«Mi teléfono se convirtió en un ídolo: lo trataba como el anillo de Bilbo», relata Clement Harrold
Un exadicto al móvil se sincera sobre cómo desengancharse: su manual de fe para volver a ser libre

“Mi teléfono se había convertido en algo constante en todos los aspectos de mi vida. Lo tenía cuando trabajaba, en las comidas y en mi cama cuando dormía, al ir a la iglesia, al gimnasio, al baño…”
Clement Harrold es graduado en teología, filosofía y pensamiento clásicos por la Universidad Franciscana de Steubenville, imparte con frecuencia seminarios, talleres y ponencias, sabe cómo defender y argumentar en pro de la fe cristiana, tiene un máster en Teología y acostumbra a escribir en medios como First Things, Church Life Journal o el Washington Examiner. Pero pese a un curriculum brillante en lo intelectual, no ha podido escapar como muchos a la creciente amenaza de la adicción digital.
Tal y como ha escrito en First Things, hace poco más de año y medio que comenzó a buscar “una relación más sana” con su smartphone. Lo que podría ser un simple teléfono había invadido cada aspecto de su vida.

Clement Harrold, en uno de los programas de "The Cross", detalla como los primeros cristianos interpretaron que "una brutal ejecución romana era en realidad la salvación del mundo".
“Lo tenía en mi escritorio cuando trabajaba, en mi bolsillo durante las comidas y junto a mi cama cuando dormía. Lo llevaba conmigo a la iglesia, al gimnasio, al baño… Y si hubiera elegido tenerlo a mi lado cada minuto de cada día por el resto de mi vida, nadie me habría detenido”, relata.
Harrold era consciente de la “presión social cada vez mayor” hacia el predominio y consumo de lo digital. Pero él no lo quería en su vida. Al menos de esa forma cuasireligiosa por la que se sentía molesto sabiendo que el teléfono se había convertido en “un ídolo” en su vida.
"Como el anillo de Bilbo"
“Había empezado a tratarlo como el anillo de Bilbo: como mi preciado objeto mágico, del que jamás debía separarme, y que me hacía revisar mis bolsillos con ansiedad cada vez que temía haberlo perdido”, relata refiriéndose a un fenómeno global. Hasta el punto de que, aunque sabía que su “relación” con el teléfono “no marcaba la diferencia entre el cielo y el infierno, su lo haría entre una vida más o menos plena”.
Harrold describe síntomas semejantes a los de una adicción, comenzando por una ansiedad que “se agravaba por el efecto en el sueño”, pues “no era raro que pasar una hora cada noche navegando en YouTube”.
“Mi dependencia del teléfono también interfería con mi labor intelectual. Mi capacidad de atención era menor, mi memoria más débil y había dejado de leer. Cuando intentaba dedicarme a leer o escribir en serio, descubrí que mi teléfono no solo me ofrecía una vía de distracción, sino que también lo deseaba”, relata.
Su vida espiritual no fue una excepción a los síntomas, viéndose obligado a reconocer que “rara vez tenía la fuerza de voluntad para apartar el teléfono durante la oración. Mi meditación se interrumpía y dispersaba. Mi teléfono ejercía más control sobre mi libertad de lo que quería admitir y alimentaba muchos de mis vicios”.
"Como un adicto a los opioides"
Hasta el punto afectaba en su día a día que, pese a contar con poderosas aplicaciones y programas que funcionaban a modo de “control parental” frente a la pornografía, veía como “el porno suave o la falta de pudor siguen abundando en las redes sociales. Nada de eso me ayudó, tampoco la vanagloria que generan estas”, comenta.
Pero si había un vicio que el teléfono hacía nacer en él por encima de cualquier otro, era una acedia y pereza que “robaba la contemplación” y cultivaba un aburrimiento que el teléfono prometía eliminar.
En último término, se comparó a un adicto a los opioides, recurriendo una y otra vez a una droga que aliviaba sus síntomas por momentos, pero que empeoraba su afección.
Harrold difundió una encuesta entre 140 familiares y amigos y comprobó que los síntomas descritos eran la norma. El 40% respondió que su vida con el teléfono era “poco o muy poco saludable”, frente a un 7% que admitía poder tener la relación con el teléfono en el punto deseado. Cerca del 40% admitía no poder pasar ni una hora a más de dos metros de su teléfono y otro tanto desbloqueaba su teléfono más de 75 veces al día. Entre los efectos y consecuencias, hombres y mujeres reconocían elementos ya conocidos como la pérdida de tiempo, del autocontrol menor atención.
Los hombres tendían a destacar además problemas de pereza, lujuria y falta de sueño y las mujeres de ansiedad, pérdida de autoestima y el sentimiento de no estar ante las personas que las rodeaban.
A raíz de descubrir su relación tóxica con los dispositivos y la de quienes le rodeaban, Harrold reflexionó en torno a la sutileza con que el teléfono es capaz de afectar a las relaciones, la mentalidad, el lenguaje o la cultura. Especialmente habiéndose convertido en algo cotidiano y siendo buena parte de la sociedad incapaz de deshacerse de ellos sin poner en riesgo sus trabajos o molestando a sus familiares y allegados.
Culminó así su llamado y voluntad de una vida “más radical” en lo que a restricción del teléfono móvil se refiere. Y decidió ponerlo en práctica en varios pasos:
1º Restricción
Primero, Harrold usó uno de los muchos softwares existentes para bloquear la navegación en su teléfono por horas, entre las 21:00 y las 8:00.
“Aunque esta restricción puede ser incómoda a veces, no es tan mala como podría pensarse, y el sacrificio vale la pena”, asegura con el tiempo.
2º Adiós a las redes
En segundo lugar, dejó todas las redes sociales con excepción de YouTube, que redujo en un 90% y palió a través de la manipulación del algoritmo.
“Usé `Freedom´ para bloquear YouTube en mi portátil y en mi teléfono. Todavía puedo acceder a YouTube en el navegador de mi teléfono, pero instalé la extensión Unhook para Chrome y cancelé la suscripción a todos los canales, transformando así la página de inicio de YouTube en una barra de búsqueda en blanco. ¿Sentí algo de FOMO –“miedo a perderme algo” – al realizar cada uno de estos pasos? Sin duda. Pero en unas pocas semanas, descubrí que casi no extrañaba el contenido antiguo que solía consumir tanto de mi tiempo”, cuenta.
3º “Fuera de mi alcance”
Después, cuenta que comenzó a guardar su teléfono fuera de su alcance y de su vista mientras trabajaba, también dejó de tenerlo en su habitación de noche, sustituyéndolo en su lugar por un despertador y creando un club de lectura con amigos para volver a leer cada noche.
4º Rozando la libertad
Finalmente, Harrold se acostumbró a no llevar el teléfono por las calles y a usarlo menos delante de otras personas, si bien aún considera esta última etapa un “trabajo en progreso”.
“Me ha resultado liberador recordarme a mí mismo que no necesito que mi teléfono esté conmigo todo el tiempo. Puedo dejarlo cuando bajo a cenar, cuando voy a la iglesia o cuando salgo a pasear. En cuanto dejé de ponerme excusas, me di cuenta de que podía salir adelante sin mi teléfono mucho más de lo que creía posible”, remarca.
Tecnopragmatismo, amistad y comunidad cristiana
Hoy, el joven no se considera ni mucho menos un “tecnófobo”, tampoco un ludita, tiene Spotify premium, un reloj inteligente y mantiene su teléfono móvil.
Su argumento no es que todos deban dejar de inmediato los teléfonos móviles, pero sí reivindica un término medio entre el “tecnooptimismo ciego” y el “ludismo inverosímil”: un “tecnopragmatismo” que reconoce el valor de la tecnología y al mismo tiempo que en una tecnocracia como la presente “pueden ser necesarios medios radicales para tener una vida normal”.
Junto con ese “tecnopragmatismo”, el joven reivindica la vivencia de un discipulado fiel, lo que en el siglo XXI implica “sumergirse en el mundo de las cosas reales y de la belleza de lo real, bloquear el ruido que nos rodea y redescubrir la voz del Espíritu”.
Parte de ese redescubrimiento por lo real, lo humano y lo social le ha hecho ser consciente de que, a pesar de la promesa de una mayor conexión, una de las mayores víctimas de la revolución digital ha sido la amistad.
Según las cifras y estudios que maneja “hace treinta años la mayoría de los hombres declaraba tener seis o más amigos cercanos, mientras que hoy esa cifra se ha reducido a la mitad y el 15% afirma no tener ninguno. Revertir los efectos nocivos de la tecnología moderna comienza por valorar de nuevo la amistad como la joya invaluable que es”, opina.
El joven concluye su escrito llamando a redescubrir cómo invertir en la comunidad cristiana. Solo entonces, los esfuerzos por llevar una vida de virtud darán sus frutos frente a los poderes tecnocráticos, frente a los que llama a oponer “una resistencia guiada por un amor a toda la creación de Dios, por las cosas auténticas de este mundo, por los seres humanos frágiles y por esa vida de libertad y amistad a la que todo corazón aspira”.