Jueves, 23 de enero de 2025

Religión en Libertad

El último sabio: homenaje a Dalmacio Negro

Dalmacio Negro, durante una entrevista.
Dalmacio Negro fue, ante todo, un pensador católico que descubría la raíz espiritual última de las categorías políticas. Foto: captura entrevista Libertad Constituyente TV.

por José Andrés Calderón

Opinión

Era el mes de marzo de 2017. Apenas tenía 18 años y, desde hacía unos meses, había comenzado a estudiar Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad CEU San Pablo. Unos meses antes, había dudado en embarcarme en esta travesía académica al observar que el plan de estudios incluía cinco asignaturas de grandes textos del pensamiento político. En la guía docente, ese texto sagrado e inviolable de los funcionarios de la Aneca, se me indicaba que debía estudiar las obras de Tucídides, Platón, Aristóteles, Cicerón, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Hobbes, Rousseau, Tocqueville o Donoso Cortés. En ese momento, después de haber cursado dos años de Filosofía en bachillerato, me aterraba la idea de tener que seguir subrayando una pila de apuntes insustanciales y confusos, acompañados de absurdas presentaciones en Powerpoint.

Sin embargo, aquella tarde de jueves primaveral, sin saberlo, cambió radicalmente el rumbo de mi vida. Junto a dos compañeros, que estábamos buscando una clase libre para terminar uno de esos vacuos grupos de trabajo que la dichosa guía docente exige realizar, entramos en el aula 3.04 de la Facultad de Derecho. Sorpresivamente, nos encontramos con que en la tarima se hallaba un anciano, acompañado de hombres de un amplio elenco de edades que poca relación tenían con los alumnos que asiduamente ocupaban los pupitres. En ese instante, nos dijo: “Entren. No tengan miedo”. Durante más de una hora escuché términos que me parecían provenir del propio Marte: ratio status, inmanencia, deus mortalis, religiones seculares, gnosticismo o dictadura comisaria. Antes de terminar, aquel profesor nos entregó su cuaderno para que le proporcionáramos nuestro correo electrónico.

Salí de la clase henchido de dudas, reconociendo la futilidad de mis conocimientos. Empero, algo en mi interior me señalaba que debía regresar. Lo hice, y no me traicionó mi instinto. Aquel hombre mayor, que caminaba heroicamente con sus muletas y fumaba cigarrillos que solo él sabía liarse, era don Dalmacio Negro Pavón, catedrático de Historia de las Ideas y Formas Políticas y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Y aquella clase a la que asistí era, en realidad, el Seminario Luis Díez del Corral de Pensamiento Político.

Durante mis años universitarios, aquellas sesiones semanales, junto a las asignaturas de pensamiento político impartidas por sus discípulos en el grado de Políticas, fueron el bálsamo y el néctar que escasean en un mundo académico en el que impera la clase funcionarial ideologizada y el servilismo al poder. Las clases de Armando Zerolo, Julián Vara, Domingo González, Pablo Sánchez Garrido, Alonso Muñoz, Elio Gallego y, sobre todo, los seminarios de don Dalmacio, cuyo magisterio en el realismo político fue una impagable dosis de claridad en la búsqueda de la Verdad, marcaron profundamente mi compresión del mundo.

Don Dalmacio se convirtió en el maestro que me enseñó un modo inédito de comprender la realidad. Desde el seminario que él dirigió hasta su última semana de vida, impartió lecciones desmitificadoras del corrosivo consenso político; nos arrollaba con innumerables títulos de obras y de variopintos autores; explicaba, sin falsos apriorismos, conceptos fundamentales de la teoría política. Fue un erudito y, con toda probabilidad, el último gran sabio de una generación de gigantes.

A través de su exquisita obra, de las tardes en el CEU rodeado de libros y de las aportaciones de sus discípulos, así como de las largas llamadas telefónicas que mantuve con don Dalmacio hasta pocas semanas antes de su partida en peregrinación hacia nuestra patria celestial, obtuve un tesoro del que nunca podré considerarme digno. La sapiencia del maestro, aunque inabarcable, palidecía si la comparamos con la bondad de su alma. Don Dalmacio no incurrió el pecado capital que acompaña a la mayoría de los eruditos: la soberbia. Por el contrario, él acogía en sus clases a todo aquel que se presentaba ante su puerta, sin importar su procedencia y capacidad intelectual.

Desde su muerte terrenal el pasado 23 de diciembre, coincidiendo con su cumpleaños, se han escrito casi medio centenar de obituarios y homenajes. Poco se puede añadir, sobre su pensamiento y trayectoria académica, a la pluma de estos primeros espadas.

Sin embargo, es fundamental recalcar que don Dalmacio fue, antes que nada, un pensador católico. Prescindir de su catolicidad implica, inexorablemente, vaciar y destruir su legado intelectual. Sería reducir su figura a la de otro disidente más del régimen del 78 y la partitocracia. En cambio, el profesor, tras décadas de intenso estudio de las formas políticas, sabía que el problema troncal al que se enfrenta nuestra civilización es espiritual antes que político. Don Dalmacio entendió que el Estado, única forma artificial de lo político, es un deus mortalis “excluyente y autoperpetuante” que usurpó la auctoritas que legítimamente corresponde a la Iglesia. El Leviatán, mediante la soberanía, monopolizó la política y destruyó el Derecho. Como corolario, el pueblo, devenido en sociedad, ha quedado preso de una legislación tiránica que atenta contra el derecho natural y la Ley de Dios.

Con la pérdida de influencia de la Iglesia, se dio rienda suelta al relativismo, al nihilismo y a la voluntad de poder. En sus propias palabras, “la desaparición de Dios de la escena del mundo, o simplemente, prescindir de Él, constituye la causa material, formal, eficiente y final de la pérdida del sentido de la vida y la realidad en la civilización determinada por el cristianismo”.

Por todo ello, don Dalmacio rechaza todas las ideologías. Las considera religiones seculares o sustitutorias de la Fe verdadera, y destructoras del êthos de los pueblos. Todas ellas condenan, en última instancia, a los hombres al totalitarismo en sus distintas vertientes. El fármaco, ante esta situación excepcional, se encuentra en que la Iglesia recuerde que su misión es la de ser un contramundo en el mundo y recupere el papel que le corresponde.

El fallecimiento de don Dalmacio me deja huérfano intelectualmente. La paternidad intelectual, dijo Ortega, es la única en la que el hijo designa al padre. Esta decisión la adopté en el instante que Dios me impulsó a abrir la puerta del aula 3.04. Aunque su vacío sea insustituible, su legado permanecerá inmarcesible. Únicamente nos queda honrar su memoria, transmitir su pensamiento, reconocer una deuda impagable y rezar por su descanso eterno. Gracias por todo, don Dalmacio. Hasta pronto, maestro.

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