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La fiesta de Halloween se ha ido vaciando de significado, incluso en su símbolo más característico, la calabaza.

La fiesta de Halloween se ha ido vaciando de significado, incluso en su símbolo más característico, la calabaza.Julia Raasch / Unsplash

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De niño, me enamoré del otoño. Aunque disfrutaba mucho del verano, siempre anhelaba verlo consumido por las llamas otoñales. Me encantaba el paso intermitente del calor al frío, el ir abrigándome con capas de ropa, el ocaso de los días, la emoción de los paseos en carreta y los laberintos de maíz, el rastrillado de hojas, el olor a pulpa de calabaza, a materia vegetal en descomposición, a cosas listas para ser quemadas. Como estación de transición, el otoño es más profundo que la primavera por su melancolía. Me llegaba al alma.

El otoño también significaba Halloween, y mi cumpleaños. Mis padres me organizaban fiestas de disfraces cada 26 de octubre. La seriedad de crecer siempre iba de la mano con la libertad lúdica de Halloween. El truco o trato importaba menos por los dulces que por la oportunidad de corretear por el vecindario con los amigos, disfrutando de la sensación de que podíamos hacer lo que quisiéramos, al menos por una noche. Halloween era para bromas, para aterrorizar a las chicas en el baile de nuestra escuela primaria. En una ocasión, extendí un hilo de pescar transparente por el gimnasio oscuro, zigzagueando entre grupos de chicas que bailaban. Até una piel de visón a un extremo del hilo (la había cortado de la estola de mi madre). Escondido tras una puerta, recogí el hilo, haciendo que el visón corriera como una rata gigante alrededor de los pies de las chicas. ¡Cómo gritaban!

Nunca he vivido el verdadero Halloween. La noche de juerga desenfrenada que ahora se conoce como Halloween se parece muy poco a la fiesta de antaño. Como arañas que devoran las entrañas de un escarabajo, la desilusión y la comercialización le han arrebatado su significado. Y, sin embargo, la esencia permanece. La historia de Halloween es un ejemplo paradigmático del proceso por el cual las instituciones occidentales se hunden en la decadencia.

El sentido de lo lúdico

"Todo lo que significa la decadencia es 'caída'", escribe Jacques Barzun en su magistral historia de la cultura occidental, Del amanecer a la decadencia: "La decadencia no implica en quienes viven esa época pérdida de energía, de talento o de sensibilidad moral. Al contrario, es una época muy activa, llena de profundas inquietudes, pero particularmente inquieta, pues no ve claras las líneas de progreso. La pérdida que sufre es la de la Posibilidad. Las formas del arte, como las de la vida, parecen agotadas... La repetición y la frustración son el intolerable resultado".

Este declive es innegable en todas nuestras instituciones culturales. Han perdido su fuerza vital: el espíritu lúdico.

En su célebre estudio Homo Ludens, Johan Huizinga define el juego como "una actividad u ocupación voluntaria que se realiza dentro de ciertos límites fijos de tiempo y lugar, según reglas libremente aceptadas pero absolutamente vinculantes, que tiene su propio fin y se acompaña de una sensación de tensión, alegría y la conciencia de que es 'diferente' de la 'vida ordinaria'". En el juego, la vida "real", el ámbito de lo serio, se suspende, y participamos en ámbitos completamente distintos. Al hacerlo, nos transformamos. Frente a la vida ordinaria, el juego no es serio, pero en sus propios mundos a menudo alcanza, e incluso exige, una gran seriedad. Para Huizinga, el juego es la génesis del mito y el ritual, y de todo lo que de ellos se deriva. Sin el impulso lúdico, no habría cultura, ni civilización, ni lenguaje.

Si coincidimos con Platón en que "debemos vivir nuestras vidas jugando", entonces una vida de disminución del juego debe ser innoble, algo menos que plenamente humano. Hoy, la civilización occidental agoniza porque ya no "jugamos" a la cultura; carentes del poder generativo del juego, las formas e instituciones culturales solo son capaces de una repetición decadente. Carecemos tanto de la jovialidad propia de los humanos como de la reverencia propia de criaturas hechas a imagen de Dios. Tan incapaces del verdadero juego como de la verdadera seriedad, somos menos que bestiales, pues incluso los animales juegan.

Los Santos y los Difuntos

Halloween tiene su origen en las festividades cristianas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. En la Iglesia católica, el Día de Todos los Santos conmemora a la Iglesia Triunfante, a todos los creyentes bautizados que han alcanzado la unión perfecta con Dios en el cielo, con especial énfasis en aquellos canonizados por la Iglesia. La celebración del Día de Todos los Santos el 1 de noviembre se remonta a mediados del siglo VIII, cuando el Papa Gregorio III cambió la fecha del 13 de mayo. En las tradiciones orientales, aún se celebra en primavera, después de Pentecostés.

La festividad vinculada del Día de los Fieles Difuntos conmemora a las almas bautizadas en el purgatorio, la Iglesia Penitente. Si bien ambas fechas brindaban la oportunidad de recordar a los seres queridos fallecidos, el Día de los Fieles Difuntos se caracterizaba por la oración de intercesión por aquellos que se purificaban en el purgatorio. Rituales de intercesión subyacen a algunas prácticas contemporáneas reconocibles de Halloween.

El Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, conocidos en Inglaterra como Hallowtide, figuraban entre las fechas más importantes del año litúrgico a finales de la Edad Media. Durante este periodo, los fieles esperaban un aumento de la actividad sobrenatural, tanto maligna como benéfica. Las campanas de las iglesias, con la creencia de que ahuyentaban a los demonios, repicaban toda la noche. Muchos, anticipando las visitas de los espíritus de sus seres queridos, colocaban platos adicionales en la mesa o dejaban comida y bebida fuera durante la noche, una tradición que perdura en las ofrendas del Día de Muertos en México.

Un vínculo comunitario en el tiempo y en el espacio

Dado que las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos reforzaban la deuda que los vivos tenían con los muertos, la Semana de Todos los Santos era un medio para preservar la conciencia histórica de una comunidad. Estas festividades recordaban a la gente que eran un pueblo, que estaban conectados como parientes con otros: materialmente, a través del tiempo y el espacio, y espiritualmente, en el Cuerpo Místico de Cristo.

Esta cualidad -la de continuidad histórica, el deber para con los antepasados y descendientes- fue esencial para Halloween durante la mayor parte de su existencia. Pero durante el último siglo, aproximadamente, Halloween ha perdido esta virtud.

La fiesta pagana de Samhain

Una narrativa común, pero errónea, presenta Halloween como una cristianización de la antigua festividad pagana de Samhain. Si bien hay poca evidencia de una campaña cínica por parte de la Iglesia para apropiarse de Samhain, después de que las fechas del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos se trasladaran al 1 y 2 de noviembre, elementos de ambas tradiciones se fusionaron naturalmente, y hoy en día se pueden percibir fácilmente ecos de Samhain en Halloween.

Samhain, una festividad celta de la cosecha celebrada en Irlanda, Escocia y la Isla de Man, marcaba el inicio de los preparativos para el invierno. Se sacrificaba ganado anticipándose a los meses de escasez y se encendían hogueras rituales con la creencia de que purificarían el ambiente y brindarían protección. Existen evidencias literarias y arqueológicas de que, en tiempos precristianos, Samhain incluía sacrificios humanos, una práctica común entre los celtas y las tribus del norte de Europa. Julio César describe una forma particularmente espantosa de sacrificio druídico en sus Comentarios sobre la Guerra de las Galias : "Otros utilizan figuras de tamaño inmenso, cuyos miembros, tejidos con ramas, rellenan con hombres vivos y les prenden fuego, y los hombres perecen envueltos en llamas". Esta imagen se utilizó de forma inolvidable en la película de terror británica El hombre de mimbre [The wicker man] .

El Otro Mundo

Celebrado entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, Samhain era una festividad liminal en la que la realidad se volvía tenue y el Otro Mundo se acercaba a este mundo. El Otro Mundo celta era a la vez el reino paradisíaco de las hadas y la tierra de los muertos, y sin duda peligroso para los humanos. Se creía que en Samhain la féth fíada, la niebla mágica que hacía invisibles a las hadas (o elfos) a los ojos humanos, se disipaba. "Esa noche en Irlanda, todas las colinas de las hadas se abren de par en par y las hadas pululan", escribe James Frazer en La Rama Dorada: "Cualquier hombre lo suficientemente audaz puede entonces asomarse a las verdes colinas y ver los tesoros que esconden. Peor aún, la cueva de Cruachan en Connacht, conocida como la Puerta del Infierno de Irlanda, se abre en la víspera de Samhain o en Halloween, y una horda de horribles demonios y duendes solía irrumpir en ella". Durante Samhain, la gente propiciaba a los espíritus y hadas que pudieran estar presentes dejando comida y bebida por la noche con la esperanza de recibir una bendición para el invierno venidero.

La "inversión social"

Las hogueras se utilizaban en ritos de adivinación, al igual que ciertas nueces y manzanas (a las que se les atribuía una fuerte conexión con el Otro Mundo). La pantomima y el disfraz se convirtieron en prácticas comunes a partir del siglo XVI. Los jóvenes, especialmente los varones, iban de casa en casa disfrazados de habitantes del Otro Mundo, buscando recompensas a cambio de bendiciones; una práctica análoga a la venta de almas y la distribución de limosnas en la víspera de Todos los Santos, y precursora del truco o trato.

En las Islas Británicas, Halloween también se caracterizaba por un espíritu lúdico, pero a diferencia de Samhain, hacía hincapié en la inversión social propia de la imaginación cristiana. En las parroquias rurales, los líderes comunitarios designaban a un Señor del Desorden -que reinaba desde Halloween hasta la Candelaria- para encabezar las travesuras. Los juerguistas desfilaban por el pueblo y solicitaban contribuciones para que la fiesta continuara. Los vecinos que se negaban eran objeto de burlas y acoso. 

El panfletista puritano Philip Stubbs ofrece una vívida polémica contra la juerga en Anatomía de los Abusos (1583): el Señor del Desorden marchó con su "compañía pagana hacia la iglesia y el cementerio, con sus gaiteros tocando, sus tambores resonando, sus tocones danzando, sus campanas tintineando, sus pañuelos ondeando sobre sus cabezas como locos, sus caballitos de juguete y otros monstruos haciendo escaramuzas en el camino". Frazer vio en esta actividad una extensión de la antigua tradición romana de coronar a un rey simulado durante las Saturnales, generalmente un esclavo que sería sacrificado al final del festival. La festividad cristiana, por supuesto, celebra la inversión social pero prescinde del asesinato ritual.

En medio de las bromas, se honraba a los muertos. El Día de Todos los Santos, escribe el historiador Nicholas Rogers en Halloween, incluía "vigilias de medianoche en las tumbas y, hasta el siglo XVIII, ofrendas domésticas de comida y ropa para los recién fallecidos. Todavía hace un siglo en la Irlanda católica, se creía comúnmente que los muertos regresarían en la víspera de Todos los Santos o en los días posteriores". En ciertos pueblos ingleses, se creía que aparecían los fantasmas de quienes morirían en el año siguiente. Los habitantes de Faërie y del reino de los muertos, memorablemente descritos en la novela de Charles Williams La noche de Todos los Santos experimentan el tiempo de manera diferente a nosotros.

El sentido de lo carnavalesco y de la transgresión

La clave para comprender la función sociológica de Halloween reside en la idea de lo carnavalesco, célebremente explorada por el filósofo y crítico literario ruso Mijaíl Bajtín en sus obras sobre Dostoievski y Rabelais. Los carnavales medievales eran fiestas que precedían a momentos importantes del calendario litúrgico, como la Cuaresma, y se caracterizaban por desfiles y bulliciosas fiestas callejeras, además de brindar cierta libertad para las travesuras. Más aún, el carnaval implicaba su propia cosmovisión y, en muchos sentidos, constituía un mundo aparte.

Como explica Bajtín, "el Carnaval no se contempla y, estrictamente hablando, ni siquiera se representa; sus participantes viven en él, viven según sus leyes mientras estas estén vigentes". Como en todo juego auténtico, las normas y leyes de la vida cotidiana se dejan de lado. "Personas que en la vida están separadas por barreras jerárquicas impenetrables entran en un contacto libre y familiar en la plaza del Carnaval". El Carnaval es un gran igualador, que une "lo sagrado con lo profano, lo sublime con lo humilde, lo grande con lo insignificante, lo sabio con lo necio".

En prácticas centrales del carnaval, como "la coronación simulada y posterior descoronación del rey del carnaval", la comunidad abraza "el patetismo de los cambios y transformaciones, de la muerte y la renovación". El carnaval era catártico, una oportunidad para desahogar la tensión que naturalmente se acumula dentro de las comunidades.

La transgresión tolerada del orden normativo siempre ha sido una característica de Halloween. La práctica de la adivinación, por ejemplo, se toleraba como una costumbre tradicional durante Halloween, mientras que en otras épocas del año habría estado prohibida, especialmente entre los protestantes. En la década de 1960, el elemento transgresor de Halloween fue acogido con entusiasmo por la cultura gay en las ciudades estadounidenses, donde la homosexualidad estaba prohibida. Halloween se convirtió en la festividad gay por excelencia en San Francisco, la única noche del año en que vestirse con ropa del sexo opuesto y el exhibicionismo no conllevaban el riesgo de ser arrestado. Esta tendencia en San Francisco pronto se extendió a Greenwich Village y otros barrios gay.

Pero a medida que la homosexualidad se normalizó a finales del siglo XX, la importancia de Halloween para la cultura gay se desvaneció. La revolución sexual convirtió la transgresión carnavalesca en parte del orden normativo. En lo que respecta al sexo, todos los días son Halloween.

Prohibiciones anticatólicas

En un acto de desencanto impuesto políticamente, las autoridades reales de Inglaterra implementaron cambios en las prácticas de la Semana de Todos los Santos que reflejaban la hostilidad de los protestantes hacia el catolicismo, especialmente la doctrina del purgatorio.

Eduardo VI prohibió el repique de campanas en 1548, y para 1559, durante el reinado de Isabel I, las oraciones por los difuntos fueron eliminadas de la Letanía Anglicana. La iglesia estatal pronto dejó de celebrar la Semana de Todos los Santos por completo, y en 1647 el Parlamento prohibió todas las festividades que pudieran tener influencia católica. (La prohibición se mantuvo hasta la Restauración Estuardo en 1660). Por supuesto, hubo católicos que se resistieron y mantuvieron vivas prácticas como las hogueras en las colinas la noche de Todos los Santos.

Más extendida que los rituales de fuego era la tradición anterior a la Reforma de la "recolección de almas", que anticipó tanto el truco o trato como las calabazas talladas. Los fieles recorrían sus pueblos portando faroles hechos con nabos ahuecados, cuya vela representaba un alma en el purgatorio, y pedían "pasteles de ánimas" a sus vecinos a cambio de rezar por las almas de sus seres queridos. Con el declive de la influencia católica, la recolección de almas adquirió un carácter más secular.

Referencias a lo sobrenatural

Aunque a mediados del siglo XVII la festividad de Todos los Santos y la de los Fieles Difuntos habían perdido gran parte de su carácter religioso católico, conservaron su distinción como un tiempo de actividad sobrenatural. En Lancashire, se usaban velas y antorchas para repeler brujas y espíritus malignos. El carácter liminal y sobrenatural de la Semana de Todos los Santos sobrevivió a la Reforma, pero se perdió la trascendencia teológica de prácticas como la ofrenda de almas y la distribución de ofrendas, con graves consecuencias para el elemento lúdico de la festividad. 

Huizinga escribe que, en el juego, "la 'representación' es en realidad identificación, la repetición o representación mística del acontecimiento". Al representar un alma en el purgatorio, un farol de nabo hacía que el purgatorio fuera real para quien lo portaba. La pérdida de referentes teológicos significó que la festividad se estaba convirtiendo menos en un mundo aparte y, por lo tanto, menos animada por un espíritu lúdico.

El Halloween europeo

La singularidad de Halloween se vio aún más mermada por la popularidad del 5 de noviembre. En la Noche de las Hogueras, se quemaba una efigie de Guy Fawkes, a menudo junto a la del Papa y otras figuras públicas impopulares. Muchas de las costumbres de Halloween se practicaban en la Noche de Guy Fawkes, entre ellas el robo de almas y los farolillos de nabo.

En Escocia, por el contrario, Halloween conservó su popularidad. A lo largo de los siglos, su celebración se convirtió en una oportunidad para preservar el carácter nacional. La Irlanda católica también prefería Halloween a la Noche de las Hogueras, y muchas de las costumbres de esta última se transfirieron a la primera, invirtiendo así la dirección de la apropiación cultural que se había producido en Inglaterra.

Dado que el desencanto de la Reforma tuvo menor influencia en Escocia e Irlanda, se dio la oportunidad de que ciertas antiguas costumbres paganas resurgieran. Nicholas Rogers señala que en las Tierras Altas escocesas, "muchas de estas costumbres recordaban los rituales de fuego de Samhain que se encontraban en las primeras sagas celtas". El vínculo con Samhain era aún más fuerte en Irlanda, gracias a la conservación de las tradiciones orales celtas. Las tradiciones católicas y paganas estaban en tensión, pero no eran mutuamente excluyentes. "Los espíritus errantes asociados con el antiguo Samhain y las almas errantes del purgatorio podían ser reconocidos simultáneamente, incluso por los sacerdotes". Este sincretismo también se observaba en la práctica escocesa.

Aunque perduraron las asociaciones con Samhain, la conexión de Halloween con el Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos se fue debilitando. En el siglo XVIII, Halloween era más una ocasión para el cortejo y la alegría que para la conmemoración de los bautizados difuntos.

Sin embargo, los rituales de cortejo de Halloween exudaban un espíritu lúdico irrefrenable.

Robert Burns conserva estos rituales en su poema Halloween, que describe a jóvenes participando en diversas prácticas adivinatorias para conocer la identidad y las cualidades de sus futuras parejas e incluso el destino de sus matrimonios. Los rituales varían desde lo simple (recitar un conjuro y mirarse en un espejo para escudriñar el rostro de la pareja) hasta lo elaborado (colgar una manga mojada cerca del fuego y esperar hasta la medianoche, cuando aparecería la aparición del amado y le daría la vuelta a la manga para secar el otro lado). Algunos incluso implican consultar al Diablo. Los jóvenes creen en la eficacia de estos rituales y los practican con alegría y cierto temor. Para ellos, Halloween es un tiempo fuera del tiempo, un mundo aparte, con sus propias reglas y valores, que permite comportamientos prohibidos en la vida cotidiana.

El Halloween de Estados Unidos

Debido a que los puritanos despreciaban Halloween por su vínculo con el catolicismo y su espiritualidad pagana, esta festividad no se celebró en Norteamérica hasta mediados del siglo XIX, cuando la introdujeron inmigrantes irlandeses y escoceses. En consecuencia, durante las primeras décadas de su celebración, Halloween fue un símbolo de identidad étnica. La promoción de la festividad por parte de organizaciones étnicas, como la Sociedad Caledoniana en Canadá, enfatizó su carácter público, más que el familiar. Se celebraron bailes de máscaras y fiestas callejeras, en detrimento cada vez más de los rituales tradicionales junto al fuego.

Esta tendencia se vio exacerbada por la urbanización. Los mercados laborales asalariados brindaron una nueva independencia de la familia y la comunidad, desregulando el cortejo. Las antiguas tradiciones, especialmente el asado de nueces para adivinar el éxito de las parejas románticas, aún se practicaban, pero como expresiones conscientes de identidad étnica. El carácter lúdico como un mundo aparte se vio disminuido.

Los comerciantes no tardaron en aprovechar las oportunidades comerciales que ofrecía la festividad, y ya en 1874 se podían comprar máscaras de Halloween en las tiendas. Los tenderos promocionaban la venta de una variedad de frutos secos acordes con las tradiciones, y para 1897 los fabricantes de dulces ya se dirigían al público que buscaba productos para Halloween. Sin duda, la comercialización aceleró la desaparición de las tradiciones de Halloween, al igual que había sucedido con las de la Navidad. Ya en 1876, el New York Times lamentaba: "La gloria de esta fiesta, antaño popular, se ha desvanecido. Sus triunfos y bulliciosas alegrías, sus festivales y extraños ritos son cosa del pasado, y solo perviven en los versos inmortales de Burns y en la tradición oral".

Si bien las costumbres del hogar se desvanecieron, otras tradiciones se expandieron, aunque también se modificaron. Halloween siempre había tenido expresiones según el sexo: las niñas se interesaban más por la adivinación romántica y los niños preferían salir disfrazados a jugar y hacer travesuras, y esta distinción se mantuvo en gran medida. Pero en las ciudades más densamente pobladas, las oportunidades para hacer travesuras eran infinitas, y las bromas pesadas caracterizaron cada vez más la festividad. Como había sucedido en las Islas Británicas, las autoridades solían hacer la vista gorda. Las bromas generalmente consistían en vandalismo leve, como colocar carros en los tejados, pero podían llegar a ser tan ambiciosas como engrasar las vías del tranvía.

Vandalismo

A finales del siglo XIX, el vandalismo de Halloween se había vuelto tan problemático en algunos lugares que un periódico aconsejó a sus lectores que "cargaran sus mosquetes o cañones con piedras, sal o perdigones y, cuando los intrusos invadieran sus propiedades a horas intempestivas... ¡les dispararan a quemarropa!".

A principios del siglo XX, los estudiantes universitarios se hicieron especialmente conocidos por sus fechorías en Halloween, desmintiendo la idea de que el mal comportamiento era propio de las clases bajas. El Chicago Daily Tribune recoge una broma bastante macabra perpetrada por estudiantes de medicina de la Universidad de Michigan en la noche de Halloween de 1900. "Cuando el encargado de abrir el University Hall llegó para cumplir con su deber, se topó con una escena espantosa. Apoyado contra las puertas plegables del edificio, mirando hacia afuera, yacía el cadáver decapitado de una mujer, aún envuelto en las vendas antisépticas del laboratorio". Debido a su fecha temprana en el semestre de otoño, Halloween brindaba la oportunidad para las novatadas, que incluían la práctica común de marchar por el centro disfrazados y asaltar los teatros. La población local se cansó de estas payasadas universitarias, y en la década de 1920, las autoridades universitarias pusieron fin a las incursiones. Cuando las universidades adelantaron el inicio de las clases en otoño, Halloween dejó de ser un rito de iniciación.

A lo largo del siglo XX, la inversión del carnaval que más perduró fue la percepción de que Halloween otorgaba licencia para impulsos destructivos, a menudo delictivos. La Exposición Universal de Chicago de 1934 concluyó con un disturbio en Halloween que involucró a más de 370.000 personas, muchas de ellas disfrazadas. El Chicago Daily Tribune informó el 2 de noviembre: "Conforme avanzaba la noche, grupos de alborotadores comenzaron una frenética búsqueda de recuerdos. Arrancaron letreros de los edificios y se los llevaron. Luego, al percatarse de la falta de protección policial adecuada, la búsqueda de recuerdos se convirtió en vandalismo... Pronto, la escena general era de destrucción".

Los disturbios de Halloween podían ser considerablemente más violentos y destructivos, y en las décadas de 1930 y 1940 se registraron desde disturbios raciales hasta oleadas de incendios provocados. La violencia impulsó intentos de "controlar" la festividad. En 1950, por ejemplo, Harry Truman ordenó (sin éxito) al Senado que transformara Halloween en un Día de Homenaje a la Juventud. Aunque Día de Homenaje a la Juventud suena ridículamente cursi, fue solo una parte de una campaña, en gran medida exitosa, en Estados Unidos y Canadá para redirigir la energía juvenil hacia actividades prosociales, como los bailes de Halloween en las escuelas secundarias y otros esfuerzos para distraer a los jóvenes de las travesuras.

La comercialización

El truco o trato, que se popularizó en la década de 1950, resultó especialmente útil para desmitificar la festividad. En generaciones anteriores, el reparto de dulces de puerta en puerta conllevaba la amenaza de represalias si no se cumplían las obligaciones sociales. Pero, como explica Rogers, el nuevo truco o trato buscaba marginar las bromas adolescentes y neutralizar el antagonismo inherente a esta tradición festiva, transformando el intercambio en un rito de consumo.

Los fabricantes de dulces comenzaron a anunciar sus productos puerta a puerta, y los vendedores de disfraces promocionaron Halloween como una oportunidad para el consumo ostentoso. Atrás quedaron los disfraces caseros de los años de entreguerras; a partir de la década de 1950, los niños compraban sus máscaras y disfraces en tiendas. La comercialización contribuyó a infantilizar Halloween al comprometer su esencia lúdica.

"Al no ser la vida 'ordinaria'", escribe Huizinga, "el juego se sitúa fuera de la satisfacción inmediata de deseos y apetitos; de hecho, interrumpe el proceso apetitivo". Pero cuando se le imponen intereses comerciales, el juego deja de ser un mundo en sí mismo y se le roba su poder generativo. Para la década de 1960, Halloween había perdido gran parte de su antigua anarquía (y no poca de su encanto). El espíritu del carnaval fue reemplazado por bebidas alcohólicas compradas en licorerías.

Menos de una década después, surgió una nueva amenaza. A finales de la década de 1960, se generalizaron los rumores de dulces contaminados con drogas y hojas de afeitar en las manzanas. Los relatos de "sadismo en Halloween" carecían casi por completo de fundamento, pero tuvieron un profundo impacto en la opinión pública. Incluso medios de comunicación de gran prestigio avivaron el pánico moral. En 1970, por ejemplo, el Comisionado de Salud del Estado de Nueva York advirtió a los lectores del New York Times: "Los niños no deben comer ninguno de los dulces que hayan recogido hasta que un adulto los haya examinado cuidadosamente. En los últimos años, se han encontrado alfileres, hojas de afeitar, astillas de vidrio y veneno en los dulces que recogen los niños en todo el estado de Nueva York". La afirmación era simplemente falsa.

En la década de 1970 también resurgieron los disturbios de Halloween y la destrucción masiva de propiedades en los centros urbanos. Detroit fue la ciudad más afectada, con jóvenes incendiando casas abandonadas, de las cuales la ciudad contaba con una gran cantidad. Los incendios provocados alcanzaron su punto álgido en 1983, cuando se registraron casi mil incendios durante los tres días que rodearon la "Noche del Diablo". A medida que el juego deja de ser juego y la transgresión se normaliza en la sociedad, parecería que la transgresión carnavalesca debe intensificarse para provocar una reacción estremecedora.

La tradición de pedir dulces en Halloween sobrevivió al caos de la violencia urbana y a las amenazas de sadismo, aunque su popularidad disminuyó considerablemente en la década de 1980. Comparada con la de los años 50, cuando las comunidades densamente pobladas y homogéneas permitían que los niños deambularan sin supervisión, esta práctica se vio muy mermada, limitada por la vigilancia parental. Y a medida que la decadencia social fue erosionando aún más el espíritu de Halloween, el consumismo continuó llenando el vacío. (El año pasado, los estadounidenses gastaron 11.600 millones de dólares en esta festividad, de los cuales 700 millones [un 6%] se destinaron a disfraces para mascotas.)

El terror

Si hay algo que ya damos por sentado, es la estrecha relación entre las películas de terror de Hollywood y Halloween. Curiosamente, esta relación no se consolidó hasta el estreno en 1978 de Halloween de John Carpenter -la primera película en usar la palabra en su título-. Las películas de terror slasher que proliferaron en la década de 1980 solían estrenarse coincidiendo con la temporada de Halloween, y cada vez más, los disfraces reflejaban la influencia de estas películas.

Casi al mismo tiempo que Halloween y el terror hollywoodense se entrelazaban, surgió el fenómeno de las "casas embrujadas". Estas casas, con elaborados montajes, ofrecían un entorno controlado donde desahogarse y dar rienda suelta a curiosidades macabras. También representaban otra oportunidad para que los emprendedores sacaran provecho de la temporada, como bien saben quienes han visitado Knott's Scary Farm o las Noches de Terror de Halloween de Universal Studios. Sin embargo, estas producciones de gran presupuesto se inspiraban en las "casas embrujadas caseras" organizadas por aficionados para sus comunidades locales. Estas producciones independientes fomentaban la unión comunitaria, evocando la función social original de Halloween. Dentro de la casa embrujada, el juego se renueva: uno se somete a sus reglas, suspende las normas habituales y disfruta de la tensión de ceder y resistir los sustos. Pero, como tantas otras iniciativas locales, las casas embrujadas caseras desaparecieron en gran medida debido a las leyes de zonificación y al espectro más temible: las demandas por responsabilidad civil.

El impacto de la secularización y la "modernidad líquida"

Las transformaciones de Halloween desde finales del siglo XIX ejemplifican el destino de las instituciones bajo la "modernidad líquida", término acuñado por Zygmunt Bauman para referirse a "la creciente convicción de que el cambio es la única permanencia y la incertidumbre la única certeza. Hace cien años, 'ser moderno' significaba perseguir 'el estado final de perfección'; ahora significa una mejora infinita, sin un 'estado final' a la vista ni deseado".

Podemos aplicar esta observación a Halloween mediante una analogía: algunos de los edificios que conforman la Universidad de Harvard son bastante antiguos, pero las personas, los cursos, las ideologías y las identidades que los habitan cambian con creciente frecuencia. Gran parte de la antigua estructura se conserva, pero su contenido está en constante transformación. Algo similar ha ocurrido con Halloween a lo largo del tiempo. Las formas o tropos de Halloween se han vaciado de su contenido tradicional debido a los procesos de secularización y comercialización. Los disfraces ya no reflejan una creencia genuina en hadas o espíritus. Las prácticas de pedir dulces ya no tienen ninguna conexión con la creencia en la vida después de la muerte, ni con la veneración de los seres queridos fallecidos, ni siquiera con las normas de reciprocidad. Las calabazas talladas ya no evocan las almas que vagan por el purgatorio, sino que se refieren únicamente a sí mismas. Los juegos románticos perduran, pero ya no tienen como objetivo el matrimonio. Para la mayoría, Halloween no es ni un recordatorio de la influencia de los muertos sobre los vivos, ni una anticipación de la vida o el futuro. Solo nos queda el eterno presente del mercado. Las costumbres y los objetos que perduran han perdido su significado; son vacíos que esperan ser llenados y vaciados una y otra vez, hasta que los abandonemos por puro aburrimiento.

Josef Pieper escribe: "En todas las religiones, el significado de una fiesta siempre ha sido el mismo: la afirmación de la armonía fundamental del hombre con el mundo". El problema radica en que "no existe algo que pueda llamarse fiesta 'sin dioses'". En comparación con las prácticas de las comunidades de fe vivas, todos nuestros esfuerzos por celebrar nuevas fiestas con fundamentos distintos al culto divino han fracasado. Lo mismo ocurre con nuestros intentos de secularizar las fiestas antiguas.

La función carnavalesca de Halloween apenas sobrevive, si es que lo hace. Aunque aún se reconocen elementos de inversión, son cada vez menos potentes. Dado que las normas éticas son ahora "líquidas" -lo que equivale a decir que en realidad no son normas-, queda muy poco que invertir.

Si Halloween ha de significar algo más que borracheras y aventuras amorosas, solo lo hará en contextos más reducidos, donde las comunidades reconocen sus normas establecidas y, a la vez, permiten subvertirlas. Lo carnavalesco aún podría ser posible en un lugar como Utah, de mayoría mormona, que ha logrado preservar relativamente bien sus normas culturales tradicionales. Pero incluso allí, la naturaleza permeable e interconectada de nuestro mundo amenaza con privar a la subversión social de su poder catártico. El juego carnavalesco quizá sea irrecuperable para nuestra época.

La risa

Es una lástima. La risa del carnaval es una medicina poderosa, precisamente porque es compartida, y compartida dentro de la transformación de la realidad que supone el juego. Los humanos somos los únicos animales que ríen; somos el Homo ridens de Aristóteles tanto como el Homo sapiens o el Homo ludens. Y, dadas las patologías actuales de nuestro país, necesitamos una medicina poderosa, una medicina que transforme, que nos rehumanice. Como observa Huizinga sobre la política: "Es la decadencia del humor lo que mata".

"Fue la victoria de la risa sobre el miedo lo que más impresionó al hombre medieval", escribe Bajtín. Esa victoria alcanza su máximo esplendor en la cultura cristiana. La fe en Cristo nos permite reírnos verdaderamente ante la muerte. "¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh Hades, tu aguijón?" (1 Corintios 15, 55). Otros pueden reírse de la muerte -con burla, nerviosismo, nihilismo-, pero en el fondo su risa es de desesperación. El cristiano ríe con alegría. Cuando Cristo resucitó, sin duda el primer sonido que salió de sus labios fue una risa gozosa. Si Halloween ha de conservar algún valor para los cristianos, debemos aprender de nuevo a participar de la risa de Cristo.

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