Religión en Libertad
San Pedro (Francesco de Vito) en 'La Pasión de Cristo' (2004) de Mel Gibson.

San Pedro (Francesco de Vito) en 'La Pasión de Cristo' (2004) de Mel Gibson.

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La muerte del Papa Francisco y la elección de León XIV han provocado un interés repentino en la cuestión petrina. Hemos visto a ateos vaticinar el fin de los tiempos con “el papa negro” -de repente los ateos parecen expertos en exégesis bíblica-; a progresistas y liberales hablar como si fueran expertos en cónclave; feministas reivindicar una papisa; y a protestantes alegrarse de lo que ellos -cuyo culto suele tener menos tiempo que mi club de fútbol- consideran “la gran ramera”. 

Sin embargo, ninguno de estos “conclavólogos” ha sido capaz de aclarar la cuestión del papado. Seguramente porque ninguno de ellos, incluidos muchos católicos, ha acudido a la Tradición Apostólica para profundizar en este misterio. En vez de eso, se remiten a ciertos periodistas que se declaran más católicos que el Papa mientras insultan a quienes defendemos al no nacido. Eso sin mencionar a El País, que espero que ningún católico considere un medio fiable en temas religiosos. 

Así pues, he decidido hablar de Pedro.

Pedro, el impetuoso

En Mateo 16, 13-20, Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”. Ellos responden: “Unos que Juan el Bautista; otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas”. Todas son respuestas provenientes de la carne y sangre, es decir, que nacen de la deducción e interpretación lógica y profunda de los profetas y las Escrituras. Son respuestas que cualquier creyente sincero podría dar -no las de los fariseos, que hoy son más de derechas que católicos, o los necios, ateos que luego adoran a la Pachamama y al horóscopo-, y sin embargo no terminan de convencer a los discípulos. 

Cuando Jesús les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, se callan, cri, cri, y poniendo cara de examen oral se miran entre ellos en busca de algún valiente que responda, mientras evitan cruzar miradas con Jesús. Un silencio comprensible, pues en el fondo Jesús les está preguntando sobre su fe. Es decir, les pide un acto de fe, como aquel que recoge el Catecismo Breve prescrito por San Pío X: “Creo firmemente, porque así lo ha revelado Dios, verdad infalible, a la Santa Iglesia Católica, y por medio de ella nos lo revela también a nosotros...”.

Finalmente, uno de ellos responde. ¿Quién? Pues el de siempre: Pedro el impetuoso -no tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que sus compañeros no daban ni un denario por su respuesta-: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Jesús, al oírlo, debió mirar al cielo y sonreír con complicidad a las otras dos Personas de la Trinidad, pues le responde: “Bienaventurado eres, Pedro hijo de Jonás”, y mientras Pedro miraba a sus compañeros pavoneándose de ser una especie de nuevo Jeremías, Jesús añadió: “Porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. 

La luz de la Iglesia, luz de Cristo

Jesús, Divino Maestro, sabe que para aprender a multiplicar hay que saber sumar; por eso enseña poco a poco a sus apóstoles cómo su Esposa, la Iglesia Católica Apostólica, deberá proceder. En sus palabras está latente la legitimidad de la autoridad de la Iglesia Católica Apostólica: que todo cuanto se diga ex cathedra es dogma, únicamente porque proviene del Espíritu Santo

Por tanto, creemos que es dogma divinamente revelado que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra -es decir, desempeñando el oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica-, define una doctrina sobre la fe o las costumbres que debe ser sostenida por toda la Iglesia católica apostólica. Esa doctrina es irreformable por sí misma, no en virtud del consentimiento de la Iglesia católica apostólica.

La Iglesia católica apostólica no es la luz, sino que recibe la luz de Cristo. No es ella quien se glorifica a sí misma, sino que quiere ser sólo de Cristo, ser instrumento para que Él brille. Como la luna: no tiene luz propia, sino que refleja la luz de Cristo.

Tras explicar el origen de toda autoridad, Jesús declara: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del abismo no podrán vencerla”. Para la carne y sangre, la Iglesia católica apostólica está destinada a morir. No por desprecio -pues para cualquier no católico que ame la verdad, la muerte de la Iglesia católica sería la mayor tragedia de la humanidad-, sino porque la Iglesia católica apostólica ha sido muchas veces el único faro que ha brillado en medio de épocas de oscuridad, miedo y cinismo

Incluso nosotros, los católicos, podemos caer en esa trampa, como hemos hecho estos días al caer en la lógica revolucionaria al hablar del cónclave. Una lógica que comenzó con la masacre/revolución francesa de 1789, mientras que la Iglesia católica apostólica tiene 2025 años. Pero la realidad es que ha sobrevivido al arrianismo, a la caída del Imperio Romano, al Papa de Aviñón -personalmente creo que eso no lo aguanta ninguna obra humana-, a la Reforma protestante, a la caída del Imperio español, al liberalismo, al nacionalismo, al comunismo... y sobrevivirá al progresismo, al transhumanismo, a la eugenesia disfrazada de derechos reproductivos y a todo lo que venga. 

La Iglesia católica apostólica, como siempre, verá el ocaso del mundo, porque así lo prometió Cristo: “A ti -Pedro, pasando por los 266 hasta llegar a León XIV, el 267º- te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.

Las palabras de Jesús, cuando se comprenden con profundidad, pueden provocar un auténtico vértigo del alma. Pedro, sin embargo, pareció entenderlas inicialmente como una promesa de que jamás fallaría. Seguro de sí mismo, incluso corrigió al Señor cuando anunció su Pasión: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”. Porque ya se sabe: cuanto más dura parece la corteza, más blando y tierno es el interior.

Pedro, el rastrero

Pero entonces lo acusan de ser discípulo de Jesús -imagina si sus acusadores hubieran sabido que el mismo Cristo le entregó las llaves del Reino-, y de repente, sintió el peso del papado caer sobre sus hombros. Lo negó una vez, luego otra, y finalmente una tercera. El gallo cantó, y la piedra se partió en tres. Probablemente en ese momento se cruzó con Jesús, pues lo llevaban ante Caifás. Esa mirada bastó para hacerle entender que “se ha caído con todo el equipo”. La piedra sobre la que se edificaría la Iglesia católica apostólica rompió a llorar amargamente y se fue. ¿Adónde? Nadie lo sabe. Tal vez a algún lugar oscuro y solitario, a pasar la peor noche de su vida.

En su cabeza debían retumbar pensamientos como: “Le he traicionado. Soy una asquerosa rata traidora. Le prometí que no lo haría. Yo debía ser roca y sostén... Ni siquiera después de fallarle he sido capaz de confesar públicamente que le amo. He traicionado al Amor de mi vida”. Es muy posible que se sintiera incluso más rastrero que Judas, y que le rondara por la cabeza acabar como él.

Por alguna razón que desconocemos -quizá fueron los otros discípulos, o quizá fue simplemente la huella imborrable del amor de Dios en su corazón- Pedro volvió con los suyos. Seguía amando a Jesús. La prueba está en que, al enterarse de que habían robado el cuerpo, corrió al sepulcro. No se detuvo como Juan; sino que entró directamente, agitado, incapaz de pensar y dando vueltas como un pollo sin cabeza. Los evangelios nos dicen que Pedro volvió del sepulcro asombrado, mientras que Juan, al entrar, comprendió. Pedro no se atrevía a comprender: se veía como un extraño, apenas un espectador, indigno de volver a ser llamado discípulo tras su traición. Tanto es así, que regresó a lo único que conocía: la pesca. Jesús había resucitado, pero Pedro se fue al lago. Si eso no es evitar a Jesús, dime tú qué lo es.

Pedro, la roca

Pero si Pedro fue capaz de reconocer a Cristo como el Hijo de Dios, no fue por mérito propio, sino porque el Padre que está en los cielos se lo reveló. Por eso, Cristo vuelve a su encuentro. Jesús decide repetir el mismo escenario del primer llamado para mostrarle que no existen primeras o segundas conversiones definitivas, sino una conversión diaria y constante. Le ordena echar las redes, como en aquella primera vez, para recordarle que su misión no depende de su fortaleza, sino del poder de Dios.

Después de comer, Jesús lo lleva aparte, como quien quiere hablar con un amigo en privado. Allí comienza a recomponer esa piedra agrietada, como si uniera sus fragmentos con oro, al estilo del arte japonés del kintsugi. Le pregunta: “¿Pedro, me amas?” tantas veces como Pedro lo había negado -pues cada negación había sido una espina en su corazón-. Cada pregunta, cada respuesta, y cada “Apacienta mis ovejas” era como retirar una espina de su alma. Así, una por una, Jesús sana las heridas que el pecado había dejado en su corazón.

“Simón de Juan, ¿me amas?” “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. “Apacienta mis ovejas”.

Y así, tres veces. Con ello le muestra que nunca dejó de ser su piedra, que sigue confiando en él, que lo sigue llamando. Porque en el fondo, Pedro estaba convencido de que Jesús lo había sustituido por Juan: “¿Y este qué?”, pregunta, inseguro.

La fuerza del Espíritu

Después, cuando el Prometido (Cristo) ya se había marchado para prepararle un lugar a su Prometida (la Iglesia católica apostólica) en la casa de su Padre, envió a su Espíritu Santo para que la fortaleciera, consolara y guiara. No los dejó solos: les dejó a su Paráclito, para que pudieran continuar la misión que Él mismo les había confiado. 

Las calles de Jerusalén volvieron a llenarse de gente, como en los días anteriores a la crucifixión de aquel llamado Jesús de Nazaret. Entonces, la ciudad ya hervía de rumores, la tensión se palpaba, y su figura generaba divisiones. Tras su muerte, sin embargo, hablar de Él se convirtió en un tema tabú: todos sabían, en el fondo, que lo que había ocurrido fue una injusticia. Como sucedió en Alemania tras el Holocausto, el silencio colectivo ocultaba una culpa latente, una conciencia inquieta que evitaba pronunciar su nombre en voz alta. 

Los romanos exclamaban “Por Júpiter, cómo odio a los judíos… ¿y ahora qué les pasa?”. Al intentar calmar el alboroto, se encuentran con Pedro, el mismo que negó tres veces a Jesús, que ahora se presenta junto a los Once ante el pueblo. Ya no es el mismo hombre, ninguno de los Doce lo es, les envuelve una valentía y sabiduría sorprendente. 

Pedro se alza y menciona aquel nombre prohibido: Jesús de Nazaret, aquel a quien entre todos habían contribuido a matar- ya sea apresándolo, acusándolo, o callando- no lo hace para acusar, sino para afirmar que todo ocurrió según el plan de Dios; que Cristo fue al madero a sabiendas y queriendas, y que había resucitado. Ya no le importa que le acusen, a Caifás y compañía les responde: “Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído”. Su autoridad viene del Espíritu Santo, y cuando la gente se asombra de los milagros, él mismo aclara: “No fuimos nosotros. Fue el nombre de Jesús”. 

Aun después de que Herodes ejecutara a Santiago y lo apresara, Pedro obedeció la voz del ángel, se ciñó el manto, se calzó y lo siguió. Porque Pedro tiene la autoridad de Aquel a quien se le dieron las llaves del Reino. No como el emperador Augusto que quiso ser dios, sino como quien pidió morir boca abajo por no considerarse digno de morir como su Señor: la autoridad del servidor de todos los servidores.

La elección de Dios

Pedro no fue escogido por su perfección, sino porque así lo quiso Dios. No solo lo fue y sera él, también lo serán aquellos que ocuparían y ocuparán su cátedra: los sucesores a quienes Cristo confió la misión de apacentar a su rebaño. 

Ellos guían a la Iglesia católica apostólica, que no es una institución más entre muchas, sino un cuerpo vivo y orgánico del que todos los católicos formamos parte. Hoy, cuando muchos cuestionan o ridiculizan a la Esposa de Cristo, tenemos que volver la mirada hacia Aquel que la fundó.

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