Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Religión y política ante el 28-A


por Antonio Torres

Opinión

La pasada primavera un nutrido grupo de colegiales se dirigió de peregrinación a Covadonga, a ver a la Virgen, a conocerla, a rezar ante ella, y a disfrutar del entorno y de la compañía. Nada más natural, inocente y aceptado en nuestro país que ese gesto tan repetido por tantos a lo largo de nuestra historia. No obstante, en el contexto de inicio de campaña de VOX, de la foto de Abascal junto a su candidato por Asturias con la Virgen a sus espaldas, me pregunto si esos gestos sencillos del pueblo no empezarán a estar perseguidos por la sombra de la sospecha. Me pregunto si es justo que un pequeño grupo político utilice electoralmente los símbolos más sagrados de un pueblo que sufre la división y la incertidumbre. Por supuesto, un político no está obligado a ocultar su fe ni la práctica de la religión que profesa, pero no debe hacer un uso oportunista y partidista, ni tampoco debe confundir la religión con la política. ¿Por qué hago referencia a VOX obviando en este momento a otros líderes políticos que han incurrido en el pasado en algo igual o parecido? Porque a la foto con la Virgen se suma el anuncio de VOX sobre el inicio de su particular “Reconquista” para, esa es su pretensión, liberar España de las cadenas a que la tienen sometida los progres, los musulmanes y los comunistas.

La “reconquista” se ha insertado en los discursos de campaña, y la referencia a un “momento histórico”, se refiere a que, según Abascal, “se debate la existencia y unidad de España”, una España en que no cabrían los “progres, comunistas e islamistas”. Yo me pregunto si yo mismo cabría en esa “España viva”, habida cuenta de las respuestas agresivas que he recibido en los últimos días simplemente por expresar mi opinión. Ya lo dicen, para ellos esta campaña tiene “tintes de gran movilización”, una movilización total que me suena más a una guerra que a una política pacífica, inteligente y razonable. Una España en lucha, levantada de nuevo, contra un enemigo borrosamente definido (en realidad todos los que no les secunden, por malos o por cobardes), para alcanzar unos fines solo por ellos conocidos. Es evidente, ya no los enseñó Abascal en su Secesión y exclusión en el País Vasco, que “la apelación a los sentimientos constituye el mayor puntal del nacionalismo y le sitúa en una posición ventajosa frente a otras ideologías que se centran en la organización política de la sociedad, que hacen propuestas y ofertas basadas en frías y racionales consideraciones”. Es cierto que puede funcionar mejor, que esta manipulación de los sentimientos contribuye a la movilización, pero a mí no me representa.

La historia de España conoce bien momentos en los que los políticos han utilizado para su propia legitimación símbolos religiosos. La Iglesia española todavía está pagando la factura de la alianza del trono y el altar con Fernando VII, la “década ominosa” y la persecución a un liberalismo sano y moderado. Sí, todavía late en nuestra cultura aquella división, aquella época en la que los liberales eran excomulgados, porque ese mesianismo político no reconocía ninguna forma de moderación ni de discrepancia. Aquella época en la que se puso a los creyentes entre la espada y la pared, obligándoles a optar por la política como si de una opción de fe se tratase. Más cerca en el tiempo, pero recogiendo el polvo fernandino, podemos recordar los lodos de un franquismo “bajo palio”, de un “nacional catolicismo”. Con todos los matices que se quieran, la imagen de una Iglesia “oficial” ha dificultado que muchos creyentes de buena fe encontrasen su lugar en la Iglesia. Los extremos de los años 70 deben entenderse, en parte, y solo en parte, por la apropiación que hizo la política de los símbolos y creencias religiosas de un pueblo que luchó por unos ideales religiosos, por sus creencias, y no por los intereses partidistas de unos pocos.

¿Estamos hoy ante una tercera apropiación? ¿Se puede trazar una línea entre una tradición fernandina, un “nacional catolicismo” y la deriva demagógica de VOX? Con la cautela que exigen los análisis históricos, sí podemos sostener que el inicio de campaña de VOX ha cruzado una línea roja, tratando de apropiarse de forma clara y expresa símbolos de todos con un fin que no todos comparten.

La idealización de la historia convirtiéndola en una saeta dirigida a un blanco enemigo no es legítima. La Virgen no es un proyectil que se pueda utilizar para ser disparado contra unos enemigos creados ex novo. No hay un enemigo que tenga la culpa de todos nuestros males, ni la fe es un arma contra ellos. No se reza contra los enemigos, se reza por ellos. No se reza para reconocer los pecados del otro, se reza entonando el “yo confieso”, no se pide la división, se pide la unidad.

Es cierto que la política, como el deporte, tiene otra lógica, no somos ingenuos: el partido hay que ganarlo y el poder hay que conquistarlo. Es un juego lícito, pero como todo juego tiene sus reglas. El siglo XX nos ha enseñado que hay líneas rojas que no se deben cruzar. El primero que lo hace produce una escalada de violencia, y fuerza al otro a hacer parecido. Así ha pasado con Podemos que, asaltando capillas, insultando la historia y los mitos políticos, a punto estuvo de abrir la caja de Pandora. Que aquí respondan aquellos que avivaron el fuego de la discordia creyendo que junto a él encontrarían el refugio de su calor. Pero seamos conscientes de que estamos ante un movimiento pendular. Que personas de buena fe, católicos convencidos, pueden estar siguiendo una corriente que polariza sin que algunos se den cuenta de la ilegítima astucia de otros. Veo con preocupación que muchos católicos se ven representados por un partido que usa sus símbolos públicamente, sin comprender que es una burda manipulación para movilizar lo más sagrado, aquello que otros antes atacaron sin escrúpulos.

El cristiano debe ser firme en su fe y, como reiteradamente han recordado Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, el cristianismo no es ni una moral ni una doctrina, es la irrupción del Misterio hecho carne para entrar en relación personal con cada uno de nosotros. El cristianismo no es un pasado idealizado, no es una doctrina conservada en formol, no es una ley defendida por los sumos sacerdotes. El cristianismo es un Misterio que salva, que une la distancia entre un destino infinito y una naturaleza falible. Es la fuente de nuestra esperanza y el criterio de nuestra razón para no caer en los mesianismos políticos que nos prometan salvar esta desproporción entre el hombre y su fin.

El cristiano tiene en su haber la resistencia ante los totalitarismos del siglo XX. ¿Por qué? ¿Qué le permitió ser más inteligente y presentar una oposición firme al leninismo o al nacional socialismo? La esperanza de que la salvación ya se ha producido, que la muerte y resurrección fue de Otro para nosotros, que la Pascua que ahora vamos a vivir es el acto gratuito de Dios para su pueblo. Que “ya no quiere más sacrificios”, ni más voluntarismos políticos. Cuando una persona de fe sencilla vive esto así será muy difícil que las promesas de salvación, reconquista, nuevas Españas, y demás fuegos fatuos, generen en su estado de ánimo ninguna ilusión.

Es cierto que estamos en una época de crisis a nivel global. Aquí, en estas coyunturas del drama, es donde se ponen en juego nuestros principios y nuestra capacidad creadora. Aquí se ve la verdadera política. Pero, desgraciadamente, hay unas minorías débiles en sus certezas, aferradas a unas pocas “verdades”, que se aterran ante el porvenir. Buscan refugio en el pasado, pero un pasado alterado por una memoria falseadora que solo sirve para atizar nuestros miedos presentes. Una minoría que utiliza la memoria como medicina para poder conciliar el sueño fácil y apacible que hace tiempo que perdió. Viven en una situación irreal, uniendo hechos históricos alocadamente, para trazar una línea roja por la que no dejan pasar a nadie. Esto es lo que María Zambrano llamaba la “novelería histórica que se apodera de algunas personas dotadas para imaginar y poco dotadas para sufrir el peso real de la vida. Es la raíz anímica del reaccionarismo, causa de esterilidad y de esa enfermedad que se manifiesta en un constante desdén a todo lo presente”.

Personas poco dotadas para sufrir el peso real de la vida, personas que, por tanto, buscan refugio en la tribu, donde la libertad será la moneda de cambio para pagar la soñada seguridad que les libere del miedo existencial. Personas que encuentran el calor y el refugio ante el desamparo en cuatro ideas simples, mitificadas, de la historia patria: Covadonga, Granada, Blas de Lezo y ¡España viva! Y con esto ya duermen tranquilos, porque la tribu está en orden. Pero España es algo mucho más grande, algo vivo, abierto al Atlántico, a Europa, y al mundo, siempre al encuentro con otras culturas y con capacidad de acoger lo mejor de cada tradición. Eso, no lo podemos dudar, no nos viene de una genialidad natural, sino de una fe que hace mucho que se hizo cultura, se convirtió también en un modo de ser y dio significado a una vida en su totalidad.

Estas palabras de Benedicto XVI me acompañan mucho estos días, y las comparto con la esperanza de que así sea también para muchos de mis contemporáneos, ávidos como yo de una respuesta eficaz a la confusión sembrada por algunos: «El primer servicio que presta la fe a la política es, pues, liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos, que constituyen el verdadero peligro de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre la cosa más difícil; la voz de la razón nunca suena tan fuerte como el grito irracional. El grito que reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible, parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos. Sin embargo, la moral política consiste en resistir la seducción de los grandilocuentes con la que se juega con la humanidad, el hombre y sus posibilidades. No es moral el moralismo de la aventura que pretende realizar por sí mismo lo que es de Dios. En cambio sí es moral la lealtad que acepta las dimensiones del hombre y lleva a cabo, dentro de esta medida, las obras del hombre. No es en la ausencia de toda conciliación, sino en la misma conciliación donde está la moral de la actividad política»

Conciliar no es traicionar, y, menos aún es intentarlo, porque la política es el camino de la paz y su contrario es la guerra. Los creyentes debemos apoyar políticas que respeten la religión y la libertad de que ella nos dota, políticas que se abstengan de usar la religión para procurarse  adhesiones que no se saben buscar de otra manera.

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