El poder de la oración

La oración confiada, fervorosa y perseverante siempre obtiene frutos sobreabundantes, aunque no sean siempre los que nosotros pedimos.
Ante sucesos trágicos y dolorosos, como el tiroteo en la iglesia católica de la Anunciación de Minneapolis ocurrido a finales de agosto, algunos políticos y comunicadores, demostrando tanto su gran impiedad como su falta de compasión y respeto hacia las víctimas y sus seres queridos, llegaron a burlarse de quienes encuentran consuelo, fortaleza y esperanza en la oración, puesto que ellos la consideran prácticamente inútil. Tal fue el extremo de su cinismo que declararon: “Estos niños probablemente estaban rezando cuando fueron asesinados a tiros en una escuela católica” y “las oraciones no acaban con los tiroteos escolares”.
No es de extrañar que, en una sociedad habituada a la gratificación instantánea y a las soluciones inmediatas, el poder de la oración sea desfigurado, ridiculizado o simplemente desestimado. El mundo ha olvidado que sin Dios no podemos hacer bien alguno: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
De ahí que la oración no sustituye la acción, sino que la completa, ya que la oración fervorosa otorga claridad a la razón, rectitud a la intención y pureza al corazón, convirtiéndose así en un auxilio invaluable en la toma de decisiones. Por ello, no solo los santos sino grandes reyes acostumbraban a rezar antes de entrar en batalla o resolver importantes asuntos. Como señalase San Agustín: "Haz tú lo que puedas, pide lo que no puedes, y Dios te dará para que puedas".
La oración es vital para el cristiano. Como señala San Alfonso María de Ligorio, la oración es la elevación del alma y del corazón a Dios para adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos. Pues quiere el Señor concedernos sus gracias, pero sólo las da a aquel que se las pide: “Pedid y se os dará”. Por eso dice Santa Teresa: "Luego el que no pide, no recibe". Lo mismo expresa San Juan Crisóstomo con esta comparación: “A la manera que la lluvia es necesaria a las plantas para desarrollarse y no morir, así nos es necesaria la oración para lograr la vida eterna. Y así como el cuerpo no puede vivir sin alma, de la misma manera el alma sin oración está muerta y corrompida".
Para que la oración sea agradable a Dios debe ser fervorosa, rezando no solo con los labios sino con el corazón, y, sobre todo, humilde: “Dios resiste a los soberbios y da gracias a los humildes” (Stg 4,6). Ya que, a pesar de nuestros pecados, miserias e iniquidades, Dios escucha la súplica del corazón contrito y humillado: “Oh Dios, un corazón humilde y contrito no despreciarás” (Sal 1, 19). Y, como Santo Tomás afirma: “Nuestras súplicas no se apoyan en nuestros méritos, sino en la divina misericordia”.
El padre Leonardo Castellani sostiene que la oración eficaz tiene dos condiciones necesarias: una, que tiene que ser constante; otra, que tiene que ser de lo conveniente. “Si uno pide a su Padre un pan ¿le dará una piedra? Si le pide un huevo ¿le dará un alacrán? Si le pide un pescado ¿le dará una víbora? -dice Cristo. Lo malo es que a veces pedimos una piedra, un alacrán y una víbora; y Dios no nos los da. ¿Es inútil entonces mi oración? Nunca, si es ferviente y constante”.
Bien advierte San Agustín en La Ciudad de Dios:
“Cuando nuestra oración no es escuchada es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala.
- Mali, porque somos malos y no estamos bien dispuestos para la petición.
- Male, porque pedimos mal, con poca fe o sin perseverancia, o con poca humildad.
- Mala, porque pedimos cosas malas, o van a resultar, por alguna razón, no convenientes para nosotros".
Con frecuencia, lo que nosotros consideramos bueno dista mucho de lo que Dios, en Su infinita sabiduría, sabe que es verdaderamente bueno para nosotros: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” (Is 55, 8), pero aquí es donde debemos abandonarnos, totalmente confiados, a Su voluntad con la certeza de que, como afirma San Agustín, o nos dará lo que pedimos o lo que Él sabe es mejor.
Castellani afirma que Cristo reiteró igualmente que la oración sea constante: "Sine intermissione orate", orad sin aflojar; y lo ilustró con la parábola de un amigo que visita a otro a medianoche para pedirle pan, y a pesar de las negativas insiste hasta conseguir lo que se le había negado varias veces, para que no siga molestando a su amigo y a su familia. Pues si le dais al amigo tres panes para que no os inoportune, ¿cuánto mejor, dice San Agustín, nos dará Dios lo que le pedimos con instancia, cuando nos exhorta a que le pidamos y se disgusta si no le pedimos?
De ahí la insistencia de Cristo: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7). Como afirmó San Gregorio: “El Señor quiere ser repetidamente llamado, quiere ser obligado, quiere ser vencido por nuestras amorosas importunidades”.
San Alfonso María de Ligorio afirma que “la oración perseverante obtendrá resultados que superan las expectativas”. Es cierto, como lo es también que la oración no evita todas las tribulaciones, pues opera a la manera de Dios y no del hombre. El mismo Cristo nos advirtió: “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre”; pero también nos prometió: “El que perseverare hasta el fin, ese será salvo” (Mt 10, 22) Y solo si oramos podremos perseverar.
Por ello, ante la prueba, no imitemos al malhechor crucificado que blasfemaba diciendo: “¿No eres acaso Tú el Cristo? Sálvate a Ti mismo y a nosotros”. Imitemos al buen ladrón quien lo reprendió: “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en pleno suplicio?” Y, viéndose colgado a la cruz, suplicó humildemente a Nuestro Señor, no que terminase con su tormento, sino: “Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino” (Lc 23, 39-40).
El Padre Pío llama a la oración “llave del corazón de Dios”, y San Agustín dice que la oración es la llave maravillosa que nos abre todos los tesoros del cielo. Es cierto, pues Jesús, al ladrón que con confianza y humildad suplicó su auxilio y su perdón, le respondió: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).