Leemos en el Evangelio de la Misa de este Domingo que los publicanos y pecadores acudían a Cristo para oírle (XXIV Tiempo Ordinario, ciclo C, Lc 15, 1-32). «Esto lo consentía, porque con este fin había tomado nuestra carne, acogiendo a los pecadores como el médico a los enfermos. Pero los fariseos verdaderamente criminales correspondían a esta bondad con murmuraciones» (Teofilacto).
 
Como en otras muchas ocasiones, Cristo recurre a las parábolas para darles una respuesta. En este caso son tres relatos sucesivos (oveja perdida – dracma perdida – hijo pródigo) con desarrollo distinto y una misma finalidad: mostrar el perdón de los pecados desde la perspectiva de Dios que corresponde con la misericordia al arrepentimiento del hombre: «Habrá gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia» (Lc 15, 26).

«San Lucas expone sucesivamente tres parábolas: la de la oveja que se había perdido y se encontró; la de la dracma que también se había perdido y se halló y la del hijo que había muerto y resucitó, para que estimulados por estos tres remedios curemos las heridas de nuestra alma. Jesucristo, como pastor, te lleva sobre su cuerpo. Te busca la Iglesia, como la mujer. Te recibe Dios, que es tu padre. La primera es la misericordia, la segunda los sufragios y la tercera la reconciliación» (San Ambrosio).



La Penitencia es el Sacramento instituido por Jesucristo para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. Este sacramento se llama también “Confesión” porque para alcanzar el perdón de los pecados no basta detestarlos, sino que es necesario acusarse de ellos al sacerdote, es decir, acusarse de ellos.
 
El Sacramento de la Penitencia confiere la gracia santificante con la que se nos perdonan los pecados mortales y los veniales que confesamos y de que tenemos dolor; conmuta la pena eterna en la temporal, y de ésta, además, perdona más o menos según las disposiciones; restituye los merecimientos de las buenas obras hechas antes de cometer el pecado mortal; da al alma auxilios oportunos para no recaer en la culpa; y devuelve la paz a la conciencia.

Por parte de quien se acerca a recibir este Sacramento son necesarios los llamados actos del penitente que fundamentalmente son tres: arrepentimiento o dolor, confesión y satisfacción.

Para perdonarnos los pecados, Dios ha puesto por condición que nos arrepintamos de ellos y propongamos firmemente no volverlos a cometer en adelante. Es indispensable que el dolor sea interno y verdadero; es un acto de la voluntad y no hace falta que sea sensible.



Para que sea verdadero y eficaz el dolor ha de ir acompañado de un firme propósito de la enmienda: «Hacer penitencia es llorar los pecados pasados y llorando, no volver a cometerlos. Porque el que llora unos pecados a la vez que vuelve a cometerlos, o ignora qué es hacer penitencia, o la hace fingidamente. Debe considerarse también que para satisfacer a su Creador, aquel hombre que hizo lo que está prohibido debe abstenerse aún de lo que está permitido y el que recuerde que faltó en lo grave, debe censurarse por lo leve» (San Gregorio).

Además, la confesión supone el examen de conciencia que consiste en averiguar diligentemente los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha. Se hace trayendo a la memoria, delante de Dios, todos los pecados cometidos y no confesados, de pensamiento, palabra, obra y omisión, contra los Mandamientos de Dios y de la Iglesia y las obligaciones del propio estado.

La acusación de los pecados debe ser:

1. Sincera y veraz
, es decir, ha de hacerse sin engaño ni mentira, sin aumentar y disminuir, declarando lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso.

2. Integra, o sea, completa
, manifestando todos los pecados graves cometidos desde la última confesión bien hecha, sin callar ninguno por vergüenza, ni las circunstancias que mudan la especie del pecado.

3. Dolorosa y humilde
, hecha con sencillez, sin excusar los pecados.

4. Prudente y breve
, en palabras y circunstancias, sin herir la delicadeza ni acusar a nadie.
 
La parábola del hijo pródigo termina con la celebración de un banquete para celebrar la alegría del hombre devuelto a la verdadera vida: «Este convite y esta festividad también se celebra ahora y se ve en la Iglesia, extendida y esparcida por todo el mundo; porque aquel becerro cebado, que es el cuerpo y la sangre del Señor, se ofrece al Padre y alimenta a toda la casa» (San Agustín). Que nos acerquemos nosotros al Sagrado Banquete de la Eucaristía con las mismas disposiciones de arrepentimiento y confesión de nuestros pecados.