”, ya que la conquista de Mesopotamia se produce justamente durante ese año 114.
 
            Los Anales está compuesto de dieciséis libros (así llamados pero en realidad capítulos) que recogen la crónica de los reinados de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, esto es cincuenta y cuatro años de historia, los que van desde el 14 hasta el 68 d.C. No ha llegado a nosotros en su integridad, faltando completos los libros séptimo al décimo y una parte del libro undécimo, los cuales se referirían al reinado de Calígula y a una parte del de Claudio; el epílogo del libro décimo sexto, que recogería el final y muerte de Nerón; y sobre todo, por lo que a nosotros concierne, una parte del libro quinto, la que recoge lo ocurrido entre los años 782 y 784 del calendario romano, es decir, los años que con toda probabilidad, cabe definir como los críticos del ministerio de Jesús.
 
            Esto ha servido a algunos comentaristas para señalar que la desaparición podría haber sido “ayudada” por alguna mano negra interesada, cristiana en todo caso, que habría pretendido mediante el requisamiento y destrucción de la obra, hacer desaparecer las citas comprometidas sobre la figura de Jesús que pudiera haber realizado Tácito. Muchas son las cosas que hacen improbable esta interpretación. En primer lugar, no es tan fácil hacer desaparecer todos los fragmentos existentes de una obra que evidentemente, no se copia una única vez. En segundo lugar, Tácito no se detiene en exceso en las cosas que ocurren en Judea, aspecto de su obra que comparte con la mayoría de los historiadores romanos, a los que las cosas de tan lejana región del imperio se les hacían poco significativas. En tercer lugar, la desaparición afecta a grandes partes de su obra, no sólo a aquéllas en las que podría hablar de Jesús. Pero en cuarto lugar y sobre todo, la mención que de la figura de Jesús hace Tácito en el libro XV, esto es, el penúltimo de la obra, aquél en el que trata el incendio de Roma ocurrido en el año 64, y por lo tanto un cuarto de siglo después de la crucifixión de Jesús, tiene claros rasgos de presentación del personaje, y aparece por ello como incompatible con una mención anterior en la obra de la misma persona. Claro que a esto los conspiracionistas siempre podrían decir que esa misma mano interesada podría haber reescrito el pasaje en cuestión de manera que pareciera una presentación propia de una “primera cita”.
 
            Por último, Suetonio, en su libro Los doce césares, nos dice que Claudio “desterró de Roma a los judíos que hacían gran tumulto a causa de Chrestus”, texto que, aunque agregue alguna penumbra a causa de la errónea grafía en la que incurre cuando menciona a Cristo, cuyo nombre escribe con “e” y no con “i”, nos da, aceptando que efectivamente se refiere al fundador del cristianismo, una idea de la importancia alcanzada por su movimiento en la mismísima capital del Imperio en tiempos tan tempranos como apenas veinte años después de la crucifixión del mismo.
 
            El testimonio de Suetonio registra una particularidad no poco reseñable, cual es la interacción que observa con un testimonio estrictamente cristiano. Y es que el edicto al que se refiere, que dataría del año 51 o 52, no sería sino aquél al que se refieren los Hechos de los Apóstoles cuando relatan cómo Pablo, hallándose en Atenas, se encontró con un judío llamado Aquila que “acababa de llegar de Italia con su mujer Priscila por haber decretado Claudio que todos los judíos saliesen de Roma” (Hch. 18, 2).
 
 
            ©L.A.
           
 
 
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