Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

El final de nuestros días


por José F. Vaquero

Opinión

Cada cierto tiempo salta a la palestra de la discusión pública el tema de la eutanasia, maquillado como “muerte digna”, “compasión hacia el moribundo” o algún otro eufemismo del estilo. Curiosamente, es un asunto de ayer, de hoy y de siempre, desde que el hombre es hombre. Recientemente he leído relatos de la vida del hombre primitivo. Un hombre nómada, cazador, que vive principalmente moviéndose de acá para allá, buscando los mejores frutos silvestres y las mejores áreas para cazar. En esa continua migración, los ancianos y enfermos constituyen un lastre, un peso que retrasa y pone en peligro a la tribu. Y su modo de solucionarlo pasaba por el abandono, la eutanasia primitiva: un anciano débil, en una situación adversa, era presa fácil para los animales y para cualquier enfermedad.

Ese mismo hecho lo propiciaron, de modo más maquillado, griegos, romanos y muchos pueblos: el enfermo y anciano gasta y no produce, luego sobra. En el siglo pasado, el régimen nazi alemán continuó la misma política, más pensada y sistematizada, incluso con visos de desarrollo científico. Debemos llegar a la sociedad perfecta, defendían, y tenemos que eliminar a los que retrasan dicho objetivo, judíos, cristianos o de raza aria. Es conocido el programa Aktion T4, creado bajo la responsabilidad y supervisión de médicos y enfermeras. Su fin: la eliminación sistemática de personas señaladas como enfermas incurables, niños o mayores con taras hereditarias o adultos improductivos. En la definición de estas actuaciones ya Hitler utilizaba un bello término: “muerte misericordiosa”, muerte por compasión.

La eutanasia actual sigue utilizando el mismo eufemismo, ensuciando una palabra tan propiamente humana como la compasión, el acompañar al otro en su padecimiento o sufrimiento. Y en esos momentos, los “candidatos” a la eutanasia desean compañía, cariño, la cercanía de alguien para el que siguen siendo importantes. Es la experiencia cotidiana de alguien que convivió muy de cerca con estos moribundos, la Madre Teresa de Calcuta. Un moribundo, despreciado de todos por su clase social, que encuentra el cariño de alguien que le coge la mano, que le acompaña; eso sí es morir con dignidad, amado por lo que es y no por lo que tiene o aparenta.

Dos principios sencillos me preocupan en torno a este modo de morir, o más exactamente de matar. Dar rienda suelta a este tipo de leyes es dar una vuelta de tuerca más al reduccionismo materialista que nos va contaminando. La persona vale, se lee entre líneas, por lo que produce. Y no por cualquier producto, sino sólo por sus frutos materiales (trabajo traducido en dinero). Y el día que no producimos, dejamos de valer, de importar. Sobramos, y además “gastamos” bienes de otros. Los ancianos, los enfermos, los discapacitados, son peso que no nos deja ascender hacia la sociedad perfecta. Si el hombre sólo fuera materia, un animal más que ni siente ni padece, la argumentación es impecable. Gastamos 60.000 marcos, decía Hitler, en estos seres improductivos. Las matemáticas nos dan la razón.

El problema viene de nuestra experiencia personal. Sabemos, y así lo sentimos, que somos algo más, que tenemos sed de ser amados y queremos, anhelamos, amar a alguien. Las ideologías materialistas insisten: si la ciencia no puede eliminar el sufrimiento, la opción será eliminar al sufridor. Pero incluso el sentido común nos recuerda que matar, aunque nos queramos convencer de que es por compasión, siempre es malo.

Y me surge un segundo interrogante: ¿qué otorga peso, estabilidad a la ley, para evitar caer en la absoluta arbitrariedad? Imaginemos un hospital fronterizo entre Holanda y Francia. En la habitación holandesa, un médico practica una eutanasia, y a continuación repite el “tratamiento” en la habitación francesa. ¿Qué debemos hacer? Lo que ha realizado en la primera habitación, le revierte una cantidad de euros, en compensación con su ejercicio profesional. Y a la salida de la segunda habitación está la policía para llevarle ante la justicia. Otro ejemplo, igual de esquizofrénico: un paciente con tendencias depresivas quiere morir, suicidarse. Y en el hospital los médicos se lo impiden, entienden que deben evitar su muerte. Al lado, otro paciente, también con una enfermedad, quiere suicidarse; y como no puede, dejó por escrito que un médico le ayude a “morir con dignidad”, a suicidarse. Y el mismo médico, lo que niega al primer paciente, se lo concede al segundo.

¿Quién tiene razón? ¿Por qué? ¿Simplemente por la opinión de un ciudadano más, que decide qué está bien y qué está mal? Si la ley se basa en la pura democracia como suma de votos, estamos en manos de la pura arbitrariedad del momento. La vida de cada persona es un bien, más allá de su situación física, económica o de salud. Si la vida de una persona no es digna de vivirse, ¿por qué es digna mi vida? ¿Quién decide qué vida es digna, y cuál no?

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