Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

El último gran tabú sexual


El mayor pecado sexual de nuestro tiempo no es un pecado de acción, sino de omisión: el pecado de no hacer nada en absoluto. El último gran tabú sexual es el tabú de la virginidad.

por Daniel Ross Goodman

Opinión

Con un número cada vez mayor de institutos y universidades ofreciendo cursos de “literatura pornográfica”, y pensadores influyentes como Alain de Botton alegando que, en vez de librarnos del porno, deberíamos estar haciendo “mejor porno”, el tabú cultural contra el consumo de pornografía se está derrumbando ante nuestros ojos. ¿Qué pecados sexuales quedan?
 
El adulterio no es tabú desde tiempos de El amante de Lady Chatterley, la homosexualidad desde el Ulises, y la masturbación desde El lamento de Portnoy. Series de televisión y películas, desde Star Trek a La forma del agua, han abierto la perspectiva de que el sexo entre especies parezca inocuo, si no directamente saludable. Las historias sobre intercambio de parejas, intercambio de roles y poliamor apenas nos hacen ya pestañear. Y, gracias a Juego de Tronos, incluso el incesto ha sido embellecido.
 
El último gran pecado sexual de nuestra época no tiene que ver con ningún acto sexual específico ni con ninguna pareja prohibida. El mayor pecado sexual de nuestro tiempo no es un pecado de acción, sino de omisión: el pecado de no hacer nada en absoluto. El último gran tabú sexual es el tabú de la virginidad.
 
La vergüenza de la virginidad
Hay una muy buena razón por la que siguen haciéndose películas como American Pie o la reciente Blockers, ambas sobre un grupo de adolescentes intentando perder su virginidad al graduarse en el instituto. Puede que no haya mayor vergüenza hoy que la humillación que los adultos jóvenes sienten cuando se descubre que son vírgenes.
 
Una especie de estigma está ligado a no haber practicado nunca sexo a los 18 (o 21, o 25, o donde quiera que se sitúe el límite estándar). Compite con el estigma que antes se ligaba a los leprosos, los bastardos y los herejes. Una persona que sigue siendo virgen a los 30 es vista como una especie de paria sexual, descartado de toda concupisciente compañía por su apariencia repelente, sus maneras repulsivas, su sueldo de miseria u otro innombrable defecto. Una persona que sigue siendo virgen a los 40 es vista tan patéticamente ridícula (o ridículamente patética) como para merecer protagonizar una película de Judd Apatow.
 
Las costumbres sociales de nuestra sociedad post-revolución sexual conducen fácilmente a quienes no participan en la rebelión a sentirse como si hubiese algo fundamentalmente malo en ellos. “Si hay tanto sexo ahí fuera y tanta gente practicándolo con tanta frecuencia”, tienden a preguntarse a sí mismos los y las vírgenes, “¿por qué yo no tengo nada?” Seguir siendo virgen pasada cierta edad puede experimentarse como una confirmación de las peores sospechas que uno tiene sobre sí mismo: que no te aman porque no eres digno de ser amado, que no te besan porque no eres digno de ser besado, que no te tocan porque no mereces afecto. Un joven o una joven virgen puede llegar a verse como irremediablemente repugnante; alguien que llega a la mediana edad sin haber participado de una de las actividades humanas más elementales puede llegar a sentir como si hubiese fracasado en convertirse en plenamente humano.
 
El cristianismo, la castidad y la libertad sexual
Todo esto habría supuesto un shock considerable a casi cualquier ciudadano occidental anterior al siglo XX, para quien la castidad era considerada como una virtud cardinal y la fornicación como un pecado capital. No es sorprendente que en el Occidente anterior a la Primera Guerra Mundial (una sociedad cuya religión predominante, el cristianismo, vinculaba la virginidad con la santidad), algunos de los mayores santos políticos y literarios, desde la Reina Isabel I a Henry James, fuesen también vírgenes de por vida. Cuando el cristianismo aún daba tono a la cultura general, quienes se abstenían de relaciones sexuales (incluso si lo hacían no por elección, sino por ser continuamente rechazados) llegaban a sentirse espiritual y socialmente superiores a quienes sucumbían. En el mundo cristiano del Occidente prebélico ser virgen no significaba formar parte de los subhumanos marginados, significaba estar en el mismo plano que la Madre de Dios.
 
El ethos de la libertad sexual que hoy se ensalza no podría ser más distinto. La historia nos es ya muy familiar: el automóvil, la píldora, el declive de la creencia en el cristianismo y el estallido de todas las certezas (con el consiguiente cuestionamiento de todos los valores) como consecuencia de dos terribles guerras mundiales lo cambiaron todo. El miedo a morir como un fornicador sin haberse confesado fue sustituido por el miedo a morir sin tan siquiera haber fornicado, como teme Marcus Messner en la novela Indignación de Philip Roth.
 
Los clérigos laicos de nuestro tiempo –todos los que van desde Sigmund Freud y Betty Friedan a Friedrich Nietzsche, Michel Foucault, Hugh Hefner y Los Beatles– predican la liberación, no la represión. Ya no se alude a quienes nunca han probado los placeres de la carne como “santos” o “benditos”, sino como “desdichados” o “incapaces”, como si nunca hubiesen probado el chocolate, olido las rosas o contemplado un ocaso estival. Novelas como Indignación de Roth y Los desnudos y los muertos de Norman Mailer suponen que no hay mayor desgracia que morirse virgen, y revistas como Maxim y Cosmopolitan insinúan que no hay mayor vergüenza que vivir como tal. En el mundo actual, sexualmente liberado, la palabra “virginidad” se ha convertido en la letra escarlata de nuestro tiempo, y la mayor parte de los adultos jóvenes llegarán casi hasta donde sea con tal de evitar la humillación de llevar esa etiqueta.
 
Los beneficios de la virginidad
Sin embargo, hay muchas buenas razones por las que puede ser algo bueno permanecer virgen hasta un momento posterior en la vida. Renunciar al sexo demuestra que uno es lo bastante disciplinado como para retrasar la gratificación en aras de un bien mayor. Te permite concentrar tus esfuerzos en la propia tarea, y tal vez alcanzar mayor éxito profesional que si estuvieras constantemente planeando como acostarte con tu próxima pareja, y virtualmente te garantiza que nunca tendrás una enfermedad de transmisión sexual. Si eres un creyente cristiano, judío o musulmán, te da la seguridad de saber que estás protegido de cometer un gran número de pecados sexuales perjudiciales para tu alma. Si te orientas intelectualmente hacia el ateísmo o el agnosticismo, te libera para vivir una vida del espíritu sin ser esclavizado por las pasiones del cuerpo. Si eres un ser humano con un corazón vivo y palpitante, te salva de las mezquindades, del tedio y de las rupturas que te rompen el corazón y el alma y que con tanta frecuencia acompañan a las relaciones románticas.
 
Vincular el sexo a un amor conyugal de por vida y comprometido (el auténtico lazo que la revolución sexual quería romper) puede hacer que el sexo sea verdaderamente maravilloso. También, sin embargo, convierte la pérdida del amor en lo más devastador.
 
¿En qué puede entonces encontrar consuelo alguien que ha perdido ese amor y se abstiene de relaciones sexuales? Está, por supuesto, la vida del entendimiento, pero las consolaciones filosóficas al estilo de La consolación de la filosofía de Boecio o Los dolores del mundo de Schopenhauer pueden no resultar muy consoladoras; utilizar la espiritualidad para compensar la falta de plenitud amatoria puede ser como utilizar la música para compensar la carencia de muebles en mi sala de estar. La psique no acepta este ineficaz sustituto intelectual; el corazón roto rechaza aceptar el placebo de los éxitos profesionales cuando lo que quiere realmente es la indispensable cura del verdadero amor.
 
También puede haber consolaciones literarias y artísticas. Hace algunos años, en un congreso de libreros en California, una mujer se sonrojó preguntándole a la escritora Isabel Allende si las escenas eróticas de sus novelas estaban basadas en su propia experiencia. “De experiencia nada”, contestó, “solo investigación y fantasía”. Refiriendo esa conversación en su libro Amor, Allende escribe: “A la hora de escribir, cuenta más la imaginación que la memoria”. A quienes aún no han tenido experiencias eróticas en su vida, Allende les asegura que siguen teniendo imaginación, que probablemente les servirá mejor que cualquier experiencia. [Nota de ReL: Entendemos que el autor no está respaldando moralmente el ejercicio de la imaginación erótica, sino argumentando ad hominem, con el argumento que ofrece una escritora opuesta a toda convicción religiosa, para defender la abstinencia sexual fuera del matrimonio. Así parece confirmarlo el siguiente párrafo.]
 
Pero ¿pueden el arte y la literatura compensar realmente la pérdida del amor? La cura para un corazón roto ¿es simplemente una dosis de Joyce y Proust? Incluso a los más fervorosos amantes de la literatura se les puede disculpar su escepticismo ante la idea de que consumir obras de creación literaria –o crearlas uno mismo– pueda consolar a un amante despechado. Y si el arte y la literatura no bastan para que una persona se sienta plenamente realizado sin sexo, entonces ¿qué puede conseguirlo? Es aquí donde la religión y la teología entran de nuevo en juego.
 
Una sociedad que ha perdido su fe es una sociedad donde la pérdida del amor humano es devastadora. Sin la creencia de que Dios nos ama, la pérdida de un ser humano que nos ame puede destrozar el alma. Pero una sociedad que mantiene su fe en un apasionado Dios bíblico que nos ama es una sociedad donde la pérdida del amor humano tal vez puede superarse; lo erótico puede encontrarse en la religión, como demuestra el Cantar de los Cantares, y la divinidad misma está inundada de eros, como enseñan la Cábala y el misticismo judío.
 
La Biblia enseña que todo ser humano es creado a imagen de Dios, que todo ser humano es un ser completo, independientemente de que siga siendo virgen. Todo ser humano, enseña la Biblia, es abrazado por la pasión divina, independientemente de que haya experimentado la pasión humana. El arte, la literatura y la filosofía pueden ofrecer perspectivas consoladoras, pero son solo eso, consuelos. Solo la religión y la teología pueden ofrecer algo más que consolación: confirmación. Confirman que quien se abstiene de mantener relaciones sexuales también es aceptado plenamente por la pasión divina y, como enseñan las tradiciones de abstinencia del catolicismo y de ciertas sectas del misticismo judío (principalmente el jasidismo de Breslev), se acerca más a lo divino de lo que jamás podría quien no se abstenga.
 
Si uno pasa el tiempo suficiente en una sociedad secular, puede llegar a pensar que la única forma de realizarse plenamente es convertirse en un ser sexual. La religión enseña que uno ya está plenamente realizado, haya mantenido o no alguna vez relaciones sexuales. Este tipo de confirmación (por encima de la consolación y más allá de ella) es sin embargo otro recordatorio de por qué una sociedad que pierde su religión pierde mucho más que solamente rituales y dogmas. Pierde algunas de las fuentes emocionales y psicológicas más importantes que inspiran el canon humanista entero.

Publicado en The Public Discourse.
Daniel Ross Goodman es rabino y escritor, y actualmente estudia Literatura Inglesa Comparada en la Universidad de Columbia.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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